El sonido de unos pies que corrían en el pasillo al otro lado de la puerta devolvieron los pensamientos de Índigo al momento inmediato, y a los pocos segundos, Luk, sonrojado y sin aliento, entraba deprisa en la habitación.
—¡Índigo! —El rostro del niño se iluminó al verla, y agitó en el aire un pedazo de papel—. ¡Papá me ha enviado una carta! ¡Para mí solo! ¡Y la leeré yo solo!
Se subió al diván junto a ella y extendió la carta sobre el regazo de la joven. La leía en voz alta, con orgullo. Pronunciaba con torpeza las palabras más difíciles pero rehusaba con estoicismo que ella le ayudara a menos que se encontrase en auténticas dificultades, Índigo contempló su inclinada cabeza rubia y sintió que una familiar mezcla de cariño y simpatía la embargaba. La vida no había resultado fácil para Luk desde la marcha de su padre. Echaba mucho de menos a su padre, y echaba de menos, también, la influencia de un padre, que sin duda habría sido el eje de la existencia de un niño de seis años. Sin amigos íntimos de su misma edad, se volvía cada vez más hacia ella y hacia Grimya en busca de esa combinación tan difícil de conseguir de mentor y compañero de juegos que de otro modo habría sido Leando. Era una gran responsabilidad, pero Índigo, por motivos que iban más allá de su promesa a Leando, no se permitía esquivar.
Luk llegó al final de su carta, y levantó los ojos.
—Índigo, ¿vendrá pronto a casa?
No se sintió capaz de mentirle, y suspiró:
—La verdad es que no lo sé, Luk. Él cree que no tardará mucho en hacerlo, pero debemos esperar.
Luk asintió, mordiéndose el labio.
—Ojalá estuviera aquí ahora —dijo—. Ojalá pudiera acompañarme a la fiesta de Jessamin.
—Lo sé; y a mí también me gustaría que fuera así. Pero podrás escribirle, ¿no es así?,y contársela.
El rostro de Luk se iluminó un poco.
—Sssí... —Entonces su expresión se animó bruscamente—. ¿Habrá malabaristas? ¿Y narradores? ¿Y juegos?
—Claro que los habrá —y añadió con malicia, ya que conocía el portentoso apetito de Luk—: y más comida de la que podrás terminarte.
Luk lanzó una sonora carcajada.
—Podría comerme un chimelo entero. ¡Podría si quisiera!
—¡No lo dudo ni por un momento!
Índigo se echó a reír con él, consciente de que la sombra de tristeza ya se disipaba y agradecida por aquella juvenil elasticidad que le permitía minimizar las desilusiones con tanta rapidez. Le revolvió los rubios cabellos, luego se volvió al tiempo que se abría la puerta que comunicaba su habitación con la de Jessamin, y vio entrar a Hild con la Infanta.
Jessamin era una criatura casi increíblemente hermosa, con unos cabellos tan dorados como los había tenido su madre, que se enroscaban abundantes alrededor de su pequeño y delicado rostro. Vestida con un traje de seda azul bordado con hilos de oro y con un diminuto chal dorado cubriendo sus brazos regordetes, parecía una delicada muñequita. Su expresión se iluminó con una alegre sonrisa al ver a Índigo y a Luk, y echó a correr hacia ellos.
—¡Luky! ¡Es mi cumpleaños!
Luk saltó del diván y, con adulta solemnidad, le hizo una formal reverencia.
—Feliz cumpleaños, Jessamin.
Los ojos de Jessamin, que eran del color de la miel oscura, se abrieron de par en par. Entonces se levantó un poco la falda separándola del cuerpo y le devolvió una reverencia igual de formal antes de cubrirse la boca con una mano y sucumbir a un ataque de risa.
—¡Tonto! —rió—. ¡Tonto!
Luk le sonrió a su vez, luego le mostró el precioso pergamino.
—Papá me ha enviado una carta —dijo—. ¿Te gustaría verla?
Jessamin levantó la vista hacia Índigo y parpadeó.
—Luky y tiene una carta —le informó; luego siguió—: Sí. ¡Enséñamela!
Mientras los dos niños estudiaban detenidamente el pergamino, Hild se deslizó hasta donde estaba Índigo y, con unos movimientos de soslayo de los ojos, le indicó que se retirara a donde Jessamin no pudiera oírlas. Junto a la ventana, la niñera dijo en voz baja:
—Todo va bien ahora, al parecer. Pero anoche, tuvo las pesadillas otra vez.
El pulso de Índigo se aceleró.
—¿La misma pesadilla?
—Sí. Clerri fue la que la cuidó durante la noche, y esta mañana me lo ha contado. La Infanta se despertó dos... no, tres veces, llorando cada una de ellas, y en todas contó que algo oscuro la perseguía. —Hild siseó en voz baja entre dientes, y meneó la cabeza—. No me gusta. No es bueno.
—¿Qué dice el mago-doctor Thibavor?
La niñera se encogió de hombros.
—No sabe. Primero probó una medicina, luego otra, pero nada ha funcionado. Los sueños siguen repitiéndose. —Se interrumpió para mirar con compasión a Jessamin—. ¡Ana! Pobre beba-mi. Esto no puede seguir así, Índigo.
—No; desde luego que no —asintió categórica Índigo—. Si tan sólo fuera lo bastante mayor para explicarnos con más claridad qué es lo que la inquieta...
Hild asintió con la cabeza.
—Pero no podemos esperar a ese momento. Algo debe hacerse, lo que sea.
Algo debe hacerse... Las palabras de Hild persiguieron a Índigo mientras la fiesta de Jessamin discurría a través de la calurosa tarde. La Infanta parecía muy feliz ahora, y, como siempre, el amanecer de un nuevo día había hecho desaparecer las pesadillas por completo; ya que cuando se la interrogaba con gran cuidado y sutileza, Jessamin jamás parecía ser consciente de que hubiera soñado.
De hecho, durante los últimos meses los sueños habían disminuido. Sólo recientemente habían empezado a repetirse; y seguían una inquietante pauta, pues cada año las pesadillas de la Infanta parecían alcanzar su punto culminante durante la época que rodeaba su
aniversario. Cuando los sueños regresaban, siempre eran iguales: una oscuridad, algo enorme, informe y negro, que perseguía a la indefensa criatura por pasillos interminables y aterradores que giraban y se bifurcaban sin fin, e intentaba comérsela viva. Ésa, al menos, era la interpretación más clara que Índigo había podido reconstruir a partir de las sollozantes e incoherentes súplicas de ayuda que eran todo lo que, a su temprana edad, Jessamin podía expresar. Grimya había intentado utilizar sus habilidades telepáticas para investigar más a fondo, pero había fracasado; existía, había dicho la loba, una barrera en la mente de la niña que era incapaz de atravesar.
Y además no tan sólo los sueños de Jessamin sino también los de Índigo habían empezado a seguir aquel peculiar ciclo. Se iniciaban a principios de primavera, alcanzaban su mayor intensidad al acercarse el cumpleaños de la Infanta, e iban desapareciendo de modo gradual a medida que transcurría el verano. Se preguntaba si sus años de constante contacto con Jessamin no habrían generado una especie de empatía entre ambas que llegaba incluso al mundo de los sueños, pero incluso si eso era así, no le proporcionaba ninguna clave útil sobre la esencia o la causa de las pesadillas.
Un torrente de risas y aplausos la sacaron de pronto de su ensimismamiento, y vio que el narrador de cuentos —un hombre de la misma raza de Augon, que había desarrollado una reputación sin par en su profesión— había finalizado su narración de un capitán de barco que zarpara en busca de la legendaria piedra preciosa de una isla mágica. El relato era uno de los más populares entre los khimizi, y tanto los invitados adultos como los niños se habían extasiado con su narración. Los niños arrojaron flores y dulces al narrador, quien recogió los regalos y, con una elegante reverencia, se los ofreció a la Infanta. Empezó a sonar la música, y en medio del animado caos Índigo vio cómo Augon Hunnamek se levantaba y se acercaba a Jessamin. Le dijo algo a la niña —aquellos que estaban lo bastante cerca para oírlo rieron y la animaron con la cabeza— y, llena de dignidad, Jessamin se puso en pie, hizo una ligera reverencia y empezó a bailar con el Takhan. La visión de la gigantesca figura de Augon como solemne pareja de la diminuta criatura provocó más risas, pero estaban llenas de cariño, aprobadoras. Sólo tres personas no se unieron a las risas: Índigo, para quien el espectáculo, justo después del sueño de Jessamin, poseía un aterrador trasfondo de mal presagio; Luk, que se limitó a mirar fijamente, inexpresivo, y Phereniq. Mientras los demás, mayores y niños por igual, tomaban ejemplo de Augon y empezaban también a bailar, la astróloga se apartó del grueso de los espectadores y cruzó el patio hasta donde Índigo estaba junto a la ventana abierta. Durante algunos instantes ambas contemplaron a la Infanta, que bailaba muy seria y con gran concentración, luego Phereniq dijo con afecto: