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Siete días más tarde, el Señora de Agantine zarpaba de Simhara con la marea de la mañana, con Leando, Mylo y Elsender a bordo, Índigo no fue al puerto a despedir el barco. La última despedida era un asunto familiar privado; ya se había despedido de Leando, y su presencia en el muelle habría sido una intrusión.

Fue, al decir de todos, una partida espléndida. La noche anterior Augon Hunnamek había honrado a sus nuevos embajadores con un banquete privado en palacio, y de los chismorrees de los criados Índigo dedujo que el Takhan había sido exagerado en sus alabanzas y en su generosidad: Mylo y Leando habían partido con toda una escolta real, y con el regalo personal del Takhan, de riqueza suficiente para permitirles vivir con sumo lujo durante su estancia en las Islas de las Piedras Preciosas.

A Luk lo trajeron de regreso a palacio al mediodía, con los ojos enrojecidos pero la expresión estoica, y Grimya, compadeciéndose de él, se lo llevó a uno de sus lugares favoritos secretos, para jugar con él e intentar animarlo un poco. A pesar de su tierna edad, Luk comprendía muy bien que su padre estaría ausente durante mucho tiempo; al contemplarlo mientras seguía a Grimya, Índigo sintió una gran simpatía por él al comprender que el chiquillo debía de sentir con toda la terrible agonía de la infancia aquella pérdida que todavía no había podido aceptar por completo. De momento, ella era impotente para ayudarlo; hasta que el niño no hubiera aceptado a su manera esta espantosa nueva situación, todo lo que ella podía hacer era aguardar en segundo plano, y quedarse allí para cuando la necesitara, si es que llegaba el caso.

Y la situación de Luk ponía de relieve su propio dilema, ya que de una cosa estaba ahora segura Índigo: estando su padre lejos, ella no podía abandonar al niño al capricho del destino. En su último encuentro antes de partir, a Leando lo había abandonado toda reserva y le había suplicado que mantuviera a Luk a salvo. Conmovida por la rebosante y apenas controlada emoción del hombre, Índigo le había hecho impulsivamente una promesa que ahora la atemorizaba, ya que había jurado por su propia vida e integridad que, hasta que Leando pudiera regresar a reclamar de nuevo a su hijo, ella sería la madre que Luk jamás había conocido, y lo protegería con la misma ferocidad que si fuera su hijo. En Khimiz, era raro que un hombre —especialmente un hombre de alcurnia— llorase: pero Leando había llorado cuando ella le hizo su promesa. Y, con una fatalista certeza que le helaba la sangre cuando pensaba en sus implicaciones, Índigo sabía que no habría ningún poder en la tierra que la indujera a romper su promesa.

Estaba atrapada: y era una trampa que ella misma se había construido, a la que se había entregado en voluntario sacrificio. Pero en la floreciente personalidad del pequeño Luk había visto ecos de su propio hermano menor, Kirra, muerto desde hacía ya catorce años y al que sin embargo seguía recordando con mucho cariño. Luk poseía la misma exuberancia, la misma curiosidad vehemente y viva imaginación. Era, pensaba a menudo, lo que el propio hijo de Kirra podría haber sido, si Kirra hubiera vivido para engendrar hijos. O —la idea le producía un dolor salvaje— el hijo que ella misma podría haberle dado a su amor, Fenran. Pero Fenran y Kirra habían desaparecido, víctimas de la trágica estupidez que ella había cometido. Sólo estaba Luk. Y él y Jessamin eran la esencia de las cadenas invisibles pero inquebrantables que la ataban a Simhara.

Sintió el peso de aquellas cadenas mientras contemplaba cómo Luk y Grimya desaparecían en las profundidades del jardín del palacio. Jessamin, por una vez sin exigir que la dejaran nadar, jugaba en el suelo, empujando su barquito de juguete arriba y abajo sobre una alfombra al tiempo que lanzaba grititos de alegría al ver cómo las pequeñas hileras de remos subían y bajaban. De repente el sonido de un golpe seguido por una risa infantil atrajo la atención de Índigo, y al levantar la cabeza vio que el barco había volcado. La Infanta, llena de regocijo, dio una palmada con sus manos regordetas por encima de la pequeña nave; luego, de improviso, anunció:

¡Bladda!

Índigo sintió en el estómago algo parecido a como si le clavaran el frío acero de un puñal. Jessamin estaba empezando a hablar, y lo poco que decía resultaba aún ininteligible. Pero a Índigo le pareció que reconocía la palabra.

Se inclinó hacia adelante, extendiendo una mano para atraer la atención de la niña.

—¿Jessamin? ¿Qué es lo que has dicho?

La Infanta le dedicó una amplia sonrisa, mostrando tres dientes de leche.

—¡Bladda! —repitió con gran énfasis.

A los oídos de Índigo, pareció como si la niña intentara decir plata. Y el frío acero pareció retorcerse de repente, como si atravesara su carne para seguir más allá, hasta alcanzar el mismo centro de su aterrorizado espíritu.

CAPÍTULO 13

«... Y así pues, mi querida Índigo, nuestra estancia parece que va a continuar todavía por algún tiempo. Resulta difícil creer que han pasado casi tres años desde que zarpamos de Simhara, y nuestro hogar está permanentemente en nuestro pensamiento. Te doy las gracias por tu continuada bondad y diligencia para con Luk. Mi pequeño hijo escribe ya muy bien, y me conmovió el mensaje escrito por él mismo que vino junto con tu última carta. Le he escrito a mi abuela para que encargue un retrato del niño y me lo envíe con el próximo barco de carga. Estoy ansioso por verlo.

»Que la Madre del Mar te bendiga por todo lo que has hecho. Mantén la fe como yo lo hago.

»Tu amigo, lleno de gratitud» Leando Copperguild.»

Índigo dobló la carta y la introdujo en su pequeño bolso, intentando rechazar una sensación de morboso desánimo. Seguía sin poder respirar tranquila, no había ninguna perspectiva de que Leando y Mylo fueran a regresar en un futuro próximo. Esta mañana, al enterarse de que un carguero procedente de las Islas de las Piedras Preciosas iba a atracar, había rezado con fervor para que esta vez hubiera buenas noticias; pero una vez más se había visto desilusionada. Aunque, como siempre, Leando tenía buen cuidado de no revelar el menor signo de disidencia en su carta, ella percibía su frustración e inquietud; y la ocasional insinuación que sólo ella podía comprender —tal como la enigmática frase: mantén la fe, como yo lo hago— resultaba una enfática confirmación.

Hacía tres años que Leando había abandonado Khimiz, y ella seguía aguardando la ocasión sin hacer el menor movimiento. También ella sentía con fuerza aquella misma frustración; no obstante, en el fondo de su corazón era lo bastante honrada como para reconocer que una parte de ella no deseaba que aquella tregua terminara. La vida en Simhara era pacífica y agradable, y la ciudad se había convertido en un refugio seguro donde podía sentirse protegida de amenazas y tormentos, Índigo reconocía que podía ser feliz allí, y tan sólo las cartas de Leando le recordaban una y otra vez que aquella flor estaba llena de veneno, cosa que era muy fácil de olvidar.

De alguna manera resultaba irónico la llegada del último carguero procedente de las Islas de las Piedras Preciosas, ya que hoy era el día del cuarto cumpleaños de Jessamin. En ese mismo instante los criados trabajaban con ardor en el patio, a punto de terminar los preparativos para la fiesta de celebración, y muy pronto los invitados —hijos de familias nobles considerados compañeros apropiados para la Infanta, junto con el acostumbrado grupito de cortesanos preferidos— empezarían a llegar. En la habitación contigua, Índigo podía oír cómo Hild distraía a Jessamin con algunos de sus sencillos, pero para una criatura mágicos, juegos de manos; la voz de la niñera era interrumpida de cuando en cuando por los grititos de alegría de la Infanta, que estaba excitada y dispuesta a aprovechar al máximo aquel día. Durante toda la mañana no habían dejado de llegar regalos y mensajes de felicitación al palacio; toda la ciudad estaba en fiestas, y la ocasión prometía ser alegre, entusiasta y divertida, sin nada que la empañara. Nada excepto la carta de Leando, y su oportuno e incómodo recordatorio.