El puerto estaba alborotado. Gran número de personas, atraídas como moscas a la miel por la alarma, atestaban los muelles. Observaban, especulaban, chismorreaban, Índigo se dedicó a detener gente al azar, y sus desesperadas preguntas le facilitaron más información. Al parecer había habido un intento de rescate. Otro navío davakotiano había zarpado en
respuesta a la bengala de socorro del barco atacado, y, gracias a los esfuerzos de su capitán y tripulación, había algunos supervivientes del naufragio, Índigo y Grimya se abrieron paso entre la multitud, y cuando por fin emergieron, desaliñadas, en el malecón barrido por el viento, Índigo vio el casco negro y amarillo y el belicoso morro de un barco escolta davakotiano que se balanceaba y bamboleaba en sus amarras sobre el fuerte oleaje.
El Sivake. Este debía de ser... Índigo corrió hacia el muelle y se detuvo junto a la plancha del barco, resbalando sobre la piedra húmeda, luego miró con desesperación a un extremo y a otro de la nave. No había nadie en cubierta: hizo bocina con las manos, y gritó, en el idioma davakotiano que Macee le había enseñado, llamando al capitán, al contramaestre, o a cualquiera. La gente se volvió, curiosa; de entre la masa de gente un hombre con el brillante fajín de oficial de aduanas hizo su aparición y se dirigió hacia ella deprisa. Mientras se acercaba, una cabeza apareció en la cubierta de escotilla, y un hombre atezado, fornido, de mediana edad y de negros cabellos muy cortos y en punta, salió a cubierta. Llevaba una pequeña esmeralda incrustada en cada mejilla, justo debajo de los ojos, y su expresión era desconfiada y adusta.
—¿Qué queréis? —gritó en mal khimizi—. He dicho todo lo que hay que decir más de cinco veces, ¡maldita sea! ¡No hay nada más que pueda contaros!
El oficial de aduanas se abatía ya sobre ella; gesticulaba enojado y le hacía señas para que se alejara. Rápidamente y llena de desesperación, Índigo se dirigió al capitán en davakotiano, y tan pronto como mencionó el nombre de Macee y le habló de su relación, la expresión del hombre cambió de inmediato.
—¿Estuvisteis con Macee? —Volvió la cabeza con rapidez en dirección al oficial y le hizo un gesto con ambos brazos para que se detuviera—. No hay problema, aduanero. ¡Dejad a la señora!
El oficial dio media vuelta, sacudiendo la cabeza con exasperación, y el davakotiano descendió con pasos ligeros por la plancha y saltó al muelle frente a Índigo.
—Amyxl, capitán del Sivake. —Inclinó la cabeza en un lacónico saludo formal—. ¿Os habéis enterado de lo del Kara-Karai?
Era la confirmación definitiva. Asintió, conteniendo la rabia.
—Macee... está...
—Macee está viva. Pero es una de los pocos supervivientes. Se han llevado a los supervivientes a algún lugar situado detrás del Templo de los Marineros, donde tienen doctores.
El Asilo de los Marineros, Índigo lo conocía; era una parte del recinto del templo: otra de las creaciones de Augon Hunnamek. Macee no podría estar mejor cuidada. Pero los otros...
—Vos fuisteis en su ayuda —dijo apremiante—. Por favor, debo saber lo que sucedió. Había pasajeros en el bario; dos, o quizá tres. No... se trataba de una comisión normal para el Kara-Karai.
—Ah. —Amyxl frunció el entrecejo—. Eso explica por qué no iba con un convoy. —Sus ojos la miraron con astucia pero a la vez con amabilidad— ¿Más amigos vuestros?
Índigo asintió.
—¿Y habéis visto los restos?
—No. Tan sólo he oído la noticia.
Amyxl siseó entre dientes.
—Entonces lo mejor será que le deis un vistazo por vos misma a lo queda del Kara-Karai. Está en la bahía, al sur de aquí; allí es a donde fue a encallar anoche. Bendita sea la Madre.
Índigo dirigió una involuntaria mirada en aquella dirección, aunque la enorme playa resultaba invisible desde aquella distancia.
—He oído que... que lo atacaron. No piratas, sino algo que... —no pudo terminar, y se volvió de nuevo hacia él en una silenciosa súplica para que lo negara.
El davakotiano clavó los ojos en sus propios pies. En un principio, la muchacha pensó que no le iba a contestar, pero tras algunos momentos pareció tomar una decisión.
—Mirad, señora —dijo—. Si os es de alguna ayuda, os llevaré yo mismo a la bahía, y podréis ver la verdad con vuestros propios ojos. —Levantó los ojos para encontrarse con los de ella de nuevo—. También os contaré lo que vi anoche, y podéis pensar lo que gustéis. Pero os diré esto ahora. No se qué atacó al Kara-Karai, pero en todos los años que llevo navegando jamás he visto nada capaz de hacerle eso a un barco.
—¿Eso...? —empezó Índigo, vacilante.
El capitán hizo una mueca.
—Será mejor que lo veáis por vos misma.
Un gentío mayor que el del puerto se había reunido sobre las dunas que bordeaban la playa. La marea retrocedía, y a poca distancia de las primeras hileras de furiosas olas yacía el Kara-Karai de costado, paralelo a la playa, con la parte posterior rota y las olas retumbando y barriendo sobre él. Allí donde la marea ya había bajado se veían desperdigados muchos restos del navío: palos, jarcias, restos desmenuzados de la balista del buque escolta. Los soldados patrullaban las dunas, manteniendo apartados a mirones y — macabro, pero inevitable incluso en la civilizada sociedad de Simhara— buscadores de recuerdos. Y un poco más abajo de la playa, dos hombres permanecían en posición de firmes, custodiando algo que yacía inmóvil sobre la arena.
Amyxl hizo un gesto con la cabeza en dirección a la distante escena que creaban los guardias.
—Si deseáis un indicio de lo que le sucedió al Kara-Karai —dijo sombrío—, id y mirad eso.
Índigo arrugó la frente, inquisitiva, pero él había vuelto el rostro hacia otro lado, y así pues, con Grimya silenciosa pero inquieta pegada a sus talones, empezó a atravesar la muchedumbre y bajó hasta la playa. Un soldado la interceptó, pero, al reconocerla, vaciló.
—Señora, no estoy muy seguro de que deba de permitiros...
La mentira afloró rápida a los labios de Índigo.
—Soldado, estoy aquí en nombre de la dama Phereniq, la astróloga del Takhan. No hubo tiempo para preparar la documentación apropiada; la dama Phereniq consideró que la cuestión era demasiado urgente para esperar.
—Muy bien, señora. —Estaba claro que no tenía la suficiente fe en su propia autoridad como para discutir—. Pero os aconsejaría que no os acercaseis demasiado.
—¿Por qué no?
El soldado miró impotente a Amyxl, que había llegado ya hasta ellos. Amyxl se encogió
de hombros sin comprometerse, y el hombre se dio por vencido.
—Como queráis, señora. —Se dio la vuelta y los condujo por la playa.
Incluso a medida que se acercaban más al bulto informe, resultaba muy difícil discernir ningún detalle. El objeto estaba rodeado por una delgada capa de agua que se había acumulado en la depresión formada por su peso, y a los ojos de Índigo parecía tan sólo otro pedazo de desecho del barco, quizás un fragmento de la madera del mástil, oculta en parte por una maraña de algas. Pero cuando el pequeño grupo se detuvo junto a aquello y los guardias retrocedieron, se dio cuenta de que no eran restos del barco y se giró a un lado con brusquedad, llevándose una mano a la boca en un esfuerzo por contener las ganas de vomitar en el mismo instante en que su cerebro registraba la verdad.