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El hombre no podía llevar muerto más que unas pocas horas, pero aun así el mar habría empezado ya a hinchar su cuerpo... si hubiera quedado algo más que no fuera tan sólo la piel y los huesos. Era como contemplar un saco vacío y viscoso, una parodia de pesadilla de un cuerpo humano, completo, pero fláccido, deshinchado, casi como si sólo tuviera dos dimensiones. Un remedo grotesco de un rostro la miraba, las cuencas vacías, nariz y labios aplastados, la mandíbula inferior sobresalía por entre una mejilla desgarrada, los dientes todavía intactos y aquí y allá algún que otro hueso le daba a la envoltura de piel una torturada apariencia de solidez. Ni en la peor de sus pesadillas, Índigo habría podido imaginar algo tan espantoso.

Una mano sujetó su antebrazo, y el capitán Amyxl la echó hacia atrás.

—¿Veis? —dijo, y su voz era fría como el hielo.

La muchacha se dio la vuelta tambaleante, Grimya había dado un paso hacia adelante para ver, pero Índigo se recuperó lo suficiente para extender una mano e impedírselo.

—¡No, Grimya! ¡No lo hagas! —Se secó la boca y sacudió con fuerza la cabeza antes de encontrarse con la pesarosa mirada del soldado—. ¿Quién era?

—No lo sabemos aún, señora. No ha sido posible... —Carraspeó, y desvió los ojos.

—Puedo deciros una cosa —intervino Amyxl—. Queda lo suficiente de sus ropas para demostrar que no era de la tripulación.

Algo se retorció en el interior de Índigo de repente, como un helado gusanillo en su estómago. No quería hacerlo, pero tenía que mirar de nuevo; y, reuniendo fuerzas, se volvió para mirar a la monstruosidad que yacía en la arena. Una voz en su interior le dijo no, no puedes juzgar, no puedes estar segura. Pero lo estaba. Había algo familiar en aquella espeluznante parodia de un rostro humano; y los pocos mechones de pelo que aún colgaban de la destrozada cabeza eran dorados como la miel con hilos de plata.

—¡Oh, Madre Poderosa!

Índigo se apartó tambaleante y empezó a vomitar con violencia sobre la playa. La playa giraba, se retorcía a su alrededor; cayó de rodillas, incapaz de conservar el equilibrio, sabiendo la verdad pero incapaz, incluso mientras la aceptaba, de aceptar también lo que significaba.

Aquel horror envuelto en algas que yacía sobre la playa aquella cosa a la que algo le había sorbido la carne y s órganos, era el cadáver de Mylo Copperguild.

Amyxl la llevó a una de las tabernas de la parte norte del puerto. Tenía que beber algo, le dijo, después de lo que ¡ había visto en la playa, y, en cuanto a él, su segunda visión del cadáver no había disminuido su sensación de repugnancia; deseaba quitarse la bilis que sentía en la garganta. Y mientras permanecían sentados a una mesa en un rincón tranquilo y la conmoción empezaba a alejarse de la mente de Índigo, el capitán le relató su historia.

El Kara-Karai, al parecer, se había acercado a Simhara poco después de la medianoche. La tormenta había hecho que la marea entrante resultase gigantesca, y una marinera que estaba de guardia en el Sivake se había visto alertada por un lejano destello de fanales de popa a proa en alta mar. La mujer había despertado a Amyxl —toda la tripulación del barco dormía a bordo, en espera tan sólo a que la tormenta amainara para ponerse en marcha de regreso a Davakos— y él había observado el intermitente centelleo, maldiciendo en silencio al capitán del desconocido barco por intentar entrar en puerto con aquel tiempo. Entonces la bengala de sulfuro para pedir socorro ardió en el cielo, y Amyxl había ordenado inmediatamente que todo el mundo fuera a sus puestos. Habían llegado Insta el Kara-Karai y lo habían encontrado inclinado de costado sobre las olas y medio hundido, el palo mayor hecho pedazos y la aterrorizada tripulación abandonaba mis puestos y saltaba —o caía— al embravecido mar. La tripulación del Sivake llevó el barco tan cerca como se atreví ó del navío naufragado, intentando recoger supervivientes: y entonces, dijo Amyxl, él había visto algo que no olvidaría hasta el día en que la Madre del Mar se lo llevara con ella. Una enorme forma fosforescente de un color gris plateado, que emergía del hueco dejado entre dos olas para alzarse sobre el navío destrozado. Algo parecido a una cola pero titánicamente macizo, se estrello contra la proa del Kara-Karai, haciendo que el Sivake girara sobre sí mismo, impotente, en los gigantescos remolinos provocados por aquella monstruosidad al hundirse de nuevo bajo la superficie.

—Una visión momentánea —dijo Amyxl, con los ojos clavados en su copa y como si contemplara un mundo signado más allá del polvoriento silencio de la taberna—. Fue todo lo que tuvimos de eso. Pero huimos. Recuperamos el control del Sivake, y los remeros avanzaron en dirección al puerto con toda la energía que les quedaba. —Se pellizcó el puente de la nariz, cerrando con fuerza los ojos por un instante—. No pudimos ni comprender lo que pasaba; sucedió tan deprisa...; y estábamos más preocupados por mantener el rumbo y buscar supervivientes. Siete. Esos fueron todos los que recogimos. Siete. El resto... sólo puedo rezar porque fuera el mar el que se lo llevara, Y no... eso.

Índigo repuso con suavidad:

—¿Podría haberse tratado de una serpiente?

—Quizá. —La voz de Amyxl sonaba llena de amargura y cautela—. Pero fuera lo que fuese, la Madre del Mar no creó esa abominación. —Levantó los ojos y los clavó en los de ella—. Todo lo que sé es que vi algo que en realidad no debiera de existir en este mundo. Y que muera en tierra firme si miento: ¡estoy asustado!

CAPÍTULO 20

Era casi mediodía cuando Índigo y Grimya regresaron al palacio. Amyxl se iba con la siguiente marea; el hombre temía que el desconocido horror de la noche anterior acechará todavía en la bahía, pero no tenía elección: él y su tripulación debían trabajar o morirse de hambre, Índigo deseó haberle podido contar la verdad: que el Sivake no corría el menor peligro. La serpiente monstruosa —no le cabía la menor duda ahora sobre su identidad— había hecho su trabajo, y no atacaría de nuevo.

Al menos, no de esa forma.

Después de despedirse de Amyxl, había ido al Asilo de los Marineros, pero su petición de poder ver a Macee había encontrado una amable pero implacable negativa. A los supervivientes del naufragio no se los debía molestar ni hacer preguntar hasta que se hubieran recuperado: no podían hacerse excepciones. Incluso al mismo Takhan, dijo el hermano del templo que atendió su ruego con expresión bondadosa, se le negaría el acceso para preservar el bienestar de los pacientes.

No obstante, el hermano se ablandó lo suficiente como para facilitarle alguna información. Las heridas de Macee eran de poca importancia; con buenos cuidados se recuperaría enseguida. Había habido siete supervivientes en totaclass="underline" el capitán, cinco miembros de su tripulación y un pasajero. No, no sabían el nombre del pasajero en el Asilo, ya que éste no estaba a su cuidado. Un comerciante khimizi, era lo que tenía entendido el hermano, al que se habían llevado a su propia casa en la ciudad.

Índigo se sintió dividida entre el horror y el agradecimiento. Dos muertos, pero uno todavía vivo: ¿Leando o Elsender? Apartó la pregunta de su mente, le dio las gracias al hermano, pidió que se le avisara a palacio cuando Macee estuviera en condiciones de recibir visitas, y se alejó triste mientras la puerta del asilo se cerraba.

Debiera ir a la mansión de los Copperguild. Debiera ir a pedir noticias, averiguar quién había sobrevivido y quién había muerto; sin embargo, le era imposible enfrentarse a las perspectivas de lo que pudiera oír. Cobardía, quizá; pero encontraba aquella desesperante incertidumbre más fácil de sobrellevar; ya que con la incertidumbre había lugar también para la esperanza.