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A Índigo no se le pidió que asistiera; pero a Luk, ante su sorpresa y contrariedad, sí.

—Él es el cabeza de familia ahora que su papá no está —indicó Hild mientras ayudaba a Índigo a escoger el traje de Jessamin para la ocasión—. Y ahora ya ha crecido, es casi un hombre. Es evidente que tener que empezar a hacer estas cosas, incluso aunque no gustar.

—Pero esto es tan repentino... —repuso Índigo—. No lo comprendo.

Hild se golpeó un lado de la nariz con un dedo.

—Escucha qué digo: algo se trama. Si no, ¿por qué llama el Takhan a tantos consejeros y nobles con esta precipitación, eh? ¿Por qué no esperar mañana o pasado? Algo ha pasado. ¡Espera y verás!

No podía hacer mucho más, ya que los criados de palacio, que por lo general sabían las últimas noticias mucho antes de que efectuaran los anuncios oficiales, no tenían ni idea del motivo de tan repentino e inesperado acontecimiento. Cuando Jessamin se hubo marchado, acompañada por toda una escolta real, Índigo pasó una noche llena de desasosiego mientras jugaba a las cartas con Hild e intentaba no especular sobre lo que pudiera estarse cociendo. Desde su ventana podía divisar el reflejo de las luces de la sala de banquetes; a medianoche seguían encendidas todavía, y Hild, luego de protestar por la hora en que la Infanta hubiera debido de acostarse, admitió su derrota y se retiró a su habitación. Grimya dormía; y también Índigo dormitó en su sillón, hasta que el sonido de la puerta que se abría la despenó con un sobresalto.

Era Jessamin. Se detuvo indecisa en el umbral; luego, al ver que Índigo se enderezaba en su asiento, fue corriendo hacia ella.

—¡Índigo! —Su rostro estaba ruborizado, y aparecía muy hermoso de forma desconcertantemente adulta—. ¡Oh, me lo he pasado estupendamente!

¡Chera!—Índigo la abrazó con fuerza—. ¿Qué hora es? ¡Debe de ser muy tarde!

—¡Lo es, y resulta tan excitante! —Jessamin corrió a la ventana y miró por ella—. Están apagando las farolas ahora. ¡No me he ido hasta el final de la fiesta! ¡Y he bailado... he bailado todos los bailes con chero Takhan! Índigo, ¿sabes lo que ha sucedido?

Una premonición, como una pesada y fría piedra se alojó en el estómago de Índigo.

—No —dijo—. ¿Qué ha sido, querida?

La Infanta se volvió para mirarla, sus ojos color de miel rebosantes de excitación.

—¡No tendré que esperar hasta tener doce años para convertirme en Takhina! —anunció jubilosa—. ¡Me casaré con chero Takhan cizaño que viene, el día de mi undécimo cumpleaños! ¡Oh, Índigo: ¿no es eso maravilloso .

Augon Hunnamek estaba de pie frente a la ventana de sus aposentos privados. Por una vez las cortinas estaban descorridas, y miraba al otro lado de su patio en dirección al gran salón, donde los criados iban de un lado para otro como hormigas silenciosas desmontando los últimos adornos que quedaban de la fiesta. Otros criados, sus doncellas y ayudas de cámara personales, se apresuraban por la habitación a sus espaldas; preparaban su cama, extendían su camisa de dormir, iban a buscar pasteles y vino por si se despertaba durante la noche y deseaba comer algo. El lecho mismo aparecía prístino y vacío; esta noche no deseaba una concubina que calentara sus sábanas y despertase sus instintos, sino que prefería estar solo.

Saboreó sus pensamientos sobre la decisión que había tomado tras lo que Phereniq le revelara. Los augurios para el gran día no podían ser mejores. Phereniq había terminado sus cálculos y se los había llevado a primera hora de la tarde; y a él le habían parecido intensamente halagüeños. Un día de gran triunfo, eso era lo que decían los astros; para él, para la Infanta y para Khimiz. Un día poderoso, del despertar de un nuevo poder, poder suficiente para contrarrestar la malevolencia de la conjunción astral que amenazaba con malograr la joven vida de la Infanta. Para cuando el Devorador de la Serpiente se alzara en el firmamento, Jessamin y su nuevo señor se habrían unido, y el poder de Augon sería más que suficiente para mantenerla a salvo de todo mal.

Sin darse la vuelta siquiera, hizo chasquear los dedos, una señal para que los criados se fueran. Pudo percibir cómo salían haciendo reverencias, y supo instintivamente cuándo el último de ellos se hubo marchado. Entonces devolvió toda su concentración a la oscura y tranquila escena del exterior.

Jessamin lo había besado antes de partir con su escolta para regresar a sus aposentos. El beso de una criatura, pero tan espontáneo y lleno de adoración como el de la amante más ardiente; y Augon sintió un calorcillo de satisfecho triunfo recorrer todo su cuerpo, como si se tratara del efecto de un buen vino. La niña era muy joven y maleable, una tela virgen a la espera de la primera pincelada del artista experto. Con su arte la educaría, la moldearía a su forma de ser y a sus deseos; mientras aprendía a complacerla devolvería la ilusión a su saciado paladar. Y más que eso. Mucho más. Ya que, despacio pero con firmeza, la niña empezaba a despertar algo más en él; algo que había enterrado hacía mucho tiempo y que había intentado olvidar, creyendo que estaba fuera de su alcance.

Jessamin. Ya era casi lo bastante mujer para él. Y pronto, más pronto de lo que en un principio había pensado, la poseería...

Esta vez no hubo nada que estorbara a Índigo y a Grimya cuando abandonaron el palacio a primeras horas del día siguiente. Y mientras recorrían a buen paso las silenciosas calles, los pensamientos de Índigo giraban como un torbellino en su interior.

Seis meses. Ese era todo el tiempo que le quedaba antes de que Jessamin se viera casada con Augon Hunnamek. Seis meses; y carecía de aliados, de pistas. Leando y Mylo seguían aún en las Islas de las Piedras Preciosas, y Karim, el futuro de Karim resultaba ahora muy incierto. La decisión de Augon de cambiar la fecha de la boda sólo podía haber sido inspirada por las revelaciones de Phereniq; por lo tanto, debía de conocer la existencia del mago desaparecido, y existían todas las posibilidades de que ya se hubiera iniciado su búsqueda. Tenía que establecer contacto con Karim; la urgencia se había convertido en un imperativo absoluto. Si ello significaba esperar en el Templo de los Marineros desde el amanecer hasta el anochecer, hasta que Karim apareciera, Índigo lo haría con tal de encontrarlo.

Atravesaron aprisa los bazares, ignorando los halagos de los mercaderes, buhoneros y echadoras de cartas que andaban ya por las calles con la esperanza de conseguir clientes de buena mañana, y fueron a salir al deslumbrante espacio abierto que era el paseo del puerto. Pero cuando el Templo de los Marineros apareció ante su vista Índigo tuvo que hacer grandes esfuerzos para no correr. Entonces, cuando la plaza se abrió ante ellas, la joven se

detuvo en seco.

Karim estaba allí, en la escalinata del templo. Por un momento apenas si se atrevió a creer en sus ojos, temiendo que se tratara de un error, de una ilusión. Pero el ladrido excitado de Grimya, y el telepático torrente de apasionado reconocimiento que le llegó desde la mente de la loba, fueron toda la confirmación que necesitaba. Corrieron por el paseo enlosado y subieron las escaleras, hasta detenerse frente al ciego.

—Karim... —La voz de Índigo estaba llena de tensión y alivio a la vez.

Karim levantó la cabeza. Aunque no podía verla, ella tuvo la inquietante impresión —no por primera vez— de que la reconocía al instante. Parecía sorprendido, pero no sobresaltado.

—¿La dama Índigo?

Ella se agachó de inmediato junto a éclass="underline" no había tiempo para preámbulos.