—¡Ha hablado! —En la voz de la menuda mujer había terror puro—, ¡Índigo, ha hablado! ¡No lo he podido oír, pero lo he visto, he visto cómo la boca se movía! —Y al ver que Índigo no comprendía, se tambaleó hacia adelante y señaló por encima del hombro de la muchacha—. ¡El mascarón! ¡La imagen de la Madre del Mar... oh, que la Diosa se apiade de mí, he visto cómo sus labios se movían.
Presa del pánico había abandonado la lengua khimizi por la suya propia, y ni Phereniq ni Luk entendieron lo que decía. Pero Índigo sí. Sintió como si se le revolviera el estómago, y volvió a dirigir la mirada a toda prisa hacia las blancas velas que se alzaban sobre ellas. Se hinchaban, la luz que relucía a través de ellas aumentaba y, como en definitiva confirmación de la insensata e imposible idea que había penetrado violentamente en su cerebro, se escuchó un fuerte crujido procedente de uno de los viejos maderos bajo su corteza de piedras preciosas.
—¡Corred!—gritó con toda la fuerza de sus pulmones—. ¡Las escaleras... corred!
Y sin esperar a ver si los otros la seguían, corrió en dirección a la escalera que conducía a la cubierta de la nave-altar. Mientras corría sintió que el aire se espesaba, se cargaba de poder estático a medida que el poder latente en el interior del Templo de los Marineros empezaba a agitarse. Todo estaba rodeado de una aureola del frío resplandor azul verdoso; centelleaban las chispas en sus cabellos y en el pelaje de Grimya que corría a su lado; y el Tridente que Índigo sujetaba en su mano brillaba con una potente y deslumbrante luz, como si estuviera al rojo vivo.
Llegaron a la escalera y Grimya se le adelantó, con más aspecto de un fantasma de color azul-gris que de un ser vivo mientras se precipitaba escaleras arriba hasta la cubierta. Al llegar a la batayola, que brillaba con una corona de colores en movimiento, Índigo miró hacia atrás y vio a Luk que la seguía y ayudaba a Phereniq con la Red. Sólo Macee se había quedado atrás, mirando hacia arriba con el rostro lívido y atemorizado y apareciendo de repente muy vulnerable desde el suelo del templo, Índigo sintió que la embargaba un tórreme de simpatía y cariño, y la llamó, extendiendo una mano como si pudiera coger la de Macee y darle confianza.
—Macee, ¿no te das cuenta? ¿No ves lo que la Madre del Mar nos ha concedido, y lo qué quiere que hagamos? ¡Te necesitamos, Macee!: necesitamos tus conocimientos ahora más que nunca!
La menuda mujer vaciló por un instante; pero una emoción más fuerte y profunda empezaba a reemplazar al temor de sus ojos. Entonces el barco crujió de nuevo y Macee se puso en movimiento: se lanzó hacia adelante y subió los peldaños de tres en tres, para saltar sobre cubierta y a los brazos de Índigo, Índigo la abrazó como si se tratara de una hermana largo tiempo perdida, luego se vio apartada con cariño pero con energía mientras Macee se giraba y examinaba la cubierta con una rápida mirada. Su expresión seguía siendo frenética, pero ahora, además, excitada.
—¡A las velas! —aulló, indicando las cuerdas que aseguraban la parte inferior de las velas en medio del barco—, Índigo, tú sabes lo que hay que hacer: enséñaselo al muchacho,
y...
El resto de sus palabras quedaron ahogadas cuando el viento penetró como un aullido a través del templo surgiendo de alguna parte y las enormes velas sobre sus cabezas se llenaron e hincharon con su fuerza, crujieron como titánicos látigos. Unos relámpagos atravesaron la proa de la nave, y con ellos llegó el sonido de la piedra al partirse, al tiempo que las enormes pilastras sobre las que descansaba el altar se derrumbaban. La cubierta dio una sacudida bajo los pies de Indigo; aferrada a la barandilla, con los cabellos ondeando al fuerte viento, se dirigió a trompicones a cumplir la orden de Macee tras llamar a Luk para que la ayudara. Macee, su cuerpo sorprendentemente iluminado por el resplandor azul-verdoso que brotaba ahora de las paredes del templo, parecía estar en todas partes al mismo tiempo: gritaba órdenes, chillaba palabras de ánimo... Incluso Phereniq, con su falda que ondeaba enloquecida bajo el vendaval, estaba de pie y manejaba con habilidad las cuerdas, con una energía que jamás hubiera creído poseer. Y el mismo barco empezaba a cambiar. Los mástiles perdían su antiguo brillo y adquirían el aspecto de maderos saturados y casi petrificados por años de exposición a los efectos del mar; las cuerdas y las jarcias se volvían más gruesas, convirtiéndose en maromas ásperas y alquitranadas y terriblemente poderosas; las velas ya no eran de seda sino de resistente lona, manchadas por la sal del mar y tensándose con atronador ruido contra sus amarras. Por todas partes, las joyas y los metales preciosos y las delicadas maderas talladas se transformaban en latón y bronce y hierro y maderos resistentes, al tiempo que el altar y las incontables miles de ofrendas que la adornaban se metamorfoseaban, una bestia dormida que se despertaba por fin, para convertirse en una auténtica nave. Y llenando los oídos de Índigo por encima del aullido del viento y el crepitar y crujir de las hinchadas velas llegó un nuevo sonido: el incesante y estimulante rugido del mar.
Macee, que también lo había escuchado, corrió a la barandilla. Las escaleras apoyadas al costado del barco se desprendían y se estrellaban contra el suelo, e incluso mientras la davakotiana miraba abajo, el suelo pareció alzarse como si se convirtiera de mármol en agua.
—¡LEVAD EL ANCLA!
Su estentóreo bramido se elevó por encima del creciente clamor e Índigo vio cómo empezaba a tirar de la cadena a la que estaba sujeta el Áncora. Corrió junto a Macee y añadió sus propias energías a sus esfuerzos; a los pocos instantes Luk se unió a ellas y sujetó también la cadena, y los tres tiraron a la vez, los pies bien apuntalados para contrarrestar el peso del Áncora que poco a poco, muy despacio, empezaba a subir. Macee, sudorosa, con los bíceps a punto de estallar por el esfuerzo, empezó a entonar una canción davakotiana; su mirada se encontró con la de Índigo y ésta hizo una mueca y se unió a la saloma, al tiempo que su cuerpo se adaptaba de forma inconsciente a su continuado e hipnótico ritmo mientras tiraba. Su mente se llenó de embriagadores recuerdos, de su época a bordo del Kara-Karai, con la cubierta cabeceando bajo sus pies y el mar y el viento y las olas zumbando en su sangre... Y entonces el Ancora apareció, se alzó sobre el costado del barco, y ya no era delgada y dorada sino un enorme peso de hierro, incrustado de bálanos y chorreando agua.
—¡TODOS A LAS MAROMAS! —rugió Macee al tiempo que un violento estremecimiento hizo que la nave se balanceara de proa a popa—. ¡SE MUEVE!
De repente la nave dio un tremendo bandazo, tirando al suelo a Luk y a Phereniq. Y de la proa surgió un nuevo sonido, tembloroso, estremeciéndose a través del tambaleante templo, Índigo miró al frente y agarró el brazo de Macee con una exclamación ahogada al ver que los brazos extendidos del enorme mascarón empezaban a alzarse, las manos a abrirse, los cabellos ya no estaban esculpidos e inmóviles sino que eran reales, ondeaban al viento en torno a aquel rostro sereno. El salvaje canto de sirena que surgía de la sonriente boca de la imagen aumentó de volumen, vibró con la corriente de energía que recorría el templo mientras las paredes parecían caer, disolverse, hundirse en la caótica oscuridad, y el barco empezaba a moverse. Delante de ellos las puertas se iban ensanchando cada vez más, y cuando el barco tomó impulso se hicieron añicos dando paso a la noche. El puerto había desaparecido, Simhara había desaparecido; en su lugar, a través del gran abismo en el que habían estado las puertas, el mar tronaba y hervía en dirección a ellos, y sobre el mar colgaba, tétrico y fantasmal, no el familiar disco blanco de la luna llena, sino un disco negro y maligno, rodeado por una aureola de espectral luz plateada, Índigo tuvo una última visión de la auténtica forma del templo desvaneciéndose en la distancia como un sueño roto, y entonces se abrieron paso a través de las dimensiones, a través de las barreras incognoscibles que existen entre los mundos, y el reluciente barco, un enorme y fantasmal avalar, zarpó con la marea que corría a su encuentro.