Выбрать главу

Phereniq volvió la cabeza hacia otro lado.

—También tengo entendido que sus pesadillas han disminuido —prosiguió él—. Aparte de un extraño incidente el mes pasado, cuando resulto estar tan asustada de los animales que mataban a las serpientes que soñó incluso con ellos, no ha vuelto a padecer terrores nocturnos. Eso, también, me agrada. Temí que el desagradable incidente de su fiesta de cumpleaños tuviera un efecto permanente.

Phereniq no hizo el menor comentario. También ella se sentía aliviada de que las pesadillas de la Infanta hubieran disminuido; pero mientras que Jessamin parecía ahora libre de ese particular tormento, no era ése su caso. No le había hablado a nadie de sus sueños, que se habían iniciado un mes antes de aquella fatídica celebración, y sus esfuerzos por analizarlos o incluso descubrir su causa habían fracasado hasta ahora. El patrón era parecido al de la oleada de pesadillas que había experimentado unos pocos años antes; y sospechaba que, al igual que entonces, no era ella sola quien las padecía. Hild le había contado en secreto que Índigo había empezado a gritar en sueños durante la noche, como si desafiara o se enfrentara a algún temible adversario. Y, por si esto fuera poco, últimamente había empezado a pedir más a menudo nuevas dosis de los polvos que utilizaba en su narguile. No era, desde luego —pensó Phereniq—, un augurio muy saludable.

Inmersa en sus propios pensamientos, no vio cómo Augon se acercaba de nuevo a ella, y se sobresaltó cuando la mano de él se posó sobre su hombro.

—Estás muy silenciosa, querida adivina. ¿Te preocupa algo?

—No. —Sacudió la cabeza en rápida negativa—. Sólo estoy cansada, mi señor.

—Entonces no te entretendré por más tiempo. Vete a la cama y toma una de tus panaceas para asegurar tu descanso. No necesito nada más de ti esta noche.

—¿Nada...? —Se le escapó antes de que pudiera reprimirse, y se sintió avergonzada.

—Nada. —Le sonrió, y ella lo odió por el compadecido y divertido afecto que expresaba su voz—. Dale a esos viejos y sabios huesos unas cuantas horas de tregua.

El dardo —aunque no intencionado— la hirió, y volvió la cabeza a un lado, sin mirarlo de nuevo mientras se apartaba de ella para dirigirse a la puerta. Una voz en su interior le preguntó: ¿Por qué? ¿Por qué he...?, pero la atajó, la obligó a desaparecer de su mente. Había lágrimas en sus pestañas aunque se odió a sí misma por aquella debilidad, y se las seco con un gesto furioso. En su habitación guardaba una resina negra que le aseguraría un sueño total y sin pesadillas. Muy pocas veces la utilizaba, y sabía que la dejaría incapaz de hacer nada a la mañana siguiente, pero no le importó. Le tomaría la palabra a Augon, pensó con amargura, obedecería su orden de que descansara de la misma forma en que le obedecía en todo lo demás. Era una respuesta infantil y un triste consuelo, pero ora todo lo que tenía.

Apagó las lámparas, y abandonó la habitación despacio y un poco envarada.

Al año siguiente las fiebres regresaron otra vez al distrito del puerto, aunque no fueron tan malignas esta vez, y produjeron menos víctimas. De nuevo, también, las pesadillas empezaron a invadir las mentes dormidas a medida que avanzaba la primavera, y sólo disminuyeron con la llegada del verano. En el palacio, se escucharon secretos suspiros de alivio, y pociones y soporíferos de uso reservado volvieron a dejarse de lado en silencio y con satisfacción a medida que las pesadillas —cada una característica de aquel que la padecía— empezaban a soltar a sus presas. Nadie sabía de la existencia de esta pequeña epidemia, ya que, cosa curiosa en Khimiz que era tan aficionado a los portentos, las víctimas de aquellos sueños no se sentían inclinadas a revelar sus experiencias a un vidente, o ni siquiera a comentarlo con sus más íntimos amigos.

En su habitación de pesados cortinajes donde guardaba sus miles de gráficos, Phereniq quemó incienso en honor de la Madre del Mar como agradecimiento por haberse librado de los horrores nocturnos, guardó la negra resina que había estado utilizando cada vez con más frecuencia, y se bebió una pócima purgante que eliminaría los efectos narcóticos en su sangre y reduciría el peligro de adicción. Jessamin empezó a dormir profundamente otra vez, llenando de sentido agradecimiento al mago-doctor Thibavor, quien cinco días antes había llevado una ofrenda al Templo de los Marineros con la esperanza de que esto tendría éxito allí donde sus panaceas habían fracasado. Incluso Hild descubrió que su inquieto sueño dejaba de verse atormentado por imágenes monstruosas; y en la opulencia de los aposentos privados del Takhan, Augon Hunnamek despidió a la procesión de mujeres agotadas por las exigencias sexuales que eran su único alivio frente a las opresivas pesadillas, y pasó su primera noche de tranquilidad a solas. Mientras que en casa de su abuela, Luk Copperguild no soñaba, pero a menudo permanecía despierto durante las calurosas horas de la noche en las que no soplaba ni un ápice de viento, con los ojos clavados en el mar que se veía por su ventana, donde la luna flotaba distante e inalcanzable en un cielo negro como boca de lobo, y pensaba en un padre que apenas recordaba, y en unos cabellos dorados y una sonrisa que eran como un rayo de luz, y sentía una sensación de desasosegado anhelo que era demasiado joven para comprender, pero que sin embargo era como el fuego del éxito y el hielo del fracaso y la oscuridad sin estrellas de la desilusión, todo en uno. Y en las habitaciones que lindaban con las de la durmiente Infanta, Índigo ya no chillaba en sueños como un alma en pena, ni tampoco se despertaba temblequeante y atormentada por horrores sin nombre, que incluso Grimya no podía borrar. Al igual que Phereniq, al igual que Hild, al igual que tantos otros que callaban, no recordaba nada de sus sueños por la mañana al despertar. Todo lo que sentía era una embotada e inexorable sensación de temor que no podía quitarse de encima, y la convicción de que algo estaba terriblemente mal. Pero la tormenta aún no estaba lista para estallar. Y mientras la calma se mantuviera, dependía de los dos consuelos de su pacífica vida cotidiana y de su creciente colección de hierbas, polvos y cordiales, para mantener a raya sus temores y especulaciones.

El tiempo transcurría, y Jessamin crecía y florecía. A los seis años, poseía todavía el aspecto de muñequita de su niñez, pero debajo de él asomaban los primeros signos de momento tan sólo una promesa— de una belleza más adulta, y junto con ella una rara serenidad innata. Niña de carácter dulce, diligente y obediente, empezaba a mostrar ya un talento precoz para la música, y se pasaba interminables horas en el estudio del arpa de Índigo, con la frente arrugada con decidida concentración mientras arrancaba sencillas notas a sus cuerdas. A causa de su rango muchas actividades le eran vedadas; no podía vagar por la ciudad, no podía mezclarse libremente con otros niños, y los pocos amigos que tenía eran seleccionados con minucia.

A pesar de tantas restricciones, sin embargo, la Infanta parecía siempre contenta. Adoraba a Índigo, que era a la voz su compañera y maestra. Adoraba a Luk, que era de hecho el hermano que jamás había tenido. Y adoraba al hombre al que llamaba «chero Takhan», quien le hacía regalos y le permitía todos los caprichos y que, cada vez más a menudo ahora, venía a jugar y a reír con ella y a admitir sus logros. En su quinto cumpleaños, chero Takhan le había regalado una nueva piscina, mucho mayor que el pequeño oasis del patio que ya le había quedado pequeño. La pasión de Jessamin por la natación se mantenía constante: cuando se le entregó su regalo cubrió de besos el rostro de su benefactor, declarándolo el hombre más bueno, más querido y más amable del mundo, Índigo había estado presente en la entrega, y había vuelto la cabeza, ya que no quería que la expresión del rostro de Augon Hunnamek se grabara en su mente y pusiera en marcha las viejas ideas siniestras.