—Once años —repitió Índigo, con voz sorda.
La certeza aumentaba, aunque se rebelaba contra ella, diciéndose que no podía, no podía ser cierto.
—No—dijo Phereniq—. Eso no..., no es lo que estás pensando, Índigo. La Infanta nació el día decimotercero, y en la hora undécima, no...
Índigo no la dejó terminar.
—¿De veras?
[.os ojos de Phereniq se abrieron de par en par.
—¡Oh, por la Diosa, los archivos de palacio...! —Se volví ó en redondo, clavando los ojos de nuevo en el gráfico—. ¡ No! —exclamó vehemente—. ¡No es posible! No habrían dejado vivir a una criatura así; lo habrían sabido, la habrían matado...
Índigo recordó de nuevo a Agnethe en el desierto del Falor; una mujer asustada e indefensa que intentaba proteger a su bebé, a la que no le importaba nada excepto que su pequeñina se salvara. Mientras dormía bajo los efectos de la droga, había revivido ese momento con terrible claridad. Y ahora sabía que se había tratado de mucho más que un sueño.
La mataran. Matarán a mi hija... Había permanecido dormido en su memoria, olvidado y arrinconado mucho tiempo atrás. Pero ahora sabía lo que la Takhina había intentado decirle.
—¿Índigo? —Phereniq la contemplaba, repentinamente tensa al darse cuenta de la terrible expresión de horror del rostro de Índigo—.¿Qué sucede?
—Agnethe —repuso Índigo.
—¿Qué pasa con ella? Índigo...
—Cuando la encontré en el desierto, años atrás... —Índigo empezó a respirar agitada; pronunciaba las palabras con dificultad—, me dijo... lo había olvidado, todo este tiempo lo había olvidado... me suplicó que la abandonara y me llevara a Jessamin de allí. ¡Me dijo que matarían a su hija, porque había nacido el día decimocuarto de la Serpiente, la hora anterior al amanecer! —Sus ojos se encontraron con la estupefacta mirada de Phereniq, su rostro blanco y descompuesto—. ¡Oh, Phereniq...! —Y la verdad, la horrible, inquebrantable verdad que se burlaba de más de diez años de búsqueda y esfuerzos, brotó en su mente como una oleada brutal—. ¡Jessamin es un demonio!
Echaron a correr, Phereniq forzando cada músculo del su envejecido cuerpo, jadeando de dolor por el esfuerza! pero impulsada por un miedo y un horror que eclipsaban a toda otra consideración. Corrieron por los sinuosos pasillos, bajaron escaleras de mármol; en una ocasión Phereniq dio un paso en falso y cayó; Índigo tiró de ella para ponerla en pie y, sin aliento para dar las gracias, la astróloga siguió corriendo tambaleante en dirección a; la sala de banquetes, desde la cual los alegres sones de la música, una obscenidad ahora, parecían burlarse de ellas. Llegaron al amplio y largo vestíbulo de acceso, la doble J puerta sólo a unos metros de distancia delante de ellas; y con un ululante gemido de desesperación Phereniq se detuvo en seco.
Índigo también se detuvo y se volvió para mirar a mujer.
—¡Phereniq! ¿Qué sucede?
Phereniq se limitó a gemir de nuevo y señaló el suelo, Índigo miró a donde le indicaba y comprendió. El mármol veteado estaba cubierto de pétalos de flores. En su frenética carrera no los había visto, pero comprendió al instante su significado. Según la tradición, a una pareja recién casada se le arrojaban pétalos en el momento de abandonar la fiesta de su boda. Phereniq y ella habían llegado demasiado tarde: el desfile triunfal hasta la cámara nupcial ya se había realizado.
Corrió hasta Phereniq, quien permanecía como paralizada.
—¿Dónde está el dormitorio? ¡Dímelo, deprisa!
Phereniq levantó una mano temblorosa, señalando.
—Al... al final de este pasillo. Pero estará...
Índigo no espero a oír el resto, sino que echó a correr por donde habían venido, con Grimya a su lado. Volvieron una esquina y se detuvo al encontrarse con la puerta engastada en oro delante de ella, con el sello del Takhan en el centro y dos soldados de librea que montaban guardia a una discreta distancia del portal.
Al verla, uno de los centinelas se adelantó y extendió una mano para detenerla.
—¡No sigáis, señora! Este pasillo está prohibido a todos excepto...
—Por favor —jadeó Índigo—, ¡dejadme pasar! ¡El Takhan está en peligro!
Los dos guardias intercambiaron una mirada, y uno sonrió irónico, llevándose dos dedos a la cabeza en una señal que significaba borracha. El otro se volvió de nuevo hacia Índigo.
—¿Por qué no regresáis a la fiesta, señora? ¡Ya hay bastante diversión allí sin tenerse que arriesgar a sufrir la cólera del Takhan por la mañana!
—¡No lo comprendéis! —suplicó—. Esto no es una broma: ¡la vida del Takhan puede estar en peligro! —Se oyeron pasos a su espalda, y al volverse vio a Phereniq que se acercaba precipitadamente. Una sensación de alivio la invadió—. La dama Phereniq os lo dirá; ella ha visto el augurio: ¡Phereniq, no quieren escucharme! ¡Díselo; por la Madre, díselo!
Los guardias empezaron a preocuparse. Phereniq no era de ningún modo una bromista, y la expresión de su rostro parecía apoyar los ruegos de Índigo. La astróloga había recuperado su compostura; dirigió una mirada terrible a la puerta cerrada, luego se aferró con fuerza al brazo del centinela más cercano.
—¿Cuánto tiempo hace que el Takhan y su novia se han retirado?
El hombre vaciló.
—Una hora, señora; quizás un poco más.
Phereniq se quedó rígida.
—Abre la puerta —ordenó.
—¡Señora, eso no es posible! De nin...
—He dicho: abre la puerta. Tomo toda la responsabilidad. ¡Por la Madre del Mar, haz lo que te he dicho!
Dividido entre el deber y el miedo, el guardia iba a intentar ganar tiempo cuando otro
sonido los silenció a todos. Grimya, sin que nadie la viera, absortos como estaban todos en la discusión, se había deslizado por detrás de los dos hombres y corrió hasta la cámara nupcial. Había bajado la cabeza para olfatear por la rendija inferior de la puerta; y de repente, dejándolos a todos consternados, lanzó un aullido que atravesó a sus oyentes humanos hasta clavarse en lo más profundo de sus almas.
—¡Grimya! —Índigo empujó a un lado a los soldados y corrió en dirección a la loba—. ¿Qué es?, ¿qué...?, ¡oh, no, no! ¡Phereniq!
Rezumaba agua por debajo de la puerta, procedente de la habitación situada al otro lado. No era más que un hilillo, que se acumulaba en una pequeña depresión del mármol; pero era salobre, bordeado de una espuma amarillenta. Como el agua que bordea un charco que el mar ha dejado atrás al bajar la marea...
Oyó cómo los guardias lanzaban un juramento cuando, también ellos, la vieron. Uno de los hombres la apartó de un codazo, arrojando todo su peso contra la puerta; se escuchó el débil sonido del pestillo al ceder, y la puerta se abrió por completo.
Una luz suave, teñida de ámbar y rojo de los tubos de cristal de colores de las lámparas medio apagadas, apareció ante sus ojos, realzando el enorme y magnífico lecho, con su dosel abovedado y sus cortinajes de tisú de oro. Bandejas de oro y plata que contenían un festín de deliciosos bocados brillaban intocadas en una mesita lateral. Sobre una silla estaba el maravilloso traje de novia de Jessamin, cuidadosamente doblado.
Y el lecho estaba vacío.
O eso pareció, en aquellos primeros segundos.
Índigo fue la primera en advertir la nota disonante en la confortable opulencia del dormitorio. Una masa informe, que desentonaba con los fastuosos cortinajes, caía desde un lado del lecho... y un fuerte y familiar olor acre asaltó su nariz. Algas marinas. Había restos de ellas enredados en las cortinas, una enmarañada y viscosa trama enrollada alrededor de uno de los postes del dosel. Las bordadas ropas del lecho, arrugadas por el reciente uso, aparecían oscuras. Húmedas. Enrojecidas y húmedas. Y en la parte más en sombras, donde los cortinajes caían casi sobre los almohadones de seda, había algo inmóvil, informe...