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Índigo se puso en pie y se dirigió despacio a la puerta abierta que daba al patio. Grimya estaba sentada en la entrada, la cola se agitaba inquieta mientras observaba la oscuridad; cuando Índigo se acercó levantó la cabeza, pero su mente no envió ningún mensaje. Al igual que Índigo, no sabía qué decir o hacer; la pena de Phereniq sólo servía para incrementar su sensación de impotencia.

Y sin embargo, pensó Índigo, debía de haber algo que pudieran hacer. Macee otra vez: la amarga burla de la menuda davakotiana sobre ofrecer una reparación se había clavado profundamente. Debía de haber algo.

Empezó a volverse de nuevo hacia Phereniq, que había caído en un tenso y desdichado silencio, pero antes de que pudiera hablar, la puerta interior se abrió, Índigo levantó los ojos y vio a Luk en el umbral.

El rostro del muchacho tenía una palidez mortal, y era evidente que había llorado. Entró, cerrando la puerta tras sí, y vaciló al ver a Phereniq, que estaba acurrucada en el diván y no había reaccionado ante su llegada, Índigo le hizo una rápida señal, indicando que Phereniq no quería que se la molestara, y Luk atravesó la habitación con rapidez hacia la muchacha. Su voz era un susurro tenso.

—Índigo... ¿has oído algo? ¿Hay alguna noticia? ¡He estado ayudando en la búsqueda en los jardines del sur, y nadie ha querido decirme nada!

El, al igual que los otros, no sabía nada de lo que en realidad había sucedido, recordó Índigo con una sensación de frío temor. Ni siquiera sabía lo que le había sucedido a su padre, y ella no sabía cómo contarle la verdad.

—Luk. —Lo apartó del diván y de Phereniq—. Luk, tengo algo que decirte, y debes ser valiente...

La expresión del muchacho se heló.

—¿Jessamin? La han...

—No es eso, Luk. No la han encontrado. Y... no creo que lo hagan porque... —Hizo una pausa para aspirar con tuerza—. Hay algo sobre el pasado de Jessamin que tú no sabes. Ella... ella no es la persona que nosotros siempre hemos creído que era.

—No comprendo. ¿De qué hablas? —La voz de Luk aparecía bruscamente teñida de un tono agresivo.

No podía expresarlo con suavidad: no había más remedio que ser cruelmente honesta.

—Por favor, Luk —dijo—, escúchame. Han asesinado al Takhan. Todo el mundo cree...

«¡Índigo!»

El aviso de Grimya estalló en su mente antes de que pudiera decir nada más, y con él vino una violenta sacudida de temor, Índigo se volvió en redondo y... se quedó helada.

Bajo el dintel de la puerta del jardín, encuadrada entre las cortinas que se movían suavemente, estaba Jessamin.

Llevaba un camisón color azul cielo que dejaba al descubierto la suave piel de sus brazos. La prenda estaba empapada por completo, el agua chorreaba hasta el suelo y formaba charcos bajo el dobladillo, y en la falda se veían restos de algas marinas. Por una obscena ironía la reluciente Red, el Regalo de Khimiz, adornaba todavía sus cabellos, que se enroscaban debajo en suaves mechones alrededor de su rostro. Sus ojos, grandes y oscuros, eran pozos de completa inocencia. Y dulcemente, con cierta timidez, les sonreía.

—¡Jessamin! ¡Oh, Jessamin!

El rostro de Luk se iluminó lleno de amor y alivio. Hizo intención de ir hacia el ventanal y extendió los brazos hacia la Infanta, pero entonces se detuvo en mitad del paso al tiempo que la expresión de alivio se trocaba por una de desilusión y luego, de pronto, de horror.

Jessamin seguía sonriente. Pero también ella extendía ahora los brazos, y las palmas, vueltas hacia arriba, estaban rojas y viscosas y chorreaban. Y sus labios se abrían, su boca se ensanchaba hasta el límite de lo imposible para convertirse en unas enormes fauces inhumanas, descubriendo dos colmillos curvos, delgados como agujas, y una lengua negra y bífida que se agitaba y agitaba incesante.

Luk salto hacia atrás, chocando contra Índigo con tal fuerza que estuvo a punto de derribarla. Su cuerpo jadeaba violentamente mientras luchaba por recuperar el aliento; intentaba hablar, trataba de negar lo que sus ojos y oídos le decían; pero todo lo que pudo lanzar fue un mudo lloriqueo. Por el rabillo del ojo Índigo vio a Phereniq, todos sus músculos paralizados, que miraba con ojos enloquecidos a la sonriente criatura; mientras que Grimya, con el estómago pegado al suelo y las orejas gachas, retrocedía, gruñendo su miedo. Y la cosa que era Jessamin empezaba a metamorfosearse. El empapado camisón centelleó y desapareció, y bajo él había no el cuerpo de una niña, sino el de una enorme, sinuosa serpiente de escamas plateadas. Sólo permanecían los brazos y las manos teñidas de sangre, y los dorados rizos, aunque la cabeza situada bajo ellos era la de una serpiente. Y desde aquella cabeza plana, sobre la sonriente boca, los ojos color miel tostada de Jessamin los contemplaban con espantosa calma. Esos ojos giraron en sus_ órbitas lentamente, hasta que se posaron sobre el rostro de Índigo. Y una voz que siseaba y susurraba como el agua, extraña, viperina, cruel, dijo:

—¡Ah, mi amiga y educadora! He regresado para darte las gracias, y despedirme por fin de ti.

Índigo contempló la monstruosidad en que se había convertido la Infanta, con nauseabunda sensación de repugnancia. No podía responderle: el demonio se burlaba de ella, se mofaba de su estupidez y su fracaso. Y no había nada, nada que pudiera hacer contra él.

—Tengo un regalo de despedida para ti —continuó la serpiente—Jessamin—. Un regalo por el que podrás recordarme en el futuro. Porque tendrás mucho tiempo para lamentar tus errores, ¿no es así? Toma, Índigo. Un recuerdo mío. Y del hombre al que, por desgracia, juzgaste tan mal, cuyo amor estúpido e impropio fue el catalizador que me liberó de mi crisálida mortal. Arroja esto sobre la tumba marina de Augon Hunnamek, porque su esposa ya no la necesita.

Levantó una de sus manos de niña hacia la Red que cubría sus cabellos dorados. La Red se soltó, y sus peces de piedras preciosas brillaron con fuerza a la luz de las lámparas; y descuidadamente, con desprecio, el demonio retorció la preciosa reliquia hasta convertirla en una bola informe antes de arrojarla a los pies de Índigo.

—Estoy casi completa ahora —siguió la susurrante voz con dulce y malévolo tono triunfal—. Esta noche me dedicaré a descansar en la oscuridad y el silencio, de modo que pueda reunir toda mi energía para que mi poder alcance su cénit. Pero regresaré. En esa fría hora que hay antes del amanecer, la Serpiente Devoradora se alzará: no el Devorador de Serpientes como has creído durante tanto tiempo, sino la Serpiente que Devora. Y en esa hora, me volverás a ver. Porque entonces se iniciará un nuevo reinado... ¡y entonces todo Khimiz conocerá mi auténtico nombre!

Un sonido espantoso y apenas humano brotó de la garganta de Phereniq, pero el demonio la ignoró. La maligna cabeza giró, despacio, sinuosa, recorriendo por última vez desdeñosa la habitación. Entonces los dorados cabellos se marchitaron, cayendo como hojas muertas de su cabeza, y los oscuros ojos se encogieron y palidecieron hasta convertirse en dos diminutos e inhumanos puntos de luz inexpresivos. Los brazos de la criatura se secaron, la carne se arrugó, se disecó, hasta que no quedó más que el hueso y entonces empezó a oscurecerse, ennegrecerse, y por fin se deshizo, convirtiéndose en polvo que la brisa nocturna barrió. Repugnante en su forma completa la serpiente se alzó, desenroscándose, reluciendo con una luz nacarada. La luz que la rodeaba brilló con más fuerza, Índigo vio cómo la escena se distorsionaba violentamente, como si la hubieran arrojado de repente bajo el agua, y el sonido de una enorme ola al estrellarse resonó en sus oídos. Lanzó un grito...

Y la serpiente había desaparecido.