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«No lo sé, Grimya. Pero tengo una intuición de que la verdad no está exactamente en la dirección que ella cree. Dijo, si lo recuerdas, que dos acontecimientos sucedieron en la época en que las fiebres empezaron: el nacimiento de Jessamin y la llegada de los invasores.»

Grimya comprendió.

«¿Entonces tú crees que estos sucesos tienen algo que ver con el demonio más que con Infanta?»

Eso era precisamente lo que Índigo pensaba. Y si tenía razón, entonces Phereniq, al contarle a Augon Hunnamek sus sospechas, podría de forma involuntaria facilitar el

catalizador que habían estado esperando durante tanto tiempo...

Y eso, comprendió, los colocaría no sólo a ella y a Grimya sino a todo Khimiz en el mayor de los peligros.

«No está aquí.»

Grimya se volvió desalentada para mirar a Índigo al tiempo que le transmitía su mensaje, Índigo se detuvo, y contempló con atención la gran escalinata que conducía al Templo de los Marineros, que centelleaba cegadora bajo el brillante sol. Y allí, en medio de la constante multitud, estaban los vendedores ambulantes y las echadoras de cartas y los vendedores de ofrendas, y Karim no estaba entre ellos.

Dio un paso en dirección a las escaleras, pero se detuvo de nuevo ya que era un gesto inútil; una mayor proximidad no haría que el mago ciego apareciera milagrosamente de la nada. Grimya, que trotaba a su lado, sugirió:

«Puede que no haya venido aún. Ayer, cuando lo vimos, el sol estaba más bajo.»

—Tiene que venir.

Varias cabezas se volvieron curiosas, y la joven se dio cuenta de que había hablado en voz alta. Cambió deprisa al lenguaje telepático.

«¡Tiene que venir, Grimya!»

Empezó a subir la escalinata y se detuvo para mirar fijamente a cada vendedor a medida que pasaba junto a ellos, recibiendo miradas inquietas como respuesta, sin ver nada que le resultase familiar. En la parte superior de la escalinata, sobre la amplia terraza de losas que se extendía frente al templo, una compañía de malabaristas demostraba sus habilidades ante un público atento; Índigo pasó rápidamente junto a ellos en dirección al ornado edificio que se alzaba más allá, sintiendo que algunas gotas de las gigantescas cortinas de agua le salpicaban brazos y rostro. En su mente repetía furiosa el nombre de Karim, apenas si se contenía para no gritarlo en voz alta llena de frustración. Pero él no estaba allí.

Entonces, de pronto, cada uno de sus sentidos volvió a la realidad al divisar un rostro en la puerta del templo. La figura estaba entre las sombras del gran portal, y los reflejos del agua del estanque de la entrada jugueteaban sobre sus facciones y las distorsionaban. Pero los ojos la miraban burlones, y el cabello que le caía sobre los ojos lanzó un destello plateado al caer sobre él un fugitivo rayo de luz. Y la boca sonreía, mostrando los pequeños y salvajes dientes nacarados de un felino malintencionado y perverso.

«¡Indigo!»

El grito mental de Grimya se articuló en un gañido que! sobresaltó a las personas que tenía cerca, y el animal echó J a correr tras ella cuando Índigo se precipitó hacia el templo. Un reflejo, nada más que eso, hizo que Índigo se quitara los zapatos justo antes de meterse en el estanque; en un instante dejó atrás el agua y emergió en el enorme, fresco y tranquilo interior del templo.

La atmósfera del templo la golpeó como un mazazo y la detuvo en seco. Las figuras se movían en la tranquila penumbra mezclándose peregrinos y sirvientes del templo; respirando con fuerza, miró a su alrededor, pero la figura de cabellos plateados había desaparecido. Sin embargo no le cabía duda, la menor duda, en cuanto a su identidad.

Némesis. Su alter ego, su demonio personal, la maligna criatura que, tantos años atrás, se había enfrentado a ella en la Torre de los Pesares y se había reído llena de satisfacción ante la locura cometida por la muchacha. Una rabia ciega empezó a hervir en Índigo. Tanto tiempo manteniendo a raya a Némesis y su influencia, para de repente verla alzarse como un repugnante fantasma salido de la tumba para burlarse de ella. No dejaría que la ridiculizaran, no se burlaría de ella; y mucho menos en aquel lugar sagrado.

Grimya no había penetrado en el templo, sino que permanecía al otro lado del estanque e intentaba establecer contacto mental, Indigo no le hizo caso, y tras recuperar un poco de su autocontrol, empezó a andar despacio hacia el enorme altar en forma de barco que se alzaba fantasmagórico sobre su cabeza. Encontraría al demonio. Aunque tuviera que desmontar el templo con sus propias manos, lo encontraría. Y cuando lo hiciera...

—¿Puedo seros de ayuda, señora?

La voz la devolvió a la realidad con un sobresalto. Al volverse, Índigo vio a un hombre de mediana edad y rostro agradable, vestido con la túnica verde mar de los sirvientes del templo. Le sonreía con amabilidad y extendió una mano para sostenerla, ya que parecía como si fuera a perder el equilibrio. Ella lo miro desconcertada.

—¿Visitáis el templo por primera vez? —Su voz era tranquilizadora, suave—. El altar puede tener a menudo un efecto inquietante sobre aquellos que no lo han visto antes. Nos gusta pensar que el aliento de la Madre del Mar puede sentirse incluso en una casa construida por la mano del hombre.

Ante su amable sinceridad la furia de Índigo se desmoronó en pequeños fragmentos que ya no pudo recuperar.

—Gracias —dijo con voz temblorosa—, pero enseguida estaré bien. El sol, creo; el contraste. Me...

En el mismo borde de su campo visual, vio un centelleo plateado a la entrada del templo.

La excusa murió en su garganta. Perplejo, el hombre se quedó mirándola mientras la joven corría en dirección a las puertas.

«Grimya, ¿dónde está? ¿Adonde fue?»

Índigo tuvo que hacer un soberano esfuerzo para no aullar su pregunta en voz alta al tiempo que se detenía tambaleante frente al estanque. Las orejas de Grimya estaban echadas hacia atrás, los pelos de su lomo erizados, la boca abierta mostrando los colmillos mientras, también ella, contemplaba con atención el soleado día en el que la impávida multitud seguía con su rutina diaria.

«¡Lo he visto!» Una furia impotente ardía en Índigo. «Estaba aquí, y luego...»

«No he visto nada», le informó la loba, deprimida, «pero lo he notado pasar. Una sensación fría, como el viento invernal de mi tierra, pero no he podido agarrarlo, no he podido seguirlo. Se ha ido, Índigo. Y no sé adonde.»

Índigo creyó escuchar en su mente un eco de la burlona risa de Némesis. Desvió la mirada de la brillante escena que se desarrollaba ante sus ojos y la clavó en el estanque del templo. Deslumbrada por la luz del sol, unas imágenes danzaron ante sus ojos y se los frotó con fuerza.

Y vio, distorsionada por las sombras de las flores que flotaban en el agua, una absurda forma angular que relucía en el suelo del estanque.

La lógica le dijo que no debía de ser más que algún pequeño objeto que un peregrino descuidado hubiera dejado caer, pero, instintivamente, Índigo supo que no era así. Se inclinó, hundió el brazo hasta el codo en el agua, y sacó de ella aquel objeto reluciente; luego, mientras el agua se deslizaba sobre su plana superficie, se lo mostró a Grimya sin pronunciar palabra.

Era una carta de las usadas para decir la buenaventura. El dorso carecía de adornos, pero estaba pintado de color plata y relucía a la luz del sol. La cara de la carta mostraba el mar de noche: la reluciente y fantasmal corona de una luna llena en eclipse brillaba sobre un oscuro y sombrío oleaje, y de ese oleaje se elevaba una pesadilla viviente, ondulante, convirtiendo las olas que la rodeaban en un revuelto caos.