—Si Simhara ha caído, encontraremos más que hogares abandonados dentro de poco —le informó—. Incluso aunque no haya soldados en la región, habrá bandidos en busca de todo lo que puedan conseguir. Vasi tenía razón; la carretera no es segura.
Grimya captó su idea.
—¿El desierto? —sugirió vacilante.
Índigo dirigió una rápida mirada especulativa en dirección al este. Desde aquella distancia no era posible ver dónde la tierra fértil daba paso al desierto del Palor; pero podía percibir su presencia más allá de la línea del horizonte, una sensación de hostilidad, aridez, vacío.
No obstante todo ello, el desierto resultaría ahora menos peligroso que la carretera. Tenía mapas que había comprado en Huon Parita: sin duda no serían exactos, pero le servirían de ayuda. Y la piedra-imán no le fallaría. Era mucho mejor, pensó, enfrentarse a los peligros del Palor que arriesgarse a seguir por su ruta actual.
Dijo a la loba:
—Tenemos comida suficiente para varios días. Y existen oasis en el desierto. Si viajamos hacia el interior durante un día o dos y luego giramos, deberíamos llegar a Simhara por el nordeste. Ningún invasor se molestaría en poner centinelas en el desierto.
—Puede que no po... damos acercarnos a la ci... ciudad —observó Grimya.
—Lo sé. Pero tengo que intentarlo. Tengo que hacerlo. Lo comprendes, ¿verdad, Grimya?
—Claro que sí. Y adonde vayas, yo te se... seguiré.
Índigo se sintió avergonzada, y no era la primera vez. De nuevo conducía a la loba a privaciones y peligros, pero ni un solo instante había flaqueado la lealtad de Grimya para con ella. No tenía derecho a esperar tal devoción, ya que no había hecho nada para merecerla, y repuso con voz suave:
—Grimya..., ésta es mi batalla, no la tuya. No existe ningún motivo por el que debas arriesgar tu vida para permanecer a mi lado. Y si tú...
La loba la interrumpió.
—No, Índigo. Ya has dicho lo mismo o... tras veces. No hice caso de ellas en... entonces, y no lo ha... re ahora. Soy tu a... miga. Eso es todo lo que im... importa.
—No merezco una amistad así.
—Eso lo decido yo.
Índigo sabía —como le había sucedido en otras ocasiones— que no habría forma de hacer cambiar de opinión a su amiga. Y aunque saberlo no tranquilizó su conciencia, alegró su corazón.
—Grimya, me parece que eres una insensata. —Parpadeó, para luego echarse a reír con timidez para encubrir la emoción que sentía—. ¡Escúchame: empiezo a hablar como Vasi! Pero es cierto. —Sonrió en dirección a la loba—. Y me siento más agradecida por ello de lo que puedo expresar.
De repente sopló una ardiente brisa procedente de tierra adentro, que agitó sus cabellos y trajo un seco y penetrante aroma que desterró parte del hedor del poblado. Un soplo procedente del desierto que era como una invitación... Índigo decidió pensar que era un buen presagio.
Hizo girar la cabeza del chimelo, y vio cómo sus orejas se volvían hacia adelante cuando, también él, olió el desierto. Entonces lo azuzó ligeramente con los talones y, con Grimya a su lado, le dio la espalda a la carretera y se puso en marcha en dirección este.
CAPÍTULO 3
El sol empezaba a moverse hacia poniente detrás de ellas, aunque todavía no soplaba la menor brisa que mitigara el terrible calor, cuando Grimya avistó por fin una mancha verde en la distancia que interrumpía la interminable monotonía de la arena.
Habían viajado por el desierto durante un día y medio, e Índigo empezaba a comprender el significado de la frase «locura del desierto», que había oído de labios de algunos de los mercaderes de Huon Parita. Hasta donde podía ver en cualquier dirección, no existía nada excepto el implacable vacío del Palor, arena amarillenta confluyendo con un cielo amarillento en una total y tersa unidad. El sol se reflejaba sobre el árido terreno en enormes y temibles oleadas que difuminaban el paisaje bajo una ondulante neblina de calor, y tan sólo a la llegada de la noche surgían del cegador resplandor las formas ondulantes de dunas y montículos y devolvían a Índigo su sentido de la perspectiva. En las Islas Meridionales, su país de origen, había oído relatos de personas atrapadas en la tundra sin un lugar donde refugiarse durante las terribles ventiscas invernales. Personas que habían perdido el rumbo, el sentido de la orientación y por último la cordura cuando tierra, cielo y nieve se convirtieron en una sola cosa y sus mentes no pudieron resistir el impacto del blanco total a su alrededor. El desierto resultaba muy parecido a aquella letal ilusión, y dio gracias por no estar sola.
Hasta ahora, el viaje había transcurrido sin incidentes. Viajaban durante las horas más frescas de la mañana y la tarde, y bajo la luz de las estrellas durante gran parte de la noche, para descansar —aunque resultaba casi imposible encontrar una sombra— durante la parte más tórrida del día. El chimelo parecía incansable; eran animales criados en el desierto, y aunque a simple vista parecían caballos de piernas y cuellos extraordinariamente largos, sus pies planos y almohadillados, el pelaje pálido y ralo y la habilidad que poseían para avanzar durante horas —incluso días— sin beber, los convertían en seres adaptados a la perfección a la dura vida del desierto, Índigo se había acostumbrado ya al casi hipnótico trote peculiar del chimelo, y calculó que a su actual velocidad podrían virar hacia el sudoeste a la mañana siguiente y avistar las murallas de Simhara al cabo de otro día de viaje.
Acababan de escalar la ladera de una amplia duna, los pies del chimelo se movían sin dificultad sobre la suave y amontonada arena, cuando Grimya ladró un aviso. La loba estaba parada en la cima de la duna, su sombra se proyectaba muy alargada frente a ella, y su voz le llegó con gran claridad.
—¡Hay algo ahí delante! ¡Es verde!
Índigo forzó la vista, pero la interminable arena le devolvió su brillo y no pudo ver nada. Se frotó los ojos, los resguardó con una mano y, tras gruñir una maldición, lo intentó de nuevo. Y esta vez le pareció ver una mancha oscura en el horizonte, una salpicadura de color que rompía la monotonía del desierto.
El chimelo tiró de la brida, en un intento por seguir adelante, pero ella lo retuvo. Cuando volvió a mirar, la mancha seguía allí. Podía tratarse de un espejismo. O podía ser un grupo de falorim. O un campamento de soldados...
De repente empezó a soplar el viento y arrojó contra su rostro desprotegido partículas de
arena que picaban como avispas. Grimya alzó la cabeza y paladeó el agitado aire; luego lanzó un grito con voz excitada y apenas descifrable:
—¡A... gua! ¡Huelo a... gua!
Un oasis, Índigo se echo a reír de alegría, al recordar la última vez que había consultado el mapa que llevaba. Había visto la señal verde que representaba una charca, pero había decidido muy a su pesar que visitarla las alejaría demasiado de su camino, y había lamentado luego su decisión cuando sus reservas empezaron a volverse más salobres y desagradables con cada hora que pasaba. Ahora, no obstante, parecía como si sus cálculos hubieran estado equivocados, y habían ido a parar al ansiado oasis después de todo.
Recuperó la calma, apresuró al chimelo para que fuera hasta donde los esperaba Grimya balanceando la cola excitada.
—Lo mejor será que vayamos con cuidado, cariño —aconsejó a la loba—. Si hay alguien más allí, puede que no le guste nuestra presencia.
La lengua de Grimya colgaba fuera de su boca.
—No hay... nadie —dijo—. ¡Lo veo. Y... quiero be... ber!