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Entonces, un chillido inhumano rompió el silencio, y una figura pasó corriendo junto a Índigo. Los guardias intentaron detener a Phereniq, pero fueron demasiado lentos; ella los evitó y se arrojó sobre el umbral, cayó sobre la gruesa alfombra y sus manos arañaron el suelo, se arrastraron intentando alcanzar algo que yacía más allá. Lo agarró por fin, y sus gritos se elevaron aún más agudos y fuertes, enloquecidos, aullando como si ella también fuera una loba, mientras se balanceaba con fuerza hacia adelante y hacia atrás acunando su trofeo y el rostro desfigurado hasta resultar casi irreconocible, Índigo dio un paso hacia adelante instintivamente, con la intención de sacarla de allí, pero entonces los gemidos de los guardias, el desagradable pero terriblemente humano sonido de alguien que vomitaba, y el gañido horrorizado de Grimya asaltaron sus sentidos a la vez. Se detuvo, y entonces se quedó petrificada, los ojos a punto de saltarle de las órbitas, la boca se le abría y se le cerraba, jadeando impotente como un pez fuera del agua, al observar que los brazos desnudos de Phereniq estaban manchados de rojo desde las muñecas a los codos, y que lo que acunaba entre sus brazos, como si de una dorada criatura se tratase, era la cabeza ensangrentada, sin ojos y parcialmente devorada de Augon Hunnamek.

CAPÍTULO 24

—Lo quería. Lo quería tanto..., aunque él nunca me quiso, no en esa forma. Pero yo lo amaba. Y ahora está muerto y lo he perdido, y podría haberlo salvado, y... y... oh, Índigo, ¿qué voy a hacer?

En la habitación de Índigo, a salvo del alboroto y la contusión que había convertido el palacio en un manicomio, Phereniq se abrazaba con fuerza a Índigo y sollozaba como una criatura abandonada. La habitación era un oasis en medio del caos. A su alrededor, las luces ardían en todos los pasillos y grietas y por todos los jardines; hombres armados corrían de un lado a otro, gritando órdenes que se contradecían entre ellas mientras que las mujeres lloraban y se lamentaban; y casi todos aquellos que estaban en condiciones de hacerlo se habían lanzado a la búsqueda de su querida Infanta secuestrada.

Índigo había intentado hacerles comprender, pero sus súplicas y protestas habían sido inútiles. Para aquellos que habían sido testigos de la carnicería cometida en la cámara nupcial no existía más que una posibilidad: un asesino desconocido, humano o no, había asesinado al Takhan mientras éste estaba con su nueva esposa, y la novia misma —de la que no había, desde luego, el menor rastro— había sido secuestrada por el asesino de su esposo. Había que encontrar al asesino, y, si aún no había corrido el mismo destino que su esposo señor, había que salvar a Jessamin. Obstaculizada por la sollozante Phereniq, sus propios gritos y argumentos ahogados en el alboroto, Índigo se había dado finalmente por vencida e, incapaz de conseguir que nadie escuchara la verdad, se había llevado a Phereniq a un lugar donde pudiera descansar.

Ahora, a solas con la astróloga que seguía llorando e incapaz de ayudarla de otra forma que no fuera tratar de consolar sus desesperadas efusiones de dolor, Índigo sentía su propia desdicha como un peso muerto en su interior mientras, una y otra vez, se maldecía por su ceguera, por su incapacidad de descubrir la auténtica identidad del demonio. En su interior una vocecita le decía que no debía culparse; sólo había sabido que el demonio estaba en Simhara, y sin otras pistas para guiarla la hipótesis de que Augon Hunnamek era el origen del mal había resultado demasiado atractiva. Pero eso no era ningún consuelo ahora, ni para ella ni para Phereniq. Había habido pistas: si tan sólo hubiera tenido la inteligencia de verlas... Pero había estado tan segura del camino a seguir que había ignorado la evidencia que tenía ante los ojos, y ahora era ya demasiado tarde para corregir el terrible error cometido. Leando estaba muerto, al igual que lo estaban Karim, Mylo, Elsender, la tripulación de Macee y, por una terrible ironía, el hombre que ella había pasado diez años planeando matar y que sin embargo habría sido, si ella lo hubiera sabido, su aliado más poderoso y valioso. Ella no había amado a Augon Hunnamek como lo había hecho Phereniq, muy al contrario; pero ahora que el velo había caído de sus ojos podía verlo como en realidad había sido: terriblemente humano, imperfecto, pero no peor que la mayoría de los hombres.

La sombra acusadora de Macee se alzó ante ella por centésima vez. Echarte a llorar sobre tu vaso de vino y elevar oraciones por los desaparecidos. Pero ni siquiera podía hacer eso; no podía expresar sus sobrecargadas emociones en ninguna forma que tuviera sentido.

Se sentía vacía, seca; un fracaso total.

El llanto de Phereniq empezaba por fin a apaciguarse, primero en sollozos hipados y luego en un vacío silencia Por fin, llena de dignidad, se irguió en su asiento, se separó de los brazos de Índigo, y se volvió hacia una mesita auxiliar donde había una jarra con agua y otra con vino. Su mano tocó la del vino, vaciló, luego siguió adelante y se sirvió temblorosa un vaso de agua, Índigo había preparado un suave calmante; se lo ofreció sin decir palabra, y con una débil sonrisa agradecida Phereniq vertió un poco en su vaso.

—Perdóname —dijo en voz baja y calmada—. Hubiera... hubiera debido controlarme mejor. Debiera de haber aprendido al menos eso durante todos estos años... —las palabras se le atragantaron y cerró los ojos al sentirse invadida por una nueva oleada de dolor.

Índigo le apretó con suavidad el brazo, consciente de que la mujer había sufrido un tremendo shock y ansiosa por no provocar una nueva crisis.

—No, Phereniq. No temas afligirte.

Phereniq sacudió la cabeza.

—No es eso. Es sólo que me siento... tan desconsolada. —Tomó un sorbo de agua en un intento por calmarse—. Él lo era... todo para mí. Pero tú ya lo sabes, ¿no es así? He intentado ocultarlo, pero tú has descubierto la verdad. —Hizo una larga pausa—. No había tantos años de diferencia entre nosotros, ¿te habías dado cuenta? Entre Augon y yo. No tantos. Menos de los que dirías al contemplar mis cabellos grises y mi cuerpo pintarrajeado. Pero nuestros caminos eran diferentes: tan diferentes...

—Phereniq...

—No... no, por favor; déjame decirlo. Ayuda un poco —aspiró con fuerza—. Yo lo amaba. Incluso desde el primer día que lo vi, y de eso hace mas años de lo que a ninguno de nosotros le hubiera gustado recordar. Pero él... Bueno, era diferente, ¿sabes?. En aquellos tiempos era un guerrero; era todo lo que sabía. Y tal y como sucede con los guerreros, se hizo más fuerte con la edad; casi más joven incluso. Pero yo... —Un estremecimiento le recorrió la espalda, entonces se volvió para mirar a Índigo a la cara; sus ojos eran suplicantes—. Fui muy hermosa en una ocasión. ¿Puedes creerlo?

—Sí —le respondió Índigo con dulzura.

La mujer sonrió, fue una mueca sin alegría.

—Muchos hombres, de entre mi gente, me encontraban hermosa. Pero él me quería de otra forma: quería mi talento, mis poderes. Los necesitaba para que lo ayudaran en su ambición, y yo se los di de buena gana. Y él... —Hubo otra vacilación, más larga esta vez— Él me estaba agradecido. Sabía lo que había hecho por él, y siempre me lo agradeció. Pero yo no quería su gratitud. Yo quería... —Sacudió la cabeza en muda afirmación de la inutilidad de sus palabras—. ¿Qué importa ahora? ¿Qué importa nada? Está muerto. No hago más que decirme que no es cierto, pero lo es. Está... muerto.