Выбрать главу

La muchacha vaciló. Quedaba un resto de náusea y se sentía débil; pero la cabeza ya no le dolía, y su visión era normal. Al parecer las drogas de Thibavor habían hecho bien su trabajo y se había recuperado. Pero su sueño se había visto plagado de pesadillas que ahora regresaban a su mente en fragmentos inconexos. Había soñado que volvía a estar en el desierto, con Agnethe y la pequeña Jessamin, y de nuevo Agnethe le había suplicado que huyera...

Y, de una forma tan repentina que fue como un choque físico, un antiguo recuerdo encajó por fin cuando las ultimas palabras que Thibavor le había dicho antes de que se durmiera se mezclaron con el sueño de Agnethe.

Grimya, ¿qué hora es? —El pánico hizo que su voz sonara aguda—. ¿Cuánto tiempo he dormido?

Los ojos de la loba lanzaron un triste destello.

—Es dem... masiado tarde —repuso en tono lúgubre—. Todo ha terminado.

—¡Oh, por la gran Diosa...! —Índigo se puso en pie torpemente—. ¿Sigue todavía la fiesta?

—E... eso creo —repuso Grimya—. Hay luces en la gran sala, y he oído mu... música.

Phereniq. Debía encontrar a Phereniq. Pero estaría en la fiesta, no podía llegar hasta ella...

—No está. —Grimya captó lo que pensaba—. Oí a una ... criada decir que no quería ir, y que está en su habitación.

Por un helado segundo, Índigo se quedó mirándola fijamente, esperanza y temor luchaban por obtener prioridad. Luego se dirigió hacia la puerta.

—Rápido, Grimya. —Maldijo los efectos secundarios del sedante que convenían sus movimientos en algo tan lento y torpe—. Debemos encontrarla... ¡Oh, he sido tan estúpida!

Grimya salió deprisa tras ella mientras la muchacha abandonaba la habitación, tambaleante. Los pasillos del palacio estaban iluminados pero vacíos: todo el mundo, desde el ministro de mayor importancia al más humilde de ; los sirvientes, tenía un papel que desempeñar en la fiesta de la boda, y no había nadie por allí que pudiera ver y hacerse preguntas ante el vacilante avance de Índigo mientras ésta y Grimya se dirigían hacia los aposentos de Phereniq. Por las ventanas penetraban los lejanos sones de la música; su acicate junto con el aire más fresco de los pasillos disipó los restos del sopor de Índigo, y al llegar a la puerta de la astróloga golpeó con fuerza y urgencia. Se veía luz por debajo de la puerta; una sombra la atravesó pero nadie contestó a la llamada, Índigo giró el pomo y empujó, pero la puerta no se abría; la palanca del otro , lado estaba bajada y la madera se movió sólo un centímetro antes de resistirse..

—¡Phereniq! —siseó Índigo, con fuerza, a través de la; rendija—. Phereniq, soy Índigo, tengo que verte. ¡Abre la puerta!

Las orejas de Grimya se irguieron alertas.

«Está ahí», comunicó. «He oído unos pasos.»

—Phereniq... —Índigo se mordió con fuerza el labio inferior, luego decidió dejar a un lado las preocupaciones—. Phereniq, sé que estás ahí, y tengo que hablar contigo. ¡Si no abres la puerta, la derribaré! —Para dar más énfasis a sus palabras, empujó con fuerza el hombro contra el resistente panel.

«Espera», dijo Grimya. «Creo que...»

Antes de que pudiera terminar se escuchó el sonido de. algo que se deslizaba en el otro extremo, seguido por un «clic». Índigo aspiró con fuerza, volviendo la cabeza rápidamente en dirección al pasillo, luego empujó. La puerta se abrió mostrando una habitación en caos. Copas volcadas, almohadas y adornos desparramados por el suelo, y el suelo estaba cubierto con los gráficos que eran el orgullo de Phereniq, rotos y pisoteados.

Phereniq se dirigía despacio y rígida de vuelta al sillón donde había estado sentada. No miró a Índigo, y cuando habló su voz era borrosa y apenas reconocible.

—¿Qué quieres?

Índigo penetró en la habitación y cerró con cuidado la puerta a su espalda.

—Phereniq, tengo que hablar contigo. Es muy urgente.

—No quiero verte. No quiero ver a nadie. —Phereniq llegó hasta el sillón y se derrumbó sobre él, manteniendo el rostro vuelto—. Vete, y déjame sola.

En una mesa cercana estaba el narguile y una colección de frascos, algunos tumbados que derramaban su contenido sobre la brillante superficie de la mesa, Índigo cruzó la habitación en tres rápidas zancadas, hizo girar por la fuerza el rostro de Phereniq —ésta no opuso resistencia— y la miró a los ojos. Estaban vidriosos, las pupilas grotescamente dilatadas, y llenas de una terrible mezcla de veneno y dolor. A Índigo se le cayó el alma a los pies. Sólo la Madre Tierra sabría qué combinación de bebida y drogas había tomado Phereniq en un esfuerzo para dejar fuera la realidad de lo que sucedía en otro lugar del palacio. Debía de haberse pasado todo el día encerrada en su habitación, con un sólo su vino y sus pociones para consolarla...

Empezó a gritarle.

—¡Idiota! —Pero se interrumpió cuando la cólera se vio reemplazada por la piedad—. ¡Oh, Phereniq...! —terminó, desesperada.

Los ojos de Phereniq centellearon y volvió la cabeza a un lado con un brusco movimiento.

—No quiero tu compasión. No quiero nada. Déjame sola. —Presionó el rostro contra el respaldo del sillón, mientras un brazo colgaba fláccido a un lado.

Índigo la contempló. No quería ser cruel, pero la necesidad tenía que anteponerse a la piedad. Regresó a la mesa y revolvió entre el desorden hasta que encontró lo que quería, entre los montones de hierbas y brebajes. Un poderoso purgante: fuera lo que fuese lo que Phereniq había utilizado para colocarse en aquella situación, sería un antídoto seguro. Midió una dosis triple en un vaso que llenó apresuradamente de agua y lo acercó a los labios de la mujer.

—Phereniq, bebe esto.

Phereniq lo apañó de un manotazo con gesto irritado.

—No. —Respondió testaruda.

¡Rebelo!

Índigo era la más fuerte de las dos; obligó a Phereniq a volver la cabeza de nuevo y le abrió la boca por la fuerza sujetándosela luego hasta estar segura de que se había tragado la pócima. Luego, mientras la astróloga se volvía a recostar depositó la copa sobre la mesa y se dirigió a la ventana, apartó a un lado los pesados cortinajes y la abrió para contemplar el patio y dejar entrar el fresco aire nocturno.

Desde el sillón le llegó un murmullo de protesta.

—¡Oh, Madre bendita...!

Phereniq intentaba ponerse en pie. Índigo regresó junto a ella y la condujo hasta el ventanal. Dejó que saliera tambaleante a la noche, sin ayuda; luego oyó los patéticos sonidos que producía al vomitar entre los matorrales. Pasado esto se produjo un silencio durante algunos minutos; luego, vacilante pero erguida, la mano temblorosa mientras se aferraba al marco del ventanal para mantenerse en pie, Phereniq penetró otra vez en la habitación, muy despacio. Sus ojos se encontraron con los de Índigo, mientras el sudor perlaba su frente y le resbalaba por la mandíbula.

—Madre del Mar... —murmuró—. Me duele tanto la cabeza...

Había otras dos jarras sobre la mesa, que por milagro no habían sido volcadas, Índigo encontró zumo de frutas en una y llenó una buena copa. Mientras ayudaba a Phereniq a mantenerse en pie se sintió avergonzada por su tozudez, que no le dejaba lugar para expresar su simpatía, le pareció. Pero era de vital importancia que anulara los efectos de las drogas: Phereniq tenía que estar sobria.

La astróloga se dejó caer en el diván más cercano. Esta vez, cuando Índigo le acercó la copa a los labios no intentó discutir sino que bebió agradecida, mitigando la sensación de ahogo de su garganta. Entonces, su voz confusa pero un poco más fuerte, masculló: