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Cuando ese momento llegó resultó demasiado fácil, casi como si la misma Jessamin estuviera confabulada en la conspiración. Se acercó a Índigo sonriente y le pidió otra bebida: ¿podría beber tan sólo un poquito de vino sin agua, ya que ésta era una noche especial? Índigo fingió dejarse convencer, incapaz casi de creer en su buena suerte: el vino sin agua disimularía mejor cualquier sabor que pudieran dejar los polvos, y le sirvió a Jessamin una copa de la mejor cosecha de palacio. La droga pasó inadvertida a todo el mundo, disolviéndose rápidamente en el rojo líquido, y la Infanta sorbió con expresión satisfecha, mirando de soslayo a Índigo con el ilícito y compartido placer de aquella

aventura en el mundo de los adultos.

Los polvos no tardaron en hacer efecto. Al cabo de quince minutos, Jessamin había encontrado una silla y se había sentado, y aunque se resistía obstinadamente, Índigo vio los bostezos que intentaba ocultar. Hild los vio también y arrugó el entrecejo.

Ana. La pequeña chera está cansada, creo. Demasiada excitación: ¡se olvidan de que no es más que una niña!

—Le he dado un poco de vino puro —le confió Índigo—. Sé que no he debido hacerlo, pero deseaba tanto sentirse como una mujer adulta... —Se encogió de hombros fingiendo un impotente sentimiento de culpabilidad, y Hild sonrió.

—Probablemente una buena cosa para ella. Tiene otro ensayo de la ceremonia mañana, y luego al día siguiente... Bien, todos sabemos lo que sucederá. Quizá es mejor que duerma un poco.

Índigo le dio las gracias en silencio a la Madre Tierra.

—Sí; estoy de acuerdo. —Sonrió—. La llevaré a su habitación. No se sentirá demasiado desilusionada.

—¡Ah; eso está bien! ¿Quieres ayuda?

—No, no; me las puedo arreglar.

Jessamin se tambaleaba ya cuando Índigo la ayudó a salir, sacándola del jardín y acompañándola por el sendero. Pocos advirtieron su marcha; tal y como había previsto, el vino era de bastante graduación y las mujeres cedían alegremente a sus efectos. Cuando alcanzaron el silencioso refugio de las habitaciones, la cabeza de la Infanta se Balanceaba contra el brazo de Índigo; Índigo no la desvistió, se limitó a colocarla sobre su lecho, con el ligero edredón sobre su pequeño cuerpecito y vigiló luego hasta asegurarse de que la niña estaba profundamente dormida.

Hasta ahora, todo iba bien. Regresó a sus habitaciones y miró el reloj que tenía sobre una mesita. Faltaba una hora para que llegara Leando; se habían dado un ancho margen para mayor seguridad. Todo lo que tenía que hacer ahora era regresar a la reunión, y esperar el momento indicado.

Cuando éste llegó, el baile se había iniciado. Libres de las limitaciones de ocasiones más formales, algunas de las mujeres habían persuadido a los músicos para que desempolvaran de su memoria algunas de las antiguas danzas marineras, y una alegre danza estaba en todo su apogeo Cuando Índigo levantó la mirada y vio que la parte inferior de la luna rozaba apenas las enredaderas que cubrían el muro este. Se levantó, dejando su copa —no había bebido otra cosa que zumo de frutas y agua durante toda la noche, aunque nadie se había dado cuenta— y, colocándose detrás de un grupito de sirvientas que acompañaban la danza con sus palmas, se deslizó fuera del círculo de luz de los faroles, y marchó a sus habitaciones.

Leando la esperaba. La habitación estaba iluminada tan sólo por una lámpara; pero incluso en la penumbra la joven pudo apreciar la tensión de su rostro.

—Están bailando. —Mantuvo la voz apenas en un susurro—. Y dudo de que haya una sola que esté sobria de entre ellas.

—Ocurre lo mismo con los hombres. Incluso Augon Hunnamek acusa los efectos de la bebida, demos gracias por ello a la Gran Diosa. ¿Y Jessamin?

—Dormida desde hace una hora. No se despertará.

—Bien. —Leando miró a su alrededor—. ¿Has recogido todo lo que quieres llevarte contigo?

—Solo necesito ropa de viaje para mí y para Jessamin, y mi arpa. Todo está listo.

—Entonces lo mejor es que no perdamos tiempo.

Fueron juntos hacia los aposentos de Jessamin. Los lejanos sonidos de la fiesta penetraban débilmente por la ventana abierta, aunque apenas si soplaba una ligera brisa, Índigo dedicó una última y prolongada mirada a la habitación que había sido su hogar durante más de diez años. No sentía dolor, ni pena; sólo una sensación de vacío mientras el abismo de un futuro desconocido se abría ante ella. Contuvo esa sensación con un esfuerzo, abrió la puerta de Jessamin, y entró.

No había ninguna luz en la habitación de la Infanta, pero un leve resplandor procedente de la luna se filtraba por la ventana, arrojando una pátina metálica sobre las lujosas colgaduras y el lecho. Era suficiente para poner de manifiesto que la cama estaba vacía.

—¡Leando! —El frenético siseo de Índigo hizo que él se acercara deprisa a la puerta, mientras ella empezaba a volverse excitada en su dirección.

Y de detrás de la cama, una forma se movió con una sinuosa convulsión.

La intuición le gritó una advertencia, pero la mente consciente de Índigo reaccionó con más lentitud. Durante un instante crucial la advertencia no se registró, y en esa fracción de segundo la serpiente plateada se alzó con furia de entre las sombras, volcando la cama, una mesa, una silla, mientras su enorme y desenrollada longitud surgía como un trallazo de una oscuridad situada más allá de los planos físicos y se abalanzaba a través de la habitación en dirección a su garganta.

CAPÍTULO 22

El alarido de horror de Leando coincidió con el enloquecido, insensato siseo de la gigantesca serpiente en el mismo instante en que ésta se lanzaba contra ellos, Índigo tuvo una fugaz visión de los dos venenosos colmillos centelleantes ante su rostro, y se echó a un lado, se golpeó contra el quicio de la puerta y rebotó, perdiendo el equilibrio, hasta el suelo. La serpiente se alzó ante ella, su cabeza tocando casi el elevado techo, y mientras siseaba de nuevo, la muchacha vio chorrear agua de sus sinuosas escamas; las gotas brillaban como joyas que hubieran salido despedidas. Con horror, comprendió que aquello no era una criatura mortal sino una manifestación de una fuerza diabólica, su existencia abarcaba a la vez el mundo físico y el astral. Gateó para ponerse en pie, mientras alzaba una mano en un instintivo movimiento para cubrirse...

Y de repente la figura de Leando se interpuso entre la serpiente y ella. La hoja de un largo cuchillo centelleó en su mano derecha levantada, con los músculos en tensión para golpear...

—¡Leando, no! —aulló Índigo— No es mortal, ¡no puedes matarla así!

Sus últimas palabras se vieron eclipsadas por un ruido que pareció estallar de la nada y vapuleó sus sentidos en una gigantesca sacudida sonora. Era el rugir del agua, una catarata, un maremoto que retumbaba por la habitación y lanzaba su frenético grito al vacío. Llameó una luz azul verdosa, y con ella vino una sensación de retorcida distorsión —las paredes se doblaban, las formas conocidas; se deformaban, se ondulaban como si un mar furioso se ; hubiera abierto paso con violencia y hubiese ahogado al mundo. Jadeante —sabía que respiraba aire, pero tenía que combatir la ilusión queje decía que sus pulmones se estaban llenando de agua—, Índigo intentó lanzarse hacia Leando, con la intención de hacerlo a un lado antes de que la monstruosa serpiente pudiera caer sobre él. Pero sintió como si intentara luchar con una enorme pared de agua, que la presionaba hacia atrás, la hundía, ralentizaba cada momento convirtiéndolo en fragmentos nebulosos que se movían a la deriva. No podía coordinar el movimiento de sus brazos y piernas; sus brazos parecían flotar, y todo sucedía tan despacio, tan despacio...