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—¿Por qué me has hecho esto? ¿Por qué no podías... no podías dejarme en paz?

Índigo dejó la copa en la mesa y la sujetó por los hombros.

—Phereniq, lo siento. No quería lastimarte, pero tengo que preguntarte algo, y debo tener una respuesta ahora.

Phereniq sacudió la cabeza despacio.

—No puedo decirte nada. No puedo decirle nada a nadie, ya no. —Dejó escapar un largo y entrecortado sollozo—. No puedo ayudarte.

—Puedes... ¡eres la única persona que puede! —insistió Índigo—. Phereniq, por favor...

—¡Por la Diosa!, ¿quieres dejar de atormentarme?

Phereniq liberó con un gesto brusco el brazo que Índigo había sujetado en su agitación.

—No es bastante con que hayas penetrado aquí cuando yo quería estar sola, que hayas... —Su voz se apagó, y de repente lanzó un desdichado suspiro—. Maldita seas. ¡Malditos seáis todos! De acuerdo, de acuerdo: no tendré paz, ¿no es así?, hasta que te haya dado lo que quieres. —Se pasó el dorso de una mano por la boca, luego añadió con furia—.

Pregunta.

Reprimiendo una nueva punzada de culpabilidad, Índigo rebuscó en el pequeño bolso que colgaba de su cintura y sacó un pedazo de pergamino. Lo desenrolló y se lo mostró a Phereniq.

—¿Puedes decirme lo que significan estos símbolos?

Phereniq miró con atención el pergamino. Aún tenía dificultades para ver con claridad, y se balanceó hacia adelante y hacia atrás en un intento de ajustar su visión. Por fin levantó sus ojos medio nublados para mirar el rostro de Índigo.

—Es una fecha, escrita en la escritura de los magos. ¿Qué pasa?

—¿Puedes entender lo que pone?

—¡Claro que puedo! —Phereniq golpeó el pergamino con una mano que carecía de coordinación, y casi lo hizo caer de la mano de Índigo—. ¿Es ésa la pregunta que era tan urgente, que hace que vengas a molestarme?

—Sí —le respondió Índigo, implacable.

Los latidos de su corazón se habían acelerado: Phereniq había confirmado lo que Thibavor le había contado sin darse cuenta, y la sospecha se convirtió en certeza.

—Pero hay más, Phereniq. Por favor: quiero que prepares una carta astral a partir de estos sigilos. —Se detuvo, y se pasó la lengua por los labios al tiempo que se preguntaba si podía arriesgarse a ser brutalmente sincera. Sin duda, se dijo, no tenía nada que perder—. Sé que amas a Augon —continuó—, sé lo que su boda significa para ti, y cómo te duele. Pero si de verdad lo quieres, tienes que ayudarme ahora, porque si no lo haces, puede que lo pierdas; ¡no tan sólo porque tenga una esposa, sino de forma irreparable y para siempre!

Un destello de inquieta comprensión, como una vela apenas encendida, regresó a los ojos de Phereniq mientras los alzaba de nuevo.

—¿Qué... quieres decir?

—No lo se; no de forma segura. Pero...

A lo lejos se escuchaba todavía la música procedente de la gran sala de banquetes del palacio. Una hora más, quizá menos, y el Takhan y su nueva Takhina atravesarían el largo arco de brazos unidos y levantados mientras los invitados los enviaban con una canción a su cámara nupcial. Y entonces.

—Phereniq. —Índigo hizo un último y desesperado esfuerzo para penetrar a través de la neblina de desdicha e intoxicación que tenía atrapada a la mujer—. Puede que me equivoque; de hecho ¡ojalá sea así! Pero podría ser que Augon Hunnamek estuviera en un gran peligro.

Un agudo silencio siguió a sus palabras. Phereniq continuó mirándola, aturdida aún; pero algo empezaba a abrirse paso hacia la superficie de su mente. Una sensación de alarma; sin forma todavía, pero creciente. Instinto, intuición...

—Dame eso.

Phereniq se inclinó hacia adelantó con brusquedad y agarró el pergamino que Índigo sujetaba. Con expresión ridícula, se puso en pie tambaleante, Índigo se movió para ayudarla, pero ella la despidió con gesto malhumorado y atravesó la habitación hasta su mesa de trabajo situada contra una pared. Frente a la mesa había una silla sencilla y sin almohadón. Phereniq se instaló en ella y empezó a sacar libros y gráficos de una estantería que colgaba sobre la mesa.

Índigo sintió renacer la esperanza.

—Phereniq, vas a...

—Estáte callada —la interrumpió la otra con voz áspera—. Quiero silencio.

Índigo y Grimya intercambiaron una mirada, y se hizo d silencio mientras Phereniq empezaba a trabajar. ¿Cuánto tiempo transcurrió antes de que volviera a levantar la cabeza? Índigo no podía decirlo; no había reloj en la habitación, y desde allí no podía ver el lento paso de la luna. Se moría por una copa de vino, pero se resistió furiosa a la tentación, forzándose a beber zumo de frutas en su lugar. El sedante de Thibavor acechaba todavía por sus venas, y por encima de todo necesitaba una mente despejada.

Phereniq terminó por fin. Se recostó en la silla, apartando la carta astral que había preparado; y cuando se volvió hacia Índigo su rostro estaba descompuesto.

—Dónde... —La voz se le quebró; el silencio se convirtió en algo parecido a una descarga eléctrica—. ¿De quién o esta hora de nacimiento?

Índigo se puso en pie muy despacio.

—¿Qué es? —susurró.

La astróloga también se levantó, y durante un momento las dos permanecieron la una frente a la otra como adversarias separadas por un abismo insalvable. Entonces Phereniq habló de nuevo. Su voz había cambiado: los efectos de la droga habían desaparecido, siendo reemplazados por energía y violento temor.

—Este gráfico...es el augurio más espantoso que jamás haya visto.

Las orejas de Grimya se alzaron atentas, e Índigo empezó a sentir una sensación de mareo.

—Cuéntamelo —dijo con voz muy tensa.

Phereniq bajó la mirada hacia el gráfico que había dibujado, e Índigo vio cómo un escalofrío de repugnancia recorría el cuerpo de la mujer.

—Lo que fuera que naciera en esta hora de este día no era humano —dijo, y ahora había un peculiar tono frío en su voz—. La mismísima Madre del Mar se apartaría llena ¡ de repugnancia de una monstruosidad así, ya que presagia aleo desalmado, de implacable malignidad. La sexta hora del decimocuarto día bajo la constelación de la Serpiente... en el mejor de los casos no es un buen augurio. Pero en el año al que se refiere este nacimiento, el año del Azul... —se estremeció de nuevo, luego levantó los ojos hacia Índigo—. En esa hora, ocurrió una conjunción que fue casi idéntica a la que ocurrirá esta noche. Hubo un eclipse de luna. Y el Devorador de la Serpiente se había alzado...

—Has dicho casi idéntica... —La voz de Índigo era muy tensa.

—Sí.

La mirada de Phereniq se deslizó de mala gana de nuevo hacia el gráfico y su mano paseó sobre él sin tocarlo, como si temiera entrar en contacto con el papel.

—Índigo, esto fue peor. Infinitamente peor. Hubo un tercer aspecto maléfico que participó en la conjunción, y estaba retrógrado. No puedo explicártelo con claridad; es demasiado complejo, ¡pero si alguna criatura nacía en esa hora, esa criatura sería la quintaesencia de la maldad!

—Espera —la interrumpió Índigo, deseando con fervor haber sido una alumna más atenta—. El año del Azuclass="underline" ¿qué quieres decir con esto?

—Es un modo que tienen los magos khimizi de enumerar los años; un ciclo de colores, aunque apenas si se usa ahora. El último año Azul fue... —consultó de nuevo su carta astral— ... hace once años. —Y de repente el rostro de Phereniq quedó rígido al comprender lo que había dicho.