Macee la interrumpió.
—Una serpiente —dijo categórica—. Fue una serpiente. Y si alguien te dice algo diferente, está mintiendo. —De repente su expresión se volvió feroz—. La gente anda diciendo que fue mi culpa. Dicen que la tormenta lo hizo encallar, y que la culpa es mía por intentar llevar el barco a la orilla. ¡Pero no es cierto! ¡Si nos hubiéramos mantenido alejados de la costa, nos habríamos hundido con todos los tripulantes y no habrían quedado ni los huesos para que los buscaran esos buitres con forma humana! Amyxl lo sabe... ¡pero incluso él no sabe ni una décima parte de lo que sucedió, ni una centésima.
Las manos de Índigo sobre las suyas se cerraron con más fuerza.
—¿Qué quieres decir?
Un terrible escalofrío recorrió el cuerpo de Macee.
—Nos sucedió de todo en ese viaje de regreso. Corrientes donde no debería haberlas habido; huracanes; niebla; falta de viento. Avistábamos ya el puerto, y esa abominación surgió del mar y atacó mi barco, y lo hizo pedazos, como si fuera leña. —Liberó con violencia sus manos de entre las de Índigo y golpeó con los puños apretados los brazos del sillón—. ¡No era posible! ¡Cosas así no existen! Era como... como algo conjurado mediante hechicería. O peor... como si fuera un demonio.
—¡Oh, Madre Todopoderosa...! —Las entrecortadas palabras salieron antes de que Índigo pudiera detenerlas—. Si lo hubiera sabido habría...
—¿Qué? —La voz de Macee la atravesó como una cuchilla afilada.
Índigo levantó la mirada y sus ojos se encontraron. La expresión de su rostro la delató; sus ojos mostraban un sentimiento de culpa, y Macee comprendió al momento lo que podía significar. Por un instante se produjo un silencio tenso, palpable. Entonces Macee dijo, en un tono de voz diferente:
—Un demonio... Tengo razón, ¿verdad? Eso es exactamente lo que era. Y tú... tú conocías su existencia todo el tiempo. ¡Lo sabías!
—Macee, yo... —Una rápida mentira acudió a los labios de Índigo, pero su conciencia se rebeló—. ¡Oh, por la Diosa, yo no pensé que estuvierais en peligro! No pensé que pudiera tocaros... Sólo me di cuenta una vez que hubisteis zarpado, y entonces ya era demasiado tarde. Y pensé...
—¡Pensaste! —La voz de Macee tembló llena de amargo desdén—. Me dices ahora que había algo maligno y tú lo sabías. Sabías lo que podía sucedemos a mi tripulación y a mi barco. Sin embargo me dejaste marchar, sin siquiera avisarme...
—¿Cómo podía hacerlo? —suplicó Índigo—. ¡No me habrías creído!
—¡No me diste la oportunidad de creerte! ¿Qué crees que soy; una estúpida? ¡Puede que no sea una khimizi supersticiosa, pero sé lo suficiente para darme cuenta de que los demonios existen!
Con un violento ademán, Macee arrojó a un lado la manta y se puso en pie. Cojeando, empezó a alejarse, luego se detuvo y se volvió para mirar a Índigo, esta vez con infinito desprecio.
—Pero, oh, no; tú no pensabas ponerme en antecedentes de tu pequeño secreto, ¿no es así? ¡Porque sabías muy bien que si lo hacías, existían las mismas posibilidades de que yo arriesgara a mi tripulación y a mi barco en ese maldito viaje que de que me crecieran agallas y me lanzara al mar!
—Macee...
—¡No me vengas con «Macee», maldita perra! —La garganta de la menuda capitana enronqueció—. ¿Te das cuenta de lo que has hecho? ¿Te das cuenta de que si no hubiese sido por ti, mi tripulación estaría con vida, y tus amigos mercaderes de cabellos dorados también? Sinceridad, Índigo. Sinceridad. Eso era todo lo que te pedía. ¡Pero no, me mentiste, me engañaste, me empujaste a conducir a mi gente al peligro sin siquiera tener la humanidad de decirme que ese peligro existía! —Sus hombros se estremecieron, víctima de una profunda y violenta convulsión—. ¡Aunque llegue a vivir hasta los cien, espero no tener que volver a verme cara a cara con una cobardía tan egoísta y total!
Índigo sintió cómo las lágrimas se agolpaban en sus ojos, y tuvo también la total certidumbre de que, aunque podía discutir, arrastrarse, suplicar en su defensa, cuando se arrancara la capa de barniz no podría negar que lo que Macee había dicho era la verdad. El Kara-Karai había navegado a ciegas y totalmente ignorante hacia el desastre; y la responsabilidad de la tragedia era toda suya.
Se incorporó, apartando el inquisitivo hocico de Grimya cuando la loba intentó consolarla. Nada podía consolarla, y tampoco lo merecía. Por lo menos, Macee le había abierto los ojos.
—Me iré ahora, Macee —dijo en voz baja—. No creo que haya nada más que pueda decirte.
—Las palabras no devolverán a los muertos. —Macee la contempló, impasible.
—Lo sé. Si pudiera ofrecer alguna reparación...
—No puedes. Y no me pidas que te perdone, porque no lo haré. Pero tengo una última cosa que decir.
Permanecía inmóvil, el rostro rígido como el granito, y envejecido, repentinamente envejecido. El abismo que mediaba entre ellas era inconmensurable, toda su amistad se había hecho añicos, toda la confianza defraudada. Entonces, Macee siguió con voz calmada:
—Si fueras la persona que yo una vez creí que eras, te darías cuenta que ofrecer una reparación significa más que echarte a llorar sobre tu vaso de vino y elevar oraciones por los desaparecidos. Pero no creo que seas esa persona, ya no. Y no quiero conocer a la criatura en la que te has convertido. Adiós, Índigo.
Índigo pensó largo y tendido en aquellas últimas palabras de Macee mientras se alejaba despacio del asilo con Grimya tras ella. Ofrecer una reparación significa más que echarte a llorar sobre tu vaso de vino y elevar oraciones por los desaparecidos. El disparo de despedida había sido malicioso, pero había dado en el blanco. Como resultado de mi inactividad, había muerto mucha gente: Karim, Mylo, Elsender, la mayor parte de la tripulación de Macee. Ella podría haber evitado sus muertes. Pero no había hecho absolutamente nada; y ahora había perdido a casi todos sus aliados, mientras que el triunfo de Augon Hunnamek estaba casi completo.
Se detuvo bruscamente al darse cuenta de que sin haber tomado aquella decisión de forma consciente, sus pasos la conducían hacia el Templo de los Marineros y a hacer precisamente aquello que Macee había condenado con tanto desdén. No podía rezar a la Madre del Mar por las almas de los muertos; no era digna de rezar por ellos. Macee tenía razón: si podía ofrecerse alguna reparación, el camino a seguir era haciendo algo, no en arrepentirse llena de contricción de todo lo que no había hecho.
Muy bien pues, tomaría ese camino. La autorrecriminación era un lujo que ya no podía permitirse; el momento de languidecer en una sensación de culpa había pasado. Debía actuar.
Grimya, al percibir el brusco cambio de humor de su amiga, alzó la cabeza. No había nadie cerca que pudiera oírlas, de modo que la loba habló en voz alta.
—¿Índigo? Tus pensamientos son de re... repente más claros.
Índigo bajó los ojos hacia ella.
Querida y leal Grimya: ella nunca condenaba, jamás volvía la espalda.
—Sí —dijo—. Creo que acabo de comprender con exactitud lo que Macee quería decir cuando dijo lo que dijo, y pienso hacerle caso.
La cola de Grimya empezó a moverse.
—¡Eso está bien! Hemos pe... perdido demasiado tiempo espe... esperando, incapaces de hacer... nada.
—Un tiempo excesivo.