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Mientras ascendía con Grimya la suave ladera que conducía de la carretera a la orilla, Índigo dio gracias a su suerte —y no por primera vez— de que la caravana de Vasi Elder hubiera visto su salida de Huon Parita retardada un día más de lo previsto, y que debido a ello la joven hubiera llegado a tiempo de unirse a ella. Le había tomado simpatía de inmediato al estrambótico Vasi, el cual, a pesar de su aspecto infame y estilo extravagante, poseía un estricto código de honor y una eficiencia que resultaba extraña entre los suyos. El infalible instinto de Grimya había respaldado su opinión, y así pues durante los últimos nueve días habían viajado en dirección sur con la caravana, siguiendo la amplia carretera de la costa que las conduciría hasta Simhara. Resultaba un viaje lento pero seguro; la carretera era buena, el clima benigno, y no habían encontrado señales de los abrasadores vientos tórridos que a menudo rugían desde el gran desierto del Palor, situado a unos veinte kilómetros hacia el este.

Estos paseos al anochecer por la orilla se habían convertido en una agradable costumbre. Con la llegada de la brisa marina que siempre refrescaba el ambiente al ponerse el sol, resultaba muy tonificante estirar los músculos y pasear a grandes zancadas por la playa, y contemplar a Grimya corriendo con toda la velocidad y elegante energía de los de su raza sobre la dura arena de la orilla. Ante ellas se extendía espectacular toda la inmensidad del golfo de Agantine, bordeado por una bahía que se curvaba hacia el norte y el sur hasta donde alcanzaba la vista. En este lugar, el mayor continente de la tierra se encontraba con su mayor océano; y la serenidad y la impresionante belleza de la escena poseían un poder purificador que hacía que Índigo se sintiera en paz, aunque fuera sólo por un corto espacio de tiempo.

Existía, también, otro tiempo de paz en las amistosas reuniones nocturnas alrededor de las hogueras del campamento. Vasi no había tardado mucho en descubrir que Índigo no sólo hablaba su idioma sino que también dominaba la elegante lengua de Khimiz, tal y como se hablaba en las grandes ciudades del sur. Como había muchos mercaderes khimizi viajando con la caravana, los conocimientos de la muchacha estaban muy solicitados, y cuando Vasi descubrió también que uno de los bultos que ésta llevaba contenía un arpa, no perdió el tiempo en convencerla.

Cada noche, después de que se hubiera terminado de comer y beber y se hubieran pisoteado las hogueras para extinguirlas, ayudó a los viajeros a conciliar el sueño con sus canciones y su música.

El agradable chisporroteo de las hogueras y el ruido de los utensilios de cocina les dio la bienvenida cuando regresaron al campamento. Durante los últimos minutos el sol se había hundido en la ininterrumpida línea del mar hasta quedar convertido en un diminuto pedazo de un violento rojo anaranjado, y la oscuridad penetraba rápidamente desde el este para teñir el cielo sobre sus cabezas de un apagado tono violeta. Fuera del alcance de la luz de las llamas la gente no era más que un conjunto de meras siluetas indefinidas; alguien saludó a Índigo y ésta devolvió el saludo con una sonrisa y un gesto de la mano antes de encontrar un lugar cerca de uno de los fuegos comunales mayores. A poca distancia, el elevado cono de la tienda de seda de Vasi se destacaba con claridad en el horizonte; una hoguera más pequeña ardía en sus proximidades y escuchó la característica risa del propietario de la caravana entre el pequeño grupo reunido a su alrededor.

Se sirvió la cena, y durante un rato todo el campamento quedó en silencio mientras todos saciaban su apetito, Índigo estaba terminando el contenido de su plato de dátiles azucarados, con Grimya ahíta y medio dormida a su lado, cuando unos sonidos procedentes de los límites del campamento llamaron su atención. El golpeteo de cascos de caballos, el tintineo de los arneses; levantó los ojos y vio que un grupo de hombres montados en chímelos había surgido de la oscuridad y desmontaba cerca de la alta tienda de seda. Grimya se puso tensa mientras olfateó el aire; pero entonces les llegó la voz de Vasi a través de la corta distancia que mediaba entre ellos, y ambas se tranquilizaron al escuchar el insulso y vagamente congraciador tono de bienvenida de su voz. La loba regresó a su somnolencia, pero Índigo continuó observando durante algunos minutos cómo las siluetas de los recién llegados se reunían alrededor del fuego de Vasi y se sentaban, inmersos, al parecer, en animada conversación. Supuso que lo más probable era que fuesen falorim. Los orgullosos, autosuficientes y serenos nómadas de una u otra manera conseguían sobrevivir en el hostil desierto situado tierra adentro del que habían tomado el nombre. Consideraban a los habitantes de la costa como seres débiles y degenerados, pero esto no impedía que comerciaran con cualquiera si podían ganar algo con ello, y aunque no hablaban el mismo idioma que Vasi, el lenguaje de los signos del trueque era universal. Sin duda se lo pasarían regateando, y beberían hasta bien entrada la noche, e Índigo bostezó, perdiendo ¡interés. Las transacciones no eran cosa suya, y mañana se pondrían en marcha muy temprano; lo mejor era seguir el ejemplo de Grimya y dormir un poco.

Terminó su comida, enjuagó plato y cuchillo en uno de los cubos de agua dispuestos para este propósito, y se volvió hacia la pequeña tienda que compartía con la loba. Pero antes de que pudiera apartar el faldón y deslizarse a su interior, se vio alertada por una voz que pronunciaba su nombre, y al alzar la cabeza descubrió a alguien, irreconocible en la oscuridad, que se dirigía con prisa hacia ella. Suspiró y se puso en pie para ir a su encuentro.

Se trataba de Vasi, y parecía agitado. Le besó la mano según era costumbre en el este, aunque no era más que una cortesía, sin la exagerada ostentación de siempre.

—Índigo, te pido disculpas por molestarte, pero necesito extraordinariamente de tus servicios. —Echó una rápida mirada por encima del hombro, inquieto—. Tenemos visitantes, van grupo de falorim, y parece poseer información urgente; pero me es imposible entender lo que dicen. ¿Puedes ayudarme?

—Si, desde luego. Iré enseguida.

Sin un motivo que pudiera percibir, algo se agito en lo más profundo de su mente; una veloz y cortante sensación de incertidumbre: y percibió el rápido destello telepático de la curiosidad de Grimya.

Vasi se apresuró a su lado mientras ella avanzaba a grandes zancadas hacia la tienda con Grimya detrás. Al acercarse a las figuras reunidas junto al fuego, Vasi posó una mano sobre su brazo, obligándola a ir más despacio.

—Me perdonarás, espero, por mencionar esta cuestión, pero... los falorim no son lo que uno podría considerar personas ilustradas. Adoptan unas actitudes muy peculiares con aquellos que consideran extranjeros, y un código de comportamiento estricto y formal. También tienen una tendencia a considerar a las mujeres de forma muy parecida a como consideran a sus chímelos. —Se encogió de hombros a modo de disculpa, e Índigo sonrió con cierta malicia.