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Leando la contempló, aturdido.

—Madre del Mar... —dijo al fin, y miró rápidamente de nuevo en dirección al diván y a su hijo dormido— Pero si no es más que un niño...

—Tiene trece años —le recordó Índigo—. Lo bastante mayor como para considerarse casi un hombre. —Y añadió suavemente—: Has estado fuera durante mucho tiempo.

—Sí. —La frente de Leando se arrugó—. Sí; es cierto... y resulta tan fácil de olvidar... Pobre Luk... —Aspiró con fuerza apretando los dientes—. Esto no va a ser una tarea sencilla, Índigo. Pero todavía pienso que es la única elección que tenemos.

—Quizá deberíamos no decir nada más de momento —indicó Índigo y se puso en pie—. Nos veremos de nuevo tan pronto como podamos, y entretanto estudiaré el programa de las actividades de la Infanta para los próximos días y veré si puedo encontrar el momento más propicio para nosotros. Cuando...

Y se interrumpió a mitad de la frase cuando Grimya de repente proyectó una muda y silenciosa advertencia. Hubo un movimiento en la periferia de su visión. Su cabeza giró a toda velocidad, y vio a Jessamin de pie en la puerta que conectaba sus aposentos con los de Índigo.

¡Chera!

Índigo sintió cómo sus mejillas se ruborizaban de sorpresa y contrariedad. ¿Cuánto tiempo había permanecido la niña allí, sin que nadie lo advirtiera? Sin duda no habría podido oír...

Jessamin se frotó los ojos.

—Me he despertado y he oído vuestras voces —dijo; luego.

Movió una mano a la boca para ahogar un bostezo—. Lo siento. No quería interrumpir. —Miró tímidamente a Leando y sonrió, luego miró detrás de él al diván— ¿Duerme Luk?

Aliviada, ya que parecía que nada se había estropeado, Índigo se acercó a la Infanta y la rodeó con su brazo, echándole hacia atrás los despeinados cabellos.

—Sí, querida mía, y tú también deberías hacerlo. ¿Qué es lo que te ha despertado?

—No lo sé. No creo que estuviera soñando, Índigo, ¿puedo tomar un poco de ponche de frutas?

—Desde luego.

Se volvió hacia la mesa y Leando le tocó el brazo.

—Nos iremos ahora, Índigo. Te vendré a ver mañana, si me lo permites...

—Sí..., por favor.

Observó mientras cogía a Luk en sus brazos —el muchacho ni se movió— y se dirigía a la puerta que daba al pasillo, Índigo lo acompañó y, en el umbral, Leando vio que Jessamin los contemplaba por encima del borde de su copa, y fingió besar a Índigo en la frente.

—Hasta mañana.

La puerta se cerró tras él. Jessamin se terminó su ponche y depositó la copa sobre la mesa, luego dejó que Índigo la condujera de nuevo a su dormitorio. Mientras se acomodaba entre las sábanas de seda, dijo.

—Me siento muy feliz por ti, Índigo.

—¿Feliz por mí?

—Ahora que el padre de Luk ha vuelto, chero Takhan me ha dicho que te vas a casar con él pronto.

—Yo... —No, pensó; lo mejor era no decir nada—. Gracias, chera. —Su voz sonaba un poco forzada.

—Yo seré Takhina entonces, de modo que no podré ir detrás de ti y arrojar la red de la Madre del Mar sobre tus cabellos. Pero te haré un regalo muy especial. Cualquier cosa que yo quiera, dice chero Takhan. Pensaré muy bien ni ello.

Índigo sintió como si el corazón se le partiera. Tanta dulzura, tanta inocente alegría. Debían tener éxito en lo que habían decidido hacer, se dijo con fiereza. La alternativa era impensable.

—Eres un encanto y muy buena, Jessamin —repuso, intentando no dejarse dominar por la emoción—. Y siempre te querré.

—Yo también te quiero, Índigo.

Jessamin tendió los brazos hacia arriba y la abrazó. Mientras Índigo salía en silencio de la habitación se acostó de nuevo, y sólo sus satisfechos ojos color miel tostada quedaron visibles como tenues lámparas brillando en la oscuridad.

Estaban listos. Aunque se veía constantemente atormentada por la incertidumbre, perseguida por temores de que algo saldría mal en el último instante, Índigo comprendía que no se podía hacer otra cosa que rezar a la Madre Tierra para que el plan saliera bien.

Había resultado fácil preparar frecuentes encuentros con Leando durante los cuatro días que siguieron a aquella primera reunión. Con pocas obligaciones en palacio que la limitaran, había estado libre de hacer casi por completo lo que deseara, y aunque la sonriente aprobación de Augon; le repugnaba, era, no obstante, una bien recibida cortina de humo para el auténtico motivo de sus citas.

Escoger el momento oportuno para el secuestro de Jessamin había sido, afortunadamente, cosa fácil. Dos noches; antes de la boda, Augon Hunnamek planeaba observar una tradición khimizi según la cual la novia y el novio celebraban ambos, por separado, su inminente paso del estado de soltería al de casados. Las dos celebraciones tendrían lugar de forma estrictamente separada, los hombres se reunirían todos en uno de los jardines de palacio

mientras que las mujeres se reunirían en otro; y todo el mundo, desde el principal consejero al más bajo de los sirvientes, debería estar presente. Hacia la medianoche más o menos casi todos los celebrantes estarían ya desenfrenadamente borrachos —eso, también, era parte de la tradición— y no habría mejor oportunidad para hacer desaparecer a Jessamin.

La parte de Índigo en el plan era relativamente sencilla. Sólo tenía que asegurarse de la conformidad de Jessamin, y eso lo podía conseguir con facilidad. Una dosis de un cierto polvo en el vino aguado que se le permitía beber a la Infanta en ocasiones especiales, y la niña dormiría profundamente hasta el día siguiente. Le administraría la droga durante la fiesta, y el cansándole la Infanta se achacaría un sólo a la sobreexcitación; Índigo se la llevaría a sus aposentos, lejos de la concurrencia, y allí la esperaría Leando. Luk había sido instalado a buen recaudo en casa de su bisabuela; Grimya vigilaría en los tranquilos jardines exteriores; las puertas del palacio estarían mal custodiadas debido a la fiesta, y podrían deslizarse fuera sin que nadie se diera cuenta hasta la mañana siguiente, en que fuese a buscar a Jessamin.

El día de la fiesta prenupcial, los nervios de Índigo estaban a punto de estallar. Exteriormente, realizó sus deberes con tranquilidad, pero su mente era un torbellino, al igual que su estómago. Daba un brinco al menor ruido, se veía incapaz de concentrarse en nada por más de cinco minutos seguidos, y una y otra vez regresaba al ornado armarito de su habitación para dar una mirada a los polvos que había preparado y asegurarse una vez más de que los componentes y la dosis eran correctos.

Pero por fin el sol empezó a ponerse, y se encendieron los faroles y los músicos empezaron a tocar y comenzaron a llenarse las primeras copas de vino; y con Hild a su lado, Índigo condujo a Jessamin por el sendero de losas hasta el jardín de las mujeres a recibir a sus invitadas.

La Infanta estaba radiante. De acuerdo con el significado de la celebración —su última aparición pública como doncella— llevaba un sencillo vestido azul celeste, y sus únicas joyas eran su anillo de compromiso y un sencillo aro de perlas marinas que le ceñía la frente. Sus cabellos estaban sueltos, cayendo en forma de cascada sobre sus diminutos hombros, y se movía con solemne dignidad mientras, con sus acompañantes, avanzaba por entre la multitud.

Índigo permitió que Hild la distrajera por un tiempo, con sus últimos chismorreos palaciegos. Se sintió agradecida por aquel respiro, y asintió y rió y expresó su sorpresa según requería la ocasión mientras Hild le relataba nuevos escándalos y anécdotas. Pero durante todo ese tiempo parte de su atención estaba fija en Jessamin, y su mente aguardaba, calculando el momento oportuno.