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Entre el invierno de Simhara y los largos meses de hielo, nieve y feroces tormentas con los que había crecido Índigo en las Islas Meridionales, mediaba todo un abismo. Aquí, el cambio de las estaciones era sutil y poco perceptible; gran parte del exuberante follaje se cubría de una pátina dorada y se desprendía de sus hojas marchitas, pero aun aquellos días más cortos resultaban agradablemente benignos, sin apenas otra cosa que la ocasional insinuación de un viento helado procedente de los predominantes vientos del sur. Y al llegar el solsticio de invierno, cuando incluso al mediodía Carn Caille se veía iluminado tan sólo por un vago y espectral reflejo del sol situado bajo la línea del horizonte, empezaban a aparecer nuevos brotes en los árboles y arbustos de Simhara, y los jardines del palacio se llenaban de flores.

Para los khimizi la celebración del cambio de año era un gran acontecimiento, y aunque los festejos eran muy diferentes de las prácticas de las Islas Meridionales que conociera en su infancia, Índigo siempre disfrutaba con aquellas fiestas anuales; se cocinaban y comían de forma ceremonial alimentos especialmente preparados para la celebración, se adornaban aposentos y calles, había canciones y bailes y representaciones que tenían lugar en honor de la Madre de la Tierra y del Mar. Pero este año, parecía que su regocijo se vería amargado ante la revelación de que el regalo de la Madre de un sol renacido iluminaría la resolución definitiva de su mayor esperanza y más profundo temor.

No habían llegado noticias todavía del Kara-Karai. Índigo había intentado no contar los días que habían transcurrido desde que Macee había partido en su misión, pero en su subconsciente existía una renovada noción de que el tiempo pasaba y cada vez les quedaba menos. Los preparativos para la boda del Takhan iban ya muy avanzados, y apenas si transcurría un día en palacio en que no se hiciera alguna mención al matrimonio; una nueva golosina inventada para el banquete, una nueva diversión ideada para los festejos. La misma Jessamin estaba llena de ansiedad, muy excitada, inocente e ignorante por completo de lo que le esperaba. E Índigo, a menudo acompañada por un cada vez más tenso y taciturno Luk, iba ahora al gran templo del puerto siempre que tenía oportunidad, para orar en silencio y con fervor por el regreso de Leando.

Por fin acabaron las celebraciones del solsticio de invierno. A pesar de sus dudas anteriores, Índigo se había visto enredada en la alegría y la jarana, lo cual le había permitido olvidar por un tiempo el temor y la frustración que acechaba en su subconsciente. Pero ahora que la distracción había desaparecido, con cada nuevo día tenía que enfrentarse al cada vez más evidente hecho de que el Kara-Karai se retrasaba demasiado.

En un principio había sido fácil dejar de lado aquella machacona preocupación. Los vientos y las corrientes eran caprichosos; ni siquiera el mejor de los capitanes de barco del mundo podía calcular más que de forma vaga la duración de una travesía. Y había además otras consideraciones igualmente válidas: Macee podría haber tenido dificultades para ponerse en contacto con Leando; e incluso, si se tomaba en cuenta el tiempo que le llevaría convencerlos de la urgencia de su mensaje, Leando y Mylo no podían simplemente abandonar sus puestos y zarpar en la siguiente marea. Existirían formalidades, historias que urdir para acallar sospechas, arreglos que hacer. Necesitaban tiempo.

Pero cuando hubieron transcurrido casi cinco meses y seguía sin haber señal de la nave davakotiana, toda la lógica razonada del mundo no era suficiente para contrarrestrar la terrible seguridad de Índigo de que algo había ido mal.

La primavera se acercaba a Khimiz, y con ella la primera de las mareas equinocciales que atravesaban el golfo de Agantine como una temible pero benevolente purga, que limpiaba las rutas marinas de los detritus de la estación de la calma y traía vientos y corrientes más puros y poderosos a las costas. El fervor de la nueva estación estaba presente en toda Simhara, y, subrayándolo, existía una corriente de fresco entusiasmo a medida que el día del más magno acontecimiento desde la entronización de Augon Hunnamek se acercaba más y más. Faltaba ahora poco más de un mes y los augurios intervenían en la atmósfera general de anticipado regocijo; ya que, al contrario del patrón seguido en el pasado, hasta ahora no se había producido un resurgimiento de las pesadillas que por lo general se iniciaban en esa época, ni señal de las fiebres y pequeñas plagas que las habían acompañado. Al parecer, la pauta se había roto.

Y entonces, como si algo hubiera estado aguardando, riendo a escondidas aquella calma, el Kara-Karai —o más bien lo que quedaba de él— regresó a Simhara.

La noticia del desastre llegó desde los muelles después tic una noche de arrolladores vendavales y una marea particularmente fuerte. Hild, como de costumbre, fue uno de los primeros habitantes de palacio en enterarse, y, con una expresión de pesimista fruición en el rostro, entró en la habitación de Índigo mientras ésta desayunaba, Índigo tenía ojos de sueño, medio dormida todavía, y tardó algunos segundos, mientras Hild iniciaba su relato, en comprender realmente lo que quería decirle. Pero cuando lo hizo, dejó bruscamente su

taza de tisana sobre la mesa al darse cuenta de que su mano empezaba a temblar.

—Hild, ¿qué barco era ése? ¿Qué es lo que dices?

Hild se mostró ligeramente ofendida.

—¡Intento explicarlo, pero no escuchas!

Por fortuna, los naufragios eran bastante raros en el golfo de Agantine y la niñera estaba decidida a sacarle el mayor provecho posible a este .dramático suceso.

—Como he dicho, el barco no estaba hundido, pero sí a punto de hundirse, y cómo llegó a puerto otra cosa no es que un milagro de la Madre del Mar.

—Pero ¿Qué barco? —Índigo empezaba a sentir una sensación de mareo—. ¿Cuál era su nombre?

Hild, sin hacerle caso, siguió hablando:

—¿Y sabes qué? Dicen que fueron peces los que lo hicieron, grandes peces de la bahía.

Se inclinó hacia adelante, conspiradora—. ¡Ballenas, o cosas aún peor!

Índigo la miró fijamente mientras el mareo se convertía en náuseas.

—Las ballenas no son peces —se oyó decir—. Y no atacan a los barcos.

Y pensó: «Pero otras cosas podrían hacerlo...».

—Bueno, si fue o no fue un pez, salió del mar. ¡Oí al mayordomo del Takhan cómo lo decía en persona!

No podía tratarse del Kara-Karai, se le ocurrió a Índigo: no podía, no debía...

—¡Hild, por favor! —Apretó los puños en un intento por contener su frustración—. ¿Cuál era el nombre del barco?

Hild se encogió de hombros.

—¿Cómo puedo saber? Pero todo va bien; no era de Simhara, de modo que no hay mucha necesidad de inquietarse. Una de las pequeñas naves ésas, las que van con los grandes convoys.

—Gran Madre... —Índigo empujó hacia atrás la mesa y casi volcó la taza de tisana mientras se ponía en pie; y Grimya dio un salto tras ella, con las orejas pegadas a la cabeza.

¡A-na! ¿Qué te sucede, Índigo? —La llamó Hild mientras la muchacha se dirigía a la puerta a toda velocidad con la loba pisándole los talones—. ¿Qué haces?

El golpe de la puerta al cerrarse tras Índigo fue su única respuesta.

Al igual que si penetraran en un laberinto, les fueron llegando más y más retazos de información mientras se apresuraban en dirección al puerto. Piratas, decía un rumor; un huracán, advenía otro. Dos buques de guerra de las Islas Meridionales, de los cuales sólo uno había conseguido llegar con dificultad a puerto para contar lo sucedido. La nave escolta de un convoy separada de sus compañeras en la niebla y hundida en unas rocas que no figuraban en los mapas. Pero, poco a poco, un hilo firme empezó a atravesar todos aquellos relatos contrapuestos y los hechos reales empezaron a emerger. Era un barco davakotiano. Gran pérdida de vidas. Y lo había atacado algo que surgió del mar.