Era lo mismo que Phereniq había pensado antes, y la astróloga asintió con la cabeza. Estaban sentadas junto a la merienda ya preparada, protegidas del sol por unas sombrillas y disfrutando del calorcillo que impregnaba su piel y calentaba sus huesos.
—Es una lástima que Índigo no venga aquí más a menudo —añadió Hild—. Le haría bien. No hace el ejercicio que debiera.
—Ah. —Phereniq arrancó un tallo de hierba y lo retorció—. Quería preguntarte sobre eso, Hild. Desde este último ataque de fiebres he estado tan ocupada que he visto a Índigo menos de lo que hubiera querido. ¿Te parece que está algo mejor?
La niñera se encogió de hombros.
—Es posible; es difícil decir. Todavía dormir mucho, más de lo que es bueno. Y bebe, mucho vino pero no se emborracha. Y las otras cosas. Hierbas, polvos, todo el tiempo. Claro que, ha estado tomando menos desde este último mes o así. Pero antes, parecía que necesitarlo para estar normal.
Phereniq arrojó a un lado el tallo de hierba, con rostro preocupado.
—Ésa no es una buena señal. Dime, ¿crees que puede haber estado padeciendo pesadillas?
Hild lanzó un bufido.
—¡No hablar a mí de pesadillas! Ése es el porqué tomaba tantos polvos, para intentar acabar con ellas. Cada año regresan otra vez... y no es sólo Índigo. Yo las tengo, la Infanta las tiene...
Phereniq la miró asombrada.
—Pero yo pensaba que las pesadillas de la Infanta se acabaron hace años.
—A-na. ¡Ya lo creo que no! Cada año, como digo, las tiene otra vez. Empezar en primavera, no se van hasta que casi ha pasado el verano.
—¿Y sucede lo mismo contigo y con Índigo?
—Sí. Índigo no dice nada, pero la he oído gritar mientras duerme, y Grimya intenta despertarla y sin conseguirlo. Cada año.
—¿Qué...? —La voz de Phereniq tenía un tono peculiar; tragó saliva y lo intentó de nuevo—. ¿Qué es lo que sueñas, Hild? ¿Qué clase de pesadillas?
Hild arrugó la frente.
—No lo sé. Nunca puedo recordarlas a la mañana siguiente. Pero son malas. Y la Infanta, suceder exactamente lo mismo con ella.
—¿Quieres decir que ella tampoco puede recordar qué ha soñado?
—Aja, eso eso. —La arruga de su frente se agudizó—. Nunca pensé en ello antes. Es extraño, ¿verdad?
—Muy extraño.
Interiormente, Phereniq hacía sus cálculos, y lo que Hild le había contado se ajustaba perfectamente a sus propias experiencias, ya que tampoco ella había sido nunca capaz de quitarse de encima el ataque anual de terribles pesadillas que la atormentaban desde... Bueno, debía de hacer ya casi una década.
Hild había tomado otra fruta escarchada, pero su entusiasmo por los dulces parecía haberse reducido.
—Hay otra cosa —dijo despacio—. Estos sueños, siempre vienen cuando se acerca el cumpleaños de la beba-mi. Y también sucede con las fiebres.
—¿Las fiebres? —Phereniq levantó la cabeza, comprendiendo lo que la otra intentaba insinuar—. No; no creo que las dos cosas estén conectadas, Hild. Tú y yo hemos escapado a las fiebres durante los dos últimos años, pero eso no ha puesto fin a los sueños. Además, la fiebre no es más que un mal endémico de Khimiz. Un riesgo del clima, si quieres llamarlo así.
Ante su sorpresa, Hild negó enérgicamente con la cabeza.
—No. —Repuso—. No lo es. —Y al ver que Phereniq abría la boca para disentir, añadió—: Éste no es el clima apropiado para fiebres. Demasiado seco. Pregunta al viejo Thibavor: él dirá a ti que no había fiebres hasta que nosotros llegamos a Khimiz.
La astróloga la contempló boquiabierta.
—¿Estás segura?
Hild se encogió de hombros de nuevo.
—Yo no lo sé, ¿verdad? Yo no estaba aquí antes, y tampoco vos. Pero es lo que Thibavor dice.
No se había dado cuenta de ello, y de repente le proporcionó una nueva e inquietante línea de pensamiento. La coincidencia era demasiado espectacular para dejarla de lado.
—Deber preguntar a Índigo también —siguió Hild—. Debe saber mucho sobre Khimiz, con toda esa historia que tener que enseñar a la Infanta.
La historia de Khimiz... Sí, pensó Phereniq, quizá valdría la pena hacerlo; ya que el instinto le decía que lo que Hild le había contado podía tener algo en común con el misterio que, sin éxito de momento, llevaba tanto tiempo intentando resolver.
—Gracias, Hild —dijo pensativa—. Desde luego que se lo mencionaré.
Mediaba la tarde cuando por fin se recogieron los últimos restos de la merienda y el pequeño grupo se acomodó en las literas para iniciar el viaje de regreso a palacio. En conjunto el día había constituido un gran éxito: Jessamin, Grimya y Luk se habían pasado horas junto a la orilla, buscando los pequeños crustáceos que se enterraban en la arena, y después de la comida todos se quedaron contemplando cómo subía la marea mientras Hild e Índigo se turnaban para contar cuentos. Jessamin daba cabezadas de cansancio cuando se dispusieron a partir, y mientras se los transportaba a palacio también Phereniq se quedó dormida casi de inmediato, Índigo oía apenas la voz de Hild en la otra litera, hablando a los niños, y dejó que su cabeza reposara sobre los bordados almohadones; se sentía adormilada por el fuerte calor y el continuo balanceo de la litera.
Pasaban junto al Templo de los Marineros cuando la voz de Grimya interrumpió su duermevela. La loba trotaba a su lado —le resultaba desconcertante que la llevaran en litera— e Índigo se espabiló con un sobresalto al escuchar la excitación que había en su mensaje mental.
«¡Indigo!¡Está aquí!»
Índigo se incorporó en la litera, aturdida, pero antes de que pudiera proyectar ninguna respuesta, Grimya añadió:
«En la escalinata del templo: ¡es Karim!»
Índigo se abalanzó hacia adelante y apartó los pesados cortinajes de la litera. Allí, en su antiguo lugar entre los buhoneros y los peregrinos que atestaban la enorme escalera de mármol, estaba sentado el mago ciego.
A duras penas se contuvo para no gritar a los porteadores de la litera que se detuvieran. Eso habría sido impensable: no se atrevía a provocar preguntas no deseadas. Perol mientras se alejaban y el templo se perdía a su espalda, el corazón empezó a latirle sofocante. ¡No había muerto! Había perdido la esperanza, segura de que Karim había sucumbido a las fiebres y se había ido para siempre. Y ahora...
«Grimya», dijo en silencio, «debemos regresar mañana ¡Hemos de hablar con él!»
«¡Sí!», respondió Grimya llena de excitación. Luego añadió:
«Indigo... ¿crees que se trata de una señal?»
Índigo cerró los ojos, en un intento por calmar su irregular respiración.
«.Reza, para que así sea», respondió.
Índigo y Grimya habían tenido la intención de escabullirse del palacio a primeras horas del día siguiente, perol su plan se vio frustrado por la inesperada llegada de Phereniq. La astróloga tenía todo el aspecto de haber dormido mal o nada en absoluto: tenía que hablar con Índigo dijo, y el asunto era importante.
—Siéntate, y toma un vaso de tisana.
Índigo decidió que su salida tendría que esperar; había una soterrada agitación en la forma de actuar de Phereniq que su evidente cansancio no podía disimular... Hizo un gesto en dirección al diván y forzó una sonrisa.
—¿Algo importante? Suena un poco inquietante.