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—Mírala; cada paso es casi perfecto. Posee tanta gracia y aplomo, y es tan joven aún... Le envidio su juventud, Índigo; realmente lo hago. —Cambió de posición, y al hacerlo hizo una mueca y presionó los nudillos de una mano contra su región lumbar.

—¿Te has hecho daño? —preguntó Índigo, solícita.

—No; no. Son sólo mis viejos huesos que protestan, como están haciendo muy a menudo estos días. Es el precio que debemos pagar por la sabiduría que se supone viene junto con la edad. —Phereniq se echó a reír, aunque su risa tenía un cierto tono de inseguridad bajo su jovialidad—. ¿Sabes?, ¡estoy llegando a un punto en mi vida en el que casi temo que se me pida para bailar, por temor a que el cuerpo me traicione con un espasmo justo en el momento en que demuestre lo bien que bailo!

—Has trabajado en exceso últimamente —dijo Índigo—. El Consejo te agota, Phereniq; eres demasiado concienzuda y eso te perjudica.

—Puede que tengas toda la razón. Pero hasta que haya pasado el actual torrente de problemas, no puedo hacer gran cosa para remediarlo.

Índigo la miró.

—¿Entonces no hay señales de que terminen los problemas en la ciudad?

—Ninguna. Y el Takhan está muy preocupado. La gente se vuelve hacia él en busca de ayuda, pero hasta ahora no ha podido encontrar ninguna solución. —Phereniq cambió de nuevo de posición para buscar algún alivio a su dolorida espalda—. Las serpientes son el peor problema, creo yo. La mayoría de ellas no parecen ser venenosas, pero algunas sí lo son; varias personas han muerto ya a causa de su mordedura. —Suspiró—. Y esa gran cantidad de ellas resulta muy inquietante. Pensamos que deben provenir del mar; hasta ahora sólo han infestado la zona que rodea el puerto, pero no podemos estar seguros. Luego están las fiebres. Nadie ha muerto de eso aún, pero de nuevo resultan muy virulentas en el distrito del puerto, y no muestran ninguna señal de disminución. Los médicos no tienen la menor idea de lo que puede causarlas, y por lo tanto no pueden sugerir un remedio.

Índigo meditó sobre esto en silencio durante algunos minutos. El resguardado bienestar de palacio la había mantenido aislada de los problemas de la zona occidental de Simhara. Preocupado de que la Infanta no corriera el menor riesgo de infección, Augon había convertido aquel lugar en zona prohibida a todos los habitantes de palacio que no tuvieran asuntos de esencial importancia allí. A Grimya se le había prohibido dar sus acostumbrados paseos por la playa, e incluso Luk no había podido regresar a la casa de su abuela, y se le habían asignado de forma temporal unas habitaciones contiguas ajas de Índigo. Pero no existían barreras para las noticias, e Índigo estaba enterada de las dos inexplicables plagas que provocaban un caos cada vez mayor en toda la zona costera. Unas fiebres que al parecer no tenían un origen conocido, y una plaga de pequeñas serpientes verdes que se introducían en casas, oficinas, almacenes...

—¿Qué dicen los augurios? —preguntó.

La astróloga meneó la cabeza.

—Ahí está la cuestión. No encontramos ninguna clave a este misterio, y eso que nos esforzamos día y noche por desentrañarlo. Te lo confieso, Índigo, mi fe en mis propias habilidades ha sufrido una dura prueba estos últimos siete días. La respuesta está ahí, tiene que estarlo, pero se me escapa.

El baile finalizó y se oyó un aplauso, y entonces unas voces infantiles empezaron a pedir juegos a grandes gritos. Phereniq avanzó despacio por la terraza en dirección al estanque de Jessamin, e Índigo la siguió al tiempo que observaba distraída la fiesta mientras consideraba lo que había oído. No era la primera vez, desde que aquellas inexplicables desgracias se abatieran sobre la ciudad, que le volvían a la mente las palabras de la echadora de cartas de Huon Parita. Cuidado con el Devorador de la Serpiente. No existía una conexión lógica; no obstante, el significado de aquella advertencia, estaba segura, era algo que no podía ignorar.

Phereniq se detuvo junto al borde del estanque, y dijo: —Uno de los capitanes del puerto tiene la teoría de que todos estos desagradables acontecimientos puede que estén conectados. Es posible, dice, que vientos y mareas anormales que sucedan más allá del golfo puedan haber traído corrientes extrañas del lejano oeste, puede que de las Islas Tenebrosas. Sólo la Madre sabe qué tipo de cosas habitan en esas aguas: deben de ser terreno abonado de enfermedades totalmente desconocidas para nosotros. Si es de allí tic donde vienen las serpientes, ellas podrían ser las portadoras de las fiebres.

—Es una posibilidad —convino Índigo—. Pero sospecho que no te convence.

—No, así es; por una sencilla razón: ninguno de los capitanes de barco a los que hemos preguntado ha encontrado nada extraño en las rutas marinas durante este año pasado. Incluso las naves escolta davakotianas no han informado de nada, y ellas por encima de todas debieran haber...

—¡Phrenny!

Una vocecita aguda y excitada la interrumpió. Jessamin, levantándose las faldas y olvidada toda dignidad, corría deprisa hacia ellas.

Beba-mi.

El rostro de Phereniq se iluminó con una amplia sonrisa y extendió los brazos en dirección a la pequeña. Jessamin tomó sus manos y empezó a saltar arriba y abajo.

—¡Phrenny! —Era su interpretación más aproximada de Phereniq—. ¿Me has visto bailar? ¿Me has visto?

—Claro que te he visto, mi pequeña Infanta. ¡Has estado magnífica!

Jessamin le tiró de la mano.

—Vamos a jugar al escondite. ¡Yo me escondo! ¡Ven a jugar, Phrenny!

Phereniq se volvió para mirar impotente a Índigo por encima del hombro.

—Se me requiere —anunció con una sonrisa mientras Jessamin tiraba de ella—. Índigo, hablaremos luego.

—¡Índigo, ven también! —exigió Jessamin.

Índigo rió, capitulando, y empezó a seguirlas alrededor del estanque. Delante de ellas, un soplo de aire alteró de repente la superficie del agua, y una pequeña ola se desparramó sobre el borde; la contempló pensativa, aunque no la registró en su cerebro de forma consciente.

Y de repente se dio cuenta de que no se trataba de una pequeña ondulación.

—Phereniq. —La voz de Índigo se dejó oír con fuerza por encima del fondo de voces que reían y charlaban—. Phereniq, detente. Quédate quieta. Exactamente donde estas. ¡En el nombre de la Madre, no te muevas!

Las charlas cesaron de repente; todas las cabezas se volvieron hacia ellas. Entonces una mujer lanzó un grito.