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Tras abandonar el puesto, buscaban un lugar relativamente tranquilo donde pudieran comer sin que las molestaran cuando una voz chilló muy cerca: —¿Queréis averiguar vuestro futuro, señora de cabellos cobrizos? ¿Queréis saber qué os reserva Huon Parita?

Sobresaltada, Índigo se volvió y vio a una anciana sentada en una estera multicolor y rodeada de amuletos de la buena suerte. La vieja sostenía en una mano el cañón de una pipa de incienso, mientras que con la otra le indicaba que se acercara, con movimientos bruscos acompañados de gestos de asentimiento de su cabeza.

—Tan sólo una bocanada de mi poción, mi señora, ¡y se os revelarán todos vuestros sueños!

Índigo sacudió la cabeza.

—No. No, gracias.

Pero la adivinadora no se desanimaba fácilmente.

—¿Cartas, pues, hermosa señora? —Insistió—. Cartas roías, cartas amarillas, cartas azules como vuestros ojos. —Su amplia sonrisa mostró unas resecas encías marrones—. ¿O plata? ¿Cartas plateadas para mi señora, y su hermoso perro gris?

La sangre desapareció del rostro de Índigo, y sintió cómo oí sudor empezaba a bañar su cuerpo.

—¿Qué habéis dicho? —susurró.

—Cartas plateadas, señora. Mis mejores cartas. Jamás mienten.

Se trataba de una horrible coincidencia, se dijo Índigo; nada más. Desde luego que no podía tratarse de nada más... —No. —Escuchó su propia voz, cortante, con una involuntaria punzada de temor—. ¡He dicho no!

Las rugosas manos realizaron un complejo gesto conciliador en el aire.

—Lo que mi señora quiere, mi señora lo hace. Pero tened cuidado, forastera. Tened cuidado de a quién otorgáis vuestra sonrisa en vuestro viaje al sur. ¡Y tened cuidado con el Devorador de la Serpiente! El pelaje de Grimya se erizó y mostró los dientes. «¡Índigo!», su voz mental era apremiante. «¡No me gusta esto! ¡Sabe a dónde vamos y ha mencionado la plata!»

—Chisst —dijo Índigo en voz alta al tiempo que posaba suavemente su mano en la cabeza de la loba a modo de advertencia.

Durante algunos instantes siguió con los ojos fijos en la vieja, que seguía asintiendo con la cabeza, en busca de algún rasgo familiar en las arrugadas facciones, una pista mediante la cual pudiera identificar algo menos humano al acecho detrás de la máscara. Pero no había nada. Excepto por el detalle de que en el pulgar, la adivina llevaba un anillo de plata...

Índigo se dio la vuelta. Le costó un gran esfuerzo no salir huyendo de la criatura sentada en la estera, y Grimya tuvo dificultades para mantenerse a su lado en medio de la muchedumbre. Pero por fin la aglomeración de gente disminuyó, e Índigo se detuvo. Se volvió para mirar de nuevo al centro del mercado, pero la anciana ya no era visible.

—¡Maldita sea! —siseó Índigo—. ¡Maldita sea! Grimya levantó la cabeza para contemplar preocupada las tensas facciones de su amiga. «Podría haber sido una co... coin...» —Coincidencia. Sí; podría haberlo sido. O podría haberse tratado de Némesis.

La loba parpadeó mientras bajaba la cabeza. Había pasado mucho tiempo desde la última vez que se habían encontrado con aquel ser diabólico que era, en cierta forma, el alter ego de Índigo, pero ambas sabían que en su momento y a su manera Némesis regresaría para

atormentarlas de nuevo. El demonio era capaz de adoptar cualquier forma que deseara — aunque en sus pesadillas Índigo lo veía siempre en su primera manifestación: una criatura de rostro perverso y dientes afilados— pero la única constante que nunca podía disfrazar, y que era una advertencia de sus maquinaciones, era la plata. Ojos plateados, cabellos plateados, un broche de plata o incluso de color plateado... Índigo se quitó aquel recuerdo muy pronto de la cabeza, antes de que pudiera instalarse e incluirla. Ahora se había encontrado con cartas plateadas y un anillo de plata. Y una advertencia que parecía llevar más que una sombra de ironía. Podría tratarse, como había dicho Grimya, de una coincidencia. O podría haber sido una señal de que el segundo de los siete demonios que habían convertido su vida en una maldición estaba peligrosamente cerca.

Se alejó del bullicio del mercado y se dirigió junto con Grimya a las sombras de una arcada cuyo techo era un enrejado en la que una fuente de agua potable se derramaba perezosamente en un estanque de azulejos. La loba sació su sed y luego, un poco como excusándose pero con gran fruición, comenzó a devorar la carne de dos de los paquetes, Índigo, sentada en el reborde elevado del estanque, mordisqueó el tercero, pero su encuentro con la echadora de cartas le había quitado el apetito: al cabo de algunos minutos lo dejó a un lado y sacó la bolsa de cuero que contenía la piedra-imán. No podía decirle nada que ella no supiera ya; pero por enésima vez desde que la costa oriental había aparecido en el horizonte del Kara-Karai, quería volver a mirarla para estar segura.

Al sur, el diminuto punto de luz dorada brillaba en el extremo de la piedra en una clara señal. Hacia el sur, por la gran carretera comercial que llevaba a Simhara.

Y Némesis le pisaba los talones.

Grimya levantó los ojos. Tenía las mandíbulas grasientas a causa de los jugos de la carne, y ya casi había consumido los dos paquetes. Se relamió las mandíbulas y luego dijo en voz alta:

—¿Es ... igual que antes?

Sus palabras eran guturales y entrecortadas; su laringe y su garganta no habían sido diseñadas para enfrentarse a las complejidades del lenguaje humano, pero se sentía orgullosa de hablar en voz alta a Índigo cuando no había nadie que pudiera escucharlas, Índigo asintió.

—Igual que antes. —Deslizó la piedra-imán de nuevo al interior de la bolsa—. Hacia el sur. Y tengo el terrible presentimiento, Grimya, de que Némesis sabe a dónde nos dirigimos.

—Eso no tiene por qué ser ver... dad. La anciana era una vi... dente.

—Lo sé. Pero mi intuición me dice que esa mujer era algo más, también. O el agente de alguna otra cosa...

Grimya dejó escapar un suave gañido.

—Si lo... era, no po... demos cambiar... las cosas. Y sabíamos, creo, que algo así tenía... que suceder. El demonio no nos de...jará tran... quilas.

Tenía razón. Desde un punto de vista lógico, no podían haber esperado menos, y posponer lo inevitable parecía un ejercicio inútil. Lo mejor era ponerse en marcha; no tenía el menor deseo de permanecer por más tiempo en Huon Parita.

Índigo suspiró, y miró a la comida que permanecía sobre su regazo casi intocada.

—Deberías co... mer —dijo Grimya—. La carne está muuuy buena, aunque me da... sed. Se podría obligarla comer el tercer paquete, y eso la haría sentirse mejor, Índigo lo sabía; así que lo tomó, y le entregó el cuarto a Grimya.

—Toma, cariño. Yo no tengo mucha hambre. Nos los terminaremos entre las dos, luego nos pondremos en marcha.

—¿Es... tas segura?

Sin saber si la loba se refería a la comida o al viaje que les esperaba, Índigo sonrió:

—Si, estoy segura.

—¿Y el... demonio?

La muchacha volvió la cabeza sobre su hombro para volver a contemplar el bullicio del mercado, y sus ojos se entrecerraron.

—Esperaremos a ver qué sucede. En este momento, no podemos hacer nada más.

CAPITULO 2

El susurro de las altas palmeras que bordeaban la playa fue el primer anuncio de la brisa, y una señal bien recibida para que se iniciaran las actividades vespertinas. La caravana — unos veinte carros, setenta animales de monta y de carga y el variopinto conjunto de seres humanos cuyos negocios estaban conectados de una forma u otra con el convoy— se había detenido una hora antes, pero nadie había hecho gran cosa hasta entonces excepto sentarse bajo aquellas sombras que pudieran encontrar, aplacar su sed y permitir que los músculos doloridos por el ejercicio de todo el día se relajaran. Con la llegada de la brisa, no obstante, el improvisado campamento empezó a ponerse en movimiento. Se encendieron faroles, anticipándose a las tinieblas que comenzaban a caer sobre ellos desde tierra adentro, y cuando el sol empezó a deslizarse bajo la línea del horizonte y la enorme extensión del mar se volvió del color de la plata fundida, las pequeñas y fieras llamas de las hogueras hicieron su aparición en la creciente oscuridad. Los pucheros entrechocaban con agradable familiaridad, los animales pateaban el suelo y resoplaban, las conversaciones y algún que otro estallido de risa rompían la quietud.