La muchacha estaba en el suelo, barrida y derribada por la terrible pero silenciosa conmoción que había acompañado a la desaparición del demonio. Vio cómo Grimya se levantaba con un esfuerzo, a Phereniq de rodillas agarrada al borde del lecho, a Luk...
Luk se ponía en pie. Sus ojos estaban salvajemente dilatados, su mirada clavada en el ventanal abierto donde la cosa que era Jessamin se había balanceado y mofado de todos ellos, Índigo extendió la mano hacia él; el movimiento lo alertó y su cabeza giró en redondo. Por un instante sus miradas se encontraron, se clavaron la una en la otra. Entonces Luk lanzó un terrible grito inarticulado de dolor y agonía, y salió corriendo, como si otros mil demonios lo persiguieran, fuera de la habitación y lejos de allí pasillo adelante.
Índigo se puso en pie despacio. Grimya, los pelos del lomo todavía encrespados, se deslizó hacia ella. La voz de la loba al penetrar en su mente estaba llena de temor.
«Indigo, ¿qué vamos a hacer?»
El susurro sibilante e inhumano del demonio resonaba aún en la cabeza de Índigo. En esa fría hora que hay antes del amanecer... me volverás a ver. La monstruosidad había regresado al mar, a esperar la devastadora conjunción que completaría su transformación y daría vida a todo su potencial. No les quedaban más que unas pocas horas antes de que regresara. Y cuando lo hiciera, nada ni nadie podría contra ella. Tal y como el demonio-serpiente había pronosticado, empezaría un nuevo reinado; e Índigo sabía que eso representaría el fin de toda esperanza para Khimiz, y la ruina de su misión.
Pero ¿qué podía hacer? No tenía poder, ni armas, nada con que luchar contra un demonio así. No obstante, todas las fibras de Índigo le gritaban que actuara, que hiciera algo, cualquier cosa. No podía aceptar la derrota. Debía de existir una forma...
Un repentino movimiento la alertó, se volvió y vio a Phereniq, todavía de rodillas, que se arrastraba hacia el arrugado bulto que era la Red que el demonio había arrojado, burlón, al interior de la habitación. Al llegar junto a él, la astróloga lo recogió y empezó, con manos temblorosas pero decididas, a desenredarlo, alisando los aplastados pliegues, liberando con veneración los diminutos peces hechos de piedras preciosas. Sus lágrimas centelleaban como si también fueran joyas al caer entre la reluciente malla.
—Phereniq.
Índigo llegó junto a ella, se agachó, y posó una mano sobre sus dedos que se movían febriles.
Phereniq levantó la cabeza, el rostro lleno de desdicha.
—Phereniq, escúchame —dijo Índigo, apremiante—. Tenemos muy poco tiempo. ¡Hemos de encontrar una forma de destruir a este demonio!
Phereniq desvió la cabeza a un lado.
—No hay nada que podamos hacer —respondió, desolada—. Deja que venga. Deja que nos destruya a todos, si es eso lo que planea. Ya no me importa.
—¡Tiene que importarte! ¡No podemos rendirnos ahora..., hemos de hacer algo para detener esto!
—¿Por qué? —inquirió Phereniq, llena de tristeza—. ¿Qué importa nada, Índigo? No queda nada; todo ha terminado.
Índigo apretó los labios. No quería ser cruel, pero tenía que sacar a Phereniq de su apatía. Con los pocos aliados que tenía, no podía arriesgarse a perder otro.
Le dijo:
—¿Es eso lo que habría dicho Augon? ¿O lo que habría esperado oír de tus labios? ¡Yo pensaba que tú eras su campeona, Phereniq, pero parece que tu lealtad no va tan lejos como siempre has querido dar a entender!
Phereniq volvió con violencia la cabeza y sus manos se cerraron sobre la maraña de la antigua Red, casi desgarrándola.
—¡Tú no sabes nada!
—¡Oh! Me parece que sí. ¡Lo bastante, al menos, para darme cuenta de que fuera lo que fuese, Augon Hunnamek no era un cobarde!
La cólera centelleó en los ojos de la astróloga.
—¿Cómo te atreves...?
—Venganza, Phereniq —la interrumpió Índigo, haciendo caso omiso—. Venganza por lo que le ha sucedido. ¿No quieres eso? ¿No sería eso un último tributo, si de verdad lo amabas tanto como dices? —Le dedicó una lúgubre sonrisa—. Y si tu propia vida ya no te importa, entonces seguramente el riesgo vale la pena.
El aguijón había dado en el blanco; pudo verlo, vio el destello de incertidumbre, luego de esperanza. Pero la esperanza murió pronto.
—¿Cómo? —dijo Phereniq con voz hueca—. ¿Cómo puedo vengarlo? No soy ni una hechicera ni un mago. Y aun si lo fuera, ¿de qué me serviría? ¿Crees que incluso la mayor hechicera del mundo podría contra esa... esa cosa? Está más allá del poder de cualquier ser humano. Sólo la Madre del Mar en persona podría detenerla ahora.
Volvía a ocuparse de la Red, aturdida, sin darse cuenta de lo que hacía, y de repente algo se encendió en la mente de Índigo. Se quedó totalmente inmóvil cuando las últimas palabras de Phereniq dieron en el blanco. Sólo la Madre del Mar en persona...
—Phereniq —dijo en una peculiar voz tirante—. ¿La Red es uno de los Tres Regalos, no: los regalos que la Madre del Mar le dio a Khimiz, siglos atrás? —Se detuvo, luego siguió— ¿No recuerdas la leyenda?
Las manos de Phereniq dejaron de moverse y contempló con atención los pliegues de la malla, dejándolos resbalar de sus dedos en relucientes puñados.
—¿La leyenda...?
—¡Sí! ¡Los Tres Regalos son más que símbolos: fueron entregados por la propia mano de la Diosa, y son los cimientos sobre los que se construyó Khimiz! ¿No te das cuenta de lo que significa? ¡Tienen poder, auténtico poder! —El corazón le palpitaba enloquecido de excitación, temor y esperanza—. ¿No se podría recurrir a estos regalos para que nos ayudaran ahora?
La expresión de Phereniq empezó a cambiar.
—Por la Diosa... pero ¿cómo?
—¡No lo sé: pero tiene que existir una posibilidad! Phereniq, los otros dos Regalos, ¿sabes dónde están?
—El Tridente está en el palacio —repuso Phereniq, sin respiración. Empezaba a contagiarse rápidamente de la excitación de Índigo—. Se trajo desde el templo durante la procesión, lo expusieron en la gran sala.
—¿Y el Áncora? ¿Dónde está el Áncora?
La astróloga meneó la cabeza.
—Según todos los archivos, está, o estaba, guardada en algún lugar del templo, pero no sé dónde. Nunca la he visto, ni conozco a nadie que lo haya hecho. , —El altar en forma de barco tiene un áncora —replicó Índigo con vehemencia—. Podría...
—No, no. Al igual que la Red y el Tridente, el Áncora está hecha de oro macizo. La del altar no es más que una copia en madera; no es el Regalo. Pero la auténtica Áncora está en el templo.
—¡Entonces debemos encontrarla!
—Sí. —Phereniq volvió la mirada hacia el patio, donde la luna avanzaba lentamente por el firmamento, y se estremeció—. Nos queda tan poco tiempo... Índigo, adelántate tú al templo. Llévate la Red; empieza a buscar el Áncora. Yo recogeré el Tridente, y te seguiré tan deprisa como pueda.
Índigo estaba ya a medio camino de la puerta cuando la astróloga volvió a hablar de repente.
—Índigo...
La muchacha se detuvo y volvió la cabeza.
—Incluso si encontramos el Áncora —dijo Phereniq, con voz tensa—, no sé cómo despertar cualquier poder que las reliquias contengan. Pero me da en los huesos que es lo único que podemos hacer. Y al menos debemos intentarlo. —La sombra de una triste sonrisa apareció en sus labios—. Has hecho que lo comprenda. Y también me has hecho comprender que realmente quiero vengar a Augon. Me gustaría pensar que él... él lo hubiera deseado. —La voz se le quebró: se llevó una mano al rostro, luego sacudió la cabeza, con energía—. No; éste no es el momento ni el lugar para seguir lamentándolo. Ve, Índigo, date prisa. ¡Y reza para que la Madre del Mar nos dé su favor esta noche!