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—¡Leando! —gritó de nuevo.

La palabra se fraccionó en sílabas arrastradas y atronadoras, y su tono bajó, distorsionándose, desvaneciéndose; muy por debajo del espectro audible mucho antes de que pudieran llegar a su destino. Una traicionera luz de las profundidades cruzó ondulante el rostro de Leando mientras éste se volvía con insoportable lentitud hacia ella, los brazos extendidos como un nadador que se hunde, los ojos desorbitados por la incomprensión, Índigo empujó con todas sus fuerzas para vencer la terrible resistencia del aire, agitaba los brazos, se esforzó por ir hacia él en un intento por avanzar antes de que fuera demasiado tarde...

La serpiente atacó. Libre de la ilusión que tenía atrapados a Índigo y a Leando, pareció moverse con la velocidad del rayo, desdibujándose en un haz de energía color gris plata al tiempo que se lanzaba en picado, Índigo se echó a un lado en un movimiento reflejo totalmente involuntario, y al hacerlo, la imagen de la habitación estalló en mil pedazos, cayendo sobre ella como una lluvia de cristales. La ilusión se rompió, el tiempo encajó de nuevo en su lugar, y escuchó el alarido de dolor y terror de Leando cuando el cuerpo sinuoso de la serpiente se arrolló alrededor del suyo, sujetó sus brazos, e hizo que el cuchillo cayese de su mano inmovilizada. Cayó hacia atrás, el demonio se estrelló junto con él contra el suelo; entonces su grito se convirtió en un espantoso y estrangulado sonido cuando los plateados anillos se estrecharon a su alrededor y le quitaron el aire de los pulmones al tiempo que intentaba aplastarlo.

Los nervios y los músculos de Índigo parecieron arder cuando la conmoción producida por la liberación del encantamiento que la sujetaba sacudió su cuerpo. Perdió el equilibrio y salió despedida a través de la habitación para chocar contra un diván; luego giró hacia atrás, tropezó con una alfombra y cayó cuan larga era, los miembros incapaces de ajustarse al cambio con la rapidez suficiente. Vio corno Leando y la serpiente se debatían en el suelo, la enorme cabeza del reptil salió disparada hacia adelante, las mandíbulas bien abiertas intentaban asestar el golpe mortal definitivo; escuchó el sonido del hueso al quebrarse...

Se impulsó por la habitación, en un intento por alcanzar el cuchillo caído que se había deslizado debajo de una silla. Sus dedos se cerraron alrededor de la empuñadura; intentó llamar a Grimya mentalmente, pero no había tiempo de reorganizar su mente más allá del grito de alarma. No se detuvo a pensar, sino que se puso en pie de un salto y se arrojó contra el caos de miembros humanos y anillos viperinos. El cuchillo se hundió y se clavó a través de las escamas plateadas hasta alcanzar carne palpitante; un líquido repugnante que no era ni sangre ni agua marina pero que poseía elementos de ambas y apestaba a algas podridas brotó de la herida y le salpicó rostro y brazos. La serpiente siseó y el siseo se convirtió en un gruñido que resultó asombrosamente humano: su gran cabeza se volvió y durante una décima de segundo Índigo se encontró cara a cara con sus diminutos y estúpidamente malignos ojillos. Luego, con tal rapidez que de ninguna manera hubiera podido esquivarla, la cola plateada le asestó un golpe terrible, estrellándose contra ella con tremenda fuerza. Se vio arrojada al otro extremo de la habitación como si no pesara nada, y cayó sobre una mesa a la que convirtió en astillas mientras la jarra, las copas y los adornos que había sobre ella salían disparados en todas direcciones. La parte posterior de su cabeza se golpeó con algo que no cedió, e Índigo cayó aturdida entre pedazos de madera y cristal y vino derramado.

El golpe hizo que todo se volviera rojo ante sus ojos. Su boca se abrió pero no salió ningún sonido; sus sentidos parecían haber enloquecido: imágenes y sonidos se precipitaban sobre ella en enloquecida confusión. Vio a la serpiente que sangraba todavía pero sin que la herida que le había infligido pareciera molestarla demasiado; se retorció de nuevo y el pecho de Leando quedó al descubierto por un instante, torcido en una contorsión imposible entre los destructores anillos. Su cabeza dio una sacudida, girándose hacia ella; y la muchacha vio su lengua, negra e hinchada, que sobresalía de entre unos labios salpicados de espumarajos sanguinolentos, y sus ojos que parecían a punto de saltar de las órbitas. Escuchó de nuevo el nauseabundo sonido de los huesos al romperse, y un chirrido espeluznante brotó de la garganta de Leando al redoblarse su terrible agonía. Entonces la serpiente levantó la cabeza de nuevo, apuntó, abriendo más y más las mandíbulas...

La parálisis de Índigo se disolvió en un incipiente alarido de protesta, una suplica desesperada a cualquier poder benigno que pudiera escucharla. Extendió los brazos, las manos daban zarpazos en dirección a Leando como si quisiera arrancarlo físicamente de la monstruosidad que le exprimía sus últimos restos de vida, pero una nauseabunda sensación de vértigo hizo su aparición como una oleada, la habitación se hinchó y balanceó ante sus ojos, no le era posible llegar hasta él...

La cabeza de la serpiente descendió a toda velocidad, y el sonido más espeluznante que Índigo había oído jamás atravesó sus tambaleantes sentidos cuando la serpiente desgarró la garganta de Leando, le partió la columna vertebral, hizo pedazos los huesos del cuello y la mandíbula y casi le arrancó la cabeza de los hombros. Un surtidor rojo estalló sobre los convulsionados cuerpos y la última y aterradora visión que tuvo Índigo fue la de la diabólica serpiente que se retorcía y avanzaba hacia ella antes de que el color rojo se transformara en negro y luego en vacío cuando ella perdió el conocimiento.

Por un momento, pasada la confusión, la habitación quedó totalmente en silencio, Índigo yacía inmóvil; Leando —desgarrado casi en dos y apenas reconocible como ser humano— era un despedazado resto que flotaba en el mar de su propia sangre. Y entre ambos, la enorme serpiente permanecía suspendida en el espacio como una espada supernatural en equilibrio, la cabeza meciéndose de un lado a otro, los ojos brillando tan duros, fríos e insensibles como diamantes mientras su mirada se trasladaba del uno al otro. Siseó una vez más, un sonido estremecedor en aquella repentina quietud. Luego, despacio, muy despacio, empezó a doblarse hacia adelante, su maligna mirada clavada ahora en la figura inmóvil de Índigo, mientras que las mandíbulas empezaban a abrirse, preparada, anticipándose...

Se produjo un sonido fuera, en el pasillo. No era audible para el oído humano, pero la plana cabeza del reptil se alzó bruscamente y el cuerpo giró en dirección al lugar del que provenía la perturbación. Unos sentidos inhumanos investigaron más allá de la puerta, y encontraron calor, movimiento, la conciencia de un animal de sangre caliente...

La serpiente lanzó un nuevo siseo y esta vez se reflejaba rabia frustrada en el sonido. Abandonó su nueva presa y se revolvió con rapidez, enroscando de nuevo su cuerpo sinuoso en el destrozado cadáver de Leando. Los miembros del hombre se agitaron en una espasmódica y horrible imitación de vida cuando los anillos se cerraron con más fuerza; entonces, las figuras tanto del reptil como del hombre se estremecieron como un espejismo en el desierto. Por un instante el contorno de la habitación brilló a través de la solidez de sus cuerpos; luego se produjo un sonido que no era un sonido, una potente entrada de aire, y, llevándose con él los restos de Leando, su sangre, toda señal de su existencia física, el demonio se desvaneció del inundo en el mismo instante en que Grimya se abalanzaba contra el otro lado de la puerta.

«¡Indigo! ¡Indigo!—»

La loba proyectó su frenético grito una y otra vez mientras arañaba la puerta de los aposentos. La madera mostraba las profundas marcas de sus uñas, pero la puerta permanecía obstinadamente cerrada; el pestillo estaba corrido en la parte interior, y nada de lo que hiciera Grimya la obligaría a abrirse. Empezó a dar vueltas a un lado y al otro angustiada al darse cuenta de que sus esfuerzos eran inútiles, y contuvo el impulso de aullar.