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Índigo presentó brevemente a Phereniq y Macee, y la davakotiana comunicó el resultado, hasta ahora infructuoso, de su búsqueda.

—No hay nada en el lado este que resulte ni meramente prometedor —explicó con tristeza—. Esculturas y decoraciones en cantidad, pero ni un áncora entre todo ello. De hecho empiezo a sospechar que la única áncora de todo el templo es esa de madera del altar, y eso es muy curioso de por sí.

Índigo miró de nuevo el áncora de madera tallada. Sostenida por una delgada cadena que colgaba del costado del enorme barco, sus uñas descansaban sobre el suelo debajo de la quilla, creando la ilusión de que ella sola anclaba la nave-altar dentro del templo. Era casi tan alta como ella, y a diferencia de la mayoría de los objetos del altar su superficie estaba sin adornar, aunque años de diligente limpieza habían dado a la vieja madera un cálido brillo que hacía que resplandeciera como el bronce. Despertada su curiosidad por el comentario de Macee, Índigo regresó junto al áncora, esquivando con cuidado la Red que había dejado doblada junto a ella, y posó una mano sobre la dura y brillante superficie.

En su garganta, la piedra-imán que colgaba de la correa palpitó como si una brasa ardiendo hubiera tocado por un instante su piel.

Los otros levantaron la cabeza asustados al escuchar el grito de sorpresa de Índigo, y Grimya se le acercó a toda prisa.

«¡Indigo! ¿Qué sucede?»

La ansiosa pregunta de la loba fue repetida en voz alta por Phereniq.

—No... lo sé. —Índigo retrocedió, aferrando con fuerza la piedra-imán, que notaba caliente aunque la sensación ardiente había desaparecido—. He tocado el áncora, y... —

Extendió la mano de nuevo, vacilante, luego la retiró, temerosa de repetir el experimento; era como si la piedra-imán hubiera intentado decirle algo.

Luego bajó la mirada, y vio que los pliegues de la red de oro estaban revueltos. Debía de haberles dado un golpe con el pie al acercarse al áncora.

—¡Phereniq! —Su voz estaba ronca de excitación—. ¡Trae el Tridente aquí, rápido!

La astróloga se apresuró a acercarse, con Macee y Luk pisándole los talones. El Tridente estaba todavía envuelto; Índigo tomó el paquete y le quitó la tela que lo envolvía y alzó la reliquia; Macee dejo escapar un débil silbido de admiración.

—¡Qué hermosura! —Llena de respeto extendió una mano y lo tocó—. ¡Qué obra! ¿Es realmente tan antiguo como cuenta la leyenda?

—Nadie lo sabe seguro.

También Índigo contemplaba el Tridente, haciéndole girar despacio en su mano de modo que reflejara la pobre luz. Era, como había dicho Macee, muy hermoso. El elegante mango era de oro macizo, y se estrechaba hasta tomar la forma de un estilizado pez de oro de cuya boca surgían tres lengüetas terminadas por diamantes tallados en forma de punta de flecha. Joyas verdes y azules rodeaban el mango y la cola del pez, donde adoptaban la forma de una ola.

Pero había más que belleza en aquel antiguo objeto, Índigo lo sentía ahora, segura y claramente; el Tridente parecía vibrar en sus manos —o a lo mejor eran sus manos las que temblaban— y la piedra-imán palpitaba de nuevo, como un diminuto corazón vivo. Se volvió hacia el áncora de madera y extendió la mano para tocarla otra vez, con creciente excitación.

—Está aquí —anunció—. De alguna forma, esta áncora y la que buscamos están conectadas. Pero no sé... —Y lanzó una ahogada exclamación cuando, bajo la palma de su mano, sintió cómo el áncora se movía.

—¡Se ha movido! —siseó Macee—. Lo he visto; se ha movido.

Y ella sostenía el Tridente, igual que antes había estado tocando la Red...

—Phereniq... —Índigo gesticuló frenética en dirección a la astróloga—. La Red...

Un destello de esperanza y comprensión apareció en los ojos de Phereniq. Recogió entre los brazos una brazada de la reluciente malla, avanzó y tropezó casi al enredarse con la Red en su precipitación, Índigo tomó su mano, en un intento por evitar que perdiera el equilibrio.

Y el áncora de madera se balanceó como si algo la hubiera golpeado con terrible fuerza.

—¡Madre Todopoderosa! —Phereniq se quedó helada.

—¡Tócala! —gritó Índigo. De repente, llena de satisfacción, supo lo que iba a ocurrir—. ¡Toca el áncora..., completa la cadena!

Sujetando todavía la Red, Phereniq dio un paso hacia adelante. Sus dedos entraron en contacto con la pulida madera, y una luz resplandeció de súbito en el templo e hizo que Macee y Luk dieran un salto hacia atrás y que Grimya lanzara un ladrido de protesta. El resplandor duró tan sólo un instante antes de desaparecer, y mientras sus ojos luchaban por ajustarse de nuevo a la penumbra, Índigo sintió cómo la madera se partía bajo su mano, se desmenuzaba. Oyó la exclamación ahogada de Phereniq y supo que también ella experimentaba el mismo fenómeno. Entonces, con un ruido seco, toda la estructura del

áncora de madera tallada se agrietó y se desplomó en el suelo.

Brillante en la penumbra, el tercer Regalo de oro de Khimiz, guardado durante tanto tiempo en el interior de su estuche de madera, se balanceó ligeramente al extremo de la temblorosa cadena.

Macee murmuró un juramento en davakotiano, que ahogó inmediatamente al recordar dónde se encontraba. Luk y Grimya se veían incapaces de hacer otra cosa que mirar, mudos de asombro; mientras que Índigo y Phereniq sentían la emoción del éxito y el resarcimiento recorría sus cuerpos como un vino embriagador.

—Estaba aquí —musitó Phereniq—. Estaba aquí, pero nadie lo sabía. Y tú... —Dirigió una rápida mirada a Índigo—. Cómo pu... —no pudo terminar la pregunta.

Índigo ni siquiera intentó responderle. Sus manos estaban aún unidas, ella sujetaba el Tridente, Phereniq aferraba la Red; y pensó: los Tres Regalos están juntos. ¿Pero ahora qué? Diosa, ayúdame, ¿qué hemos de hacer ahora?

En lo alto, por encima de sus cabezas, un suave sonido rompió el silencio, pero nadie le prestó la menor atención, Índigo cerró los ojos, con un afán desesperado de obligar a su confundida mente a pensar con claridad. Tenían los Regalos, los talismanes protectores de la Madre del Mar. Pero ¿cómo utilizarlos? En el interior del templo empezaba a despertarse el poder. Lo sentía como electricidad contenida en el aire; por el momento ya se había abierto paso a través del letargo de muchísimos años para sacar el Áncora de su antiquísimo escondite. Pero algo lo contenía aún. Faltaba algo.

El sonido que había escuchado antes pero sin prestarle atención se repitió. Un suspiro, como si algo enorme hubiera exhalado débilmente en lo alto. Sin querer, Índigo levantó la cabeza, más allá de la enorme masa del casco de la nave-altar hasta donde las blancas velas se alzaban fantasmagóricas en dirección a la cúpula. Había una luz en el palo mayor; no el resplandor de las lámparas del templo sino algo más apagado, frío; un brillo difuso y remoto. Unos reflejos apenas perceptibles jugueteaban sobre la tela de las velas y se dio cuenta de que se movían con agitación pese a que no había la menor brisa que pudiera balancearlas.

Y sin previo aviso, una voz habló en su mente. Una voz enorme, amable pero a la vez feroz, e impresionantemente poderosa, que pronunció una sola palabra:

ARRIBA.

El grito involuntario de Índigo colisionó con un aullido inarticulado procedente de algún lugar a su espalda. Aturdida, se volvió en redondo, y vio que todo el templo parecía brillar con el mismo resplandor frío y difuso que había vislumbrado entre las velas de la nave. De pie y totalmente rígida frente a la proa, su figura espectral bajo aquel brillo nacarado, Macee la contemplaba con ojos desorbitados.