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Phereniq la vio cuando se deslizaba sinuosamente sobre el reborde elevado del estanque a menos de tres pasos delante de ella, y con un grito ahogado tiró de la Infanta apretándola contra su falda. Escamosa, el húmedo cuerpo reluciente y tan grueso como el brazo de un hombre, la serpiente le cortó el paso, arrollándose como una cuerda que tuviera vida mientras más y más de su longitud surgía del agua. El animal levantó la cabeza, la lengua le sobresalía de entre sus mandíbulas, hasta que sus ojillos malévolos se alzaron al mismo nivel que los de Jessamin.

Un horrible sollozo surgió de la garganta de la Infanta. Se aferró a Phereniq, y por un momento pareció como si la mujer fuera a arrastrarla hacia atrás, fuera del alcance de la serpiente.

—¡No! —exclamó Índigo—. ¡Si te mueves, atacará! ¡Mantente inmóvil!

Phereniq miró por encima de su hombro, con una desesperada y salvaje súplica en sus ojos. Más allá, en el imposible santuario del patio principal, los niños chillaban, las mujeres sollozaban, los hombres gritaban instrucciones, gritos y súplicas se entremezclaban en la creciente algarabía.

—¡Madre Todopoderosa, ayúdanos!

—La Infanta...

—Salvadla... ¡Qué alguien haga algo!

La cabeza del reptil empezó a balancearse de un lado a otro. Jessamin gimió. Y el cuerpo y la mente de Índigo quedaron paralizados y fuera de control, cuando su mentí se dio cuenta del color que tenía la serpiente.

Plata.

—¡NO OS MOVÁIS!

Una nueva voz surgió de entre la confusión, atronadora, y Augon Hunnamek se abrió paso hasta colocarse delante de los reunidos. Los murmullos se calmaron, y por encima de la cabeza de Phereniq, mientras ésta apretaba a la Infanta contra sí, los ojos de Augon se encontraron con los de Índigo.

—Haced lo que Índigo dice. —Había una terrible calma en su voz ahora, un control férreo; pero Índigo pudo ver corno unas gotas de sudor relucían sobre su piel oscura—. Si quieres a la Infanta, no te muevas, no hables. Phereniq: me entiendes?

Le dedicó un movimiento de cabeza casi imperceptible a modo de respuesta. Phereniq había empezado a temblar, y un silencio total había descendido sobre el patio. Incluso Jessamin estaba demasiado aterrorizada como para gemir. La serpiente continuó observándola, inmóvil ahora, implacablemente paciente, al acecho. No atacaría, no aún; no a menos que algún movimiento involuntario disparara su instinto y lo provocara. Pero se necesitaría muy poco para hacer saltar el resorte.

—Índigo —la llamó Augon en voz baja.

Ella volvió a mirarlo. Su intervención había roto la parálisis, pero sabía que la barrera entre el autocontrol y el pánico seguía siendo peligrosamente endeble. Con la boca totalmente reseca, murmuró:

—¿Señor?

—Retrocede despacio, hasta que te hayas alejado lo suficiente, luego corre a buscar a mi guardia personal. Diles...

Y al oírlo titubear, Índigo comprendió que no sabía qué decir, porque no sabía qué hacer. Ninguna habilidad humana podía contrarrestar la velocidad de una serpiente cuando ataca. Un resbalón, un movimiento en falso, y nada podría salvar a Jessamin. No se atrevían a correr tal riesgo.

Se produjo un movimiento junto a las puertas abiertas del palacio, y de repente Índigo percibió una presencia en su mente.

«¿Índigo? ¡Percibo miedo! ¿Qué...?»

«¡Grimya!»

La alarma se apoderó de ella al vislumbrar por el rabillo del ojo la figura gris de la loba.

«¡Quédate ahí! ¡Quédate quieta!»

Había dejado a Grimya durmiendo, ya que sabía que no le agradaban las multitudes ni el ruido: ahora, no obstante, el barullo había despertado a la loba y la había instado a investigar, Índigo abrió su mente rápidamente, para mostrar a Grimya la naturaleza del peligro. Sintió un hormigueo mental, la rabia compitiendo con la alarma, cuando Grimya comprendió. La voz de Augon, entonces ronca por el temor, siseó:

—¡Índigo, tu perra! ¡Impide que se acerque!

«¡No, Grimya!

Índigo proyectó su advertencia apremiante, pero Grimya la ignoró. Agazapada sobre el suelo, se deslizaba despacio y con cuidado por la terraza. La cabeza de la serpiente se movió un milímetro. Entonces, Grimya se detuvo en seco.

«¡Grimya! ¡Té matará!»

«No lo hará.»

En la mente de Grimya bullía el odio; el odio instintivo de un mamífero de sangre caliente por un adversario hostil, sin inteligencia y letal. Quería matar, proteger su territorio y a su jauría, e Índigo sabía que nada de lo que dijera haría cambiar de intención a la loba.

El rostro de Augon tenía una expresión extraviada, los nervios parecían a punto de estallarle en el cuello.

—¡Índigo, en nombre de la Madre del Mar, detén a ese animal!

Índigo sudaba también, y en la garganta sentía el nudo tensado por su aterradora impotencia.

—Señor, no... no me hace caso. —Su mirada se encontró de nuevo con la del Takhan, rígida—. Sabe lo que hace. Puede ser la única posibilidad...

Grimya estaba ya a menos de metro y medio de la serpiente, y se había dejado caer sobre el suelo, inmóvil y en tensión. Si el reptil sabía de su presencia no demostraba la menor señal de ello, continuaba con su mirada fija en Jessamin. Índigo supo cuándo se acercaba el momento, ya que percibió la primera oleada de intención en la mente de Grimya. Entonces, más rápido de lo que hubiera creído posible, tan rápido que todo lo que vio fue una aturdidora mancha gris, Grimya saltó.

Se escuchó un siseo y algo se movió como un latigazo. Cogida por sorpresa, la serpiente se vio obligada a abandonar la presa deseada, y se alzó todo lo que le fue posible para rechazar el ataque de la loba. En el mismo instante en que su cuerpo arrollado se volvía, Índigo se arrojó lucia Phereniq y la hizo girar en redondo; luego la arrastró hacia atrás y a Jessamin con ella, y mientras las tres iban a estrellarse contra el suelo unas sobre otras vio por el rabillo del ojo cómo Augon irrumpía en la refriega. En MI mano brillaba algo metálico, Grimya gruñía con ferocidad, el cuerpo de la serpiente se retorcía, mientras ella lo golpeaba contra el suelo. Entonces, de repente, el foco de atención del caos cambió y los invitados empezaron a chillar, la multitud se dispersó como un torrente, cayendo unos sobre otros para apartarse de algo que cruzó veloz entre sus filas. En el extremo opuesto del patio las enredaderas del muro se agitaron con fuerza cuando sus hojas vieron echadas con violencia a un lado; algo plateado centelleó por un brevísimo instante bajo la luz del sol en

el remate del muro, luego desapareció.

Poco a poco, el pandemónium se apagó. Los niños, muchos de los cuales no comprendían lo que había sucedido, lloraban a pleno pulmón. A pocos centímetros de Índigo, que se había golpeado la cabeza al caer al suelo, Phereniq se había incorporado sobre los codos y vomitaba Jessamin, sollozando ahora, se aferraba a Augon Hunnamek que se había agachado junto al estanque, su pequeño cuerpo envuelto y casi invisible en sus poderosos brazos. Y Grimya...

Grimya. —La voz de Índigo era aguda y distorsionada—. ¿Dónde está Grimya? Madre Tierra, ¿acaso está herida?

—Está perfectamente. Era la voz de Augon. Tomó a Jessamin en brazos, se levantó y se dirigió vacilante hacia ella, entonces volvió agacharse.

—Está bien, Índigo. Y ha salvado a la Infanta, Índigo intentó sentarse, pero la escena se tambaleó ante sus ojos medio nublados.