No hablaron mientras atravesaban el templo. Varios pequeños grupos de peregrinos elevaban sus miradas hacia el altar mientras los siempre presentes sirvientes del templo revoloteaban discretamente en segundo plano; pasaron junto a ellos, y por último se detuvieron a la sombra de la popa de la enorme nave, que les ofrecía suficiente intimidad.
—Diosa Omnipotente...
Índigo necesitaba articular las palabras, para aliviar un poco su tensión. Luego, cambió al lenguaje telepático.
«¿Qué vamos a hacer ahora, Grimya! Karim nos ha llevado muy cerca de la verdad, pero todavía no es suficiente.»
«Por mucho que lo intentes, no lo convencerás de que nos diga todo lo que sabe», repuso Grimya, con pesimismo. «Tiene demasiado miedo. Creo que su instinto sabe, incluso aunque su mente no lo sepa, qué es aquello contra lo que luchamos.»
«Sí: pero no comprende su auténtica naturaleza.» Índigo empezó a pasear despacio, contemplando sin ver los dibujos de las losas de mármol. «Si tan sólo confiara en nosotras, de modo que pudiéramos combinar lo que sabemos, y...» Se interrumpió y sacudió la cabeza, comprendiendo que no ganaría nada quejándose. «No sé qué pensar, Grimya, y mucho menos cómo actuar para que todo vaya bien.»
«Me parece que debemos hacer Lo que nos ha pedido, e intentar hacerle llegar un mensaje a Leando», repuso Grimya. «Resultará difícil. Pero puede ser nuestra única posibilidad.»
«Tienes razón.»
Índigo vio cómo un grupo de visitantes iba a cruzarse en su camino; se dio la vuelta y empezó a regresar a la sombra del altar.
«Pero ¿cómo avisar a Leando sin alertar a los otros? Ése es el problema que no puedo resolver. Si tuviera que navegar yo misma basta las Islas de las Piedras Preciosas lo haría, pero eso es tan imposible como enviar una carta que lleve un mensaje lo bastante explícito. ¡GranMadre, no sé qué hacer!»
Grimya dijo entonces:
«Índigo...»
Pero ella estaba preocupada, y el repentino cambio en el tono de voz de la loba no quedó registrado en su mente. Entonces el animal la llamó de nuevo, e Índigo se detuvo y se dio la vuelta. Grimya no la había seguido, sino que permanecía inmóvil, con los ojos fijos en el otro extremo del templo.
—¿Grimya? —preguntó Índigo, en voz alta—. ¿Qué sucede?
«En este mismo instante acabas de mencionar a la Gran Madre», respondió Grimya. «Meparece que te ha escuchado.»
Contemplaba a un pequeño grupo que acababa de penetrar en el templo. Habían entrado riendo y hablaban con voces estridentes; una reacción nerviosa que se provocaba a menudo en aquellos que veían el altar por primera vez; pero, a medida que se adentraban, sus voces se fueron apagando hasta convertirse en impresionados murmullos. Por sus ropas, Índigo los reconoció como marineros davakotianos; probablemente la tripulación de alguna nave escolta que atracaba por primera vez en Simhara.
Y entonces vio que casi todos eran mujeres, y que entre ellas había una mujer menuda, robusta y de aspecto severo con los negros cabellos muy cortos y un diamante incrustado en cada mejilla.
Había cambiado, había envejecido: pero no podía haber el menor error. Era Macee, la antigua amiga de Índigo y capitana del Kara-Karai.
CAPÍTULO 17
—¡Todavía no puedo creerlo! —Macee golpeó con su copa sobre la mesa e hizo que cuchillos y platos se pusieran a bailar y también que se volvieran varias cabezas en la atestada taberna—. ¡Diez años y tienes exactamente el mismo aspecto! —Lanzó un cloqueo, y tiró de un mechón de los cabellos de Índigo—. ¿Dónde están las nuevas canas, eh? No como yo: ¡cinco temporadas más y tendré todos los cabellos blancos, y tengo tantas líneas en el rostro que le produciría pesadillas a un cartógrafo! —Tiró hacia abajo de la piel de su rostro con la ayuda de dos dedos, torciendo su expresión de forma cómica—. ¡Fíjate en esto! Así que vamos, ¿cuál es el secreto? ¿Dónde está esa fuente de la eterna juventud que le ocultas a la vieja Macee?
Índigo vació su copa, y no protestó cuando Macee volvió a llenar las dos. Ambas habían bebido una buena cantidad de vino, pero la capacidad de aguante de Macee para la bebida era legendaria, mientras que Índigo, como parecía suceder siempre últimamente, había permanecido totalmente sobria.
Hasta ahora no había habido posibilidad de discutir la cuestión que precisaba ser atendida con urgencia. La hospitalidad davakotiana no se ofrecía jamás a la ligera y no era aconsejable rehusarla; de modo que, cuando tras los primeros incrédulos saludos Macee había insistido en celebrar su reencuentro en una de las mejores posadas del puerto, Índigo no había vacilado en aceptar. El resto de la tripulación del Kara-Karai se había unido a ellas durante la primera hora, pero habían regresado a su visita de la ciudad y dejado solas a las dos amigas. Macee quería saberlo todo sobre la vida de Índigo en Simhara, y hubo gran cantidad de chanzas bien intencionadas sobre la riqueza y la debilidad y las elecciones fáciles. Pero la vieja llama de la camaradería seguía allí, e Índigo se sentía optimista sobre las probabilidades de conseguir su ayuda.
Sólo deseaba que Macee no siguiera refiriéndose al hecho de que no había envejecido. Resultaba evidente que la menuda mujer estaba desconcertada; cada dos por tres introducía una sutil pero exploratoria pregunta, y aquellas constantes referencias empezaban a poner nerviosa a Índigo.
—La verdad es que estás hecha un palo —observó Macee, después de tragarse la mitad del contenido de la copa que acababa de llenarse de un solo trago—. ¿Qué te dan de comer en ese palacio?, ¿sesos de chimelo azucarados? —Se echó a reír ante la ocurrencia—. No me imagino a Grimya aceptándolo de buen grado. ¿Adonde ha ido, por cierto?
Índigo había visto cómo la loba se escabullía discreta por la puerta pocos minutos antes; el ruido, los olores y la sensación de confinamiento de la taberna no le gustaban nada.
—Regresará cuando le parezca —respondió.
El posadero se acercó a su mesa en aquel momento, pizarra en mano, para preguntarles si querían algo de comer. Tras considerarlo detenidamente, Macee pidió comida suficiente para satisfacer a la mitad de la tripulación de un barco, y cuando se la trajeron empezó a comer con voracidad, instando a Índigo a hacer lo mismo, Índigo no tenía hambre —Macee había estado en lo cierto al decir que estaba delgada, ya que últimamente apenas si tenía apetito— pero hizo un esfuerzo, y durante un rato, el silencio medió entre ambas.
Por fin Macee se echó hacia atrás en su silla, se limpió la boca y lanzó un sonoro y satisfecho suspiro.
—Lo necesitaba. —Sonrió a Índigo, sentada al otro lado de la mesa—. Tres meses en el mar, y uno acaba por olvidar el sabor de la auténtica comida. Y del auténtico vino. — Levantó la botella, descubrió que estaba vacía, y la volvió a dejar sobre la mesa encogiéndose de hombros con resignación—. Así pues, vieja amiga, ¿no podré persuadirte de que abandones tu sinecura y navegues de nuevo en el Kara-Karai, ¿ni por los viejos tiempos?