Выбрать главу

Aquella misma reacción instintiva la impulsó ahora, la sacó de la parálisis para llevarla a la acción. Estaban en la proa, el mar bullía vertiginoso bajo ellas, y la Jessamin-serpiente-demonio era una refulgente y palpitante pared delante de ellos, Índigo alzó la Red, sintió cómo Phereniq hacía lo mismo, y entonces Grimya salió a toda carrera en busca de lugar seguro; Macee ocupó su lugar, y juntas levantaron la enorme y brillante masa de malla. Sus brazos se alzaron hasta el límite, los músculos listos para lanzarla... y de repente aparecieron otras manos, enormes y poderosas, sujetando la Red de oro y elevándola, más y más, al tiempo que los brazos del gigantesco mascarón de proa se alzaban para unirse a los de ellas en un terrible torrente de pura y furiosa energía, Índigo sintió que una nueva fuerza fluía por sus músculos, sus arterias, sus huesos, oyó cómo sus compañeras gritaban al unísono y gritó con ellas... Entonces la Red voló sobre la proa y hacia el cielo, arriba y lejos como un reluciente pájaro; se extendió y giró y descendió de nuevo para engullir la convulsionada cabeza y el cuerpo de la serpiente.

Un alarido ensordecedor y sibilante llenó la noche, eliminando incluso a la rugiente canción del mascarón. La serpiente se revolvió cuando la malla cayó sobre ella y la enredó, y los enormes anillos gris plata se agitaron fuera del agua, se retorcieron, se revolvieron, golpearon las aguas y la lanzaron hacia el cielo. A través del revoltijo de malla dorada y escamas plateadas Índigo vio que la enorme boca de la serpiente se abría desmesuradamente como presa de furia, de dolor o de ambas cosas, y vio, también, que allí donde la Red la tocaba, la piel del demonio parecía arder. Al cabo de un instante la imagen quedó borrada junto con toda otra imagen cuando lo que parecía una sólida masa de agua cayó estrepitosamente sobre la nave, Índigo se vio derribada y echada hacia atrás cuando la enorme oleada provocada por los movimientos de la serpiente se estrelló sobre la cubierta; su mano se agitó frenética y consiguió agarrarse a un cabo, frenándolo con brusquedad, y se incorporó como pudo, empapada por completo y escupiendo agua; comprobó que los demás estaban bien, agarrados con manos y dientes a maromas, barandillas, mástiles, mientras la ola proseguía su curso y desaparecía por la popa. Pero su alivio duró tan sólo un instante. Macee, todavía en la proa, empezaba a ponerse en pie, pero de repente se quedó paralizada, mirando hacia arriba. Entonces lanzó un aullido de advertencia que pudo oírse incluso por encima de la cacofonía de sonidos.

—¡Cuidado arriba! —indicó desesperada—. ¡Cuidado!

Enloquecido por el dolor y la rabia, el demonio-serpiente se alzaba más y más hacia el negro cielo, mientras la monstruosa cabeza amenazaba con desgarrar la Red que la tenía atrapada y liberarse. Su cuerpo, ahora tan próximo al barco que Índigo tuvo la horrible sensación de que si estiraba la mano podría tocarlo, surgió de las aguas, una enorme mancha borrosa de macilenta fosforescencia que ocupó todo su campo visual mientras se elevaba hacia el cielo; y entonces, con una tremenda torsión que envió una nueva sarta de olas contra la nave, la gigantesca cabeza se dobló hacia delante y hacia ellos.

—¡Índigo! ¡Índigo! —Era la voz de Phereniq, aterrorizada y acompañada por un aullido de Grimya—. ¡El Tridente! ¿Dónde está el Tridente?

Las palabras fueron como una estocada en la mente de Índigo que rompieron la parálisis provocada por el horror que por un momento precioso y vital la había inmovilizado. Se volvió y corrió hacia la barandilla de babor, pero antes de poder llegar escuchó el estruendo de la madera al astillarse cuando la serpiente golpeó el barco. El palo mayor se rompió, y una avalancha de palos rotos se abalanzo sobre la cubierta. El barco se inclinó con un terrible gemido y arrojó a Índigo, patinando de costado, hasta su meta. La muchacha empezó a rebuscar con desesperación entre el revoltijo de maderos rotos y aparejos destrozados. No lo encontraba..., si el Tridente había desaparecido, si se había perdido...

—¡Aquí, Índigo!

El grito provenía de muy cerca de ella, y vio a alguien que intentaba acercarse a gatas por entre los restos de madera y velas. Se trataba de Luk, y su mano se aferraba al Tridente, Índigo tuvo tiempo de dar una mirada a su expresión macilenta, angustiada pero a la vez decidida antes de que otro atronador estrépito zarandeara la nave, y la vela mayor, sujeta todavía a su botavara, se desplomó sobre cubierta, Índigo le gritó a Luk para que retrocediera, y la enorme superficie de lona cayó entre ambos, separándolos.

Un grito agudo e insensato hendió el aire. La muchacha levantó la cabeza. Allí donde había estado la vela mayor no había más que un espacio negro, y recortada contra el cielo vio la cabeza de la serpiente echándose hacia atrás, echando a un lado los destrozados restos de las velas y los palos que sus mandíbulas habían desgarrado de sus amarras antes de que la enorme fauce se abriera de nuevo, una retumbante caverna negra con colmillos parecidos a mortíferas estalactitas, y se lanzara sobre el destrozado barco para asestarle el golpe de gracia.

—¡Luk! —aulló Índigo.

Lo veía pero no podía llegar hasta él; el muchacho tenía los ojos levantados, hipnotizado, y su rostro estaba contorsionado por terribles emociones, Índigo se lanzó contra la barrera que los separaba, arrancando los maderos que le interceptaban el paso, al tiempo que se daba cuenta de que no lo conseguiría...

La cabeza del demonio golpeó el mástil que quedaba, lo hizo pedazos, atravesó los ondeantes jirones de las últimas velas y se lanzó en picado. El Tridente que Luk sujetaba brilló de repente como si se le hubiera prendido fuego. Una luz dorada centelleó por todo el mango, y las lengüetas acabadas en diamantes ardieron como salvajes llamaradas de magnesio. Luk echó el brazo hacia atrás, y mientras el monstruo plateado se lanzaba sobre él, arrojó el Tridente con todas sus fuerzas directamente al profundo abismo de sus fauces.

El Tridente se convirtió en una bola de fuego, un meteoro terrestre, dejando una potente llamarada tras de sí al estrellarse contra el interior de las fauces del demonio y estallar. Una explosión de luz recorrió la nave de parte a parte, y la serpiente lanzó un ensordecedor aullido. La monstruosa cabeza se irguió, volviéndose hacia un lado, y el mar se agitó embravecido mientras los anillos de la criatura se revolvían fuera del agua, la golpeaban, se retorcían. El aullido se transformó en un grito. Destacado contra el cielo negro, Índigo vio brotar fuego de la boca del demonio y llamaradas en las cuencas de sus ojos al tiempo que se retorcía por encima del barco. La cubierta cabeceaba, el navío se bamboleaba enloquecido; oyó chillar a Macee, aullar a Grimya, y se aferró con desesperación a la barandilla mientras una ola tras otra barría la cubierta. La serpiente se había convertido en un enorme fantasma, y mientras Índigo luchaba por no ser barrida por la borda, vio asomar unas líneas de fuego dorado por entre las escamas plateadas de la cabeza del monstruo, una delicada red de estrías. Se extendieron y ardieron por todo su cuerpo, como si una enorme fuerza lo resquebrajara; y el demonio aulló víctima de un terror mortal. Por última vez intentó erguirse y proyectarse fuera de las aguas, entonces la enorme forma reptiliana reventó, como una cáscara de huevo que se hiciera añicos, y un relámpago de cegadora luz blanquiazulada surgió de la convulsa figura y salió despedido hacia arriba con un sonido que hendió la noche. El barco se encabritó cómo si fuera un caballo salvaje; Índigo vio cómo Grimya salía despedida hacia ella, vio cómo Macee se estrellaba contra el roto tocón del palo mayor, vio cómo el rayo de energía atravesaba el firmamento y desafiaba a la misma luna mientras gotas de fuego azul, que eran todo lo que quedaba de los restos mortales del demonio, caían sobre el agua, sobre la cubierta, sobre los jirones de las destrozadas velas. Entonces el mar se alzó, como unas gigantescas espaldas, grandes como un continente, que se encogieran de hombros, y sintió cómo una ola enorme levantaba la nave y la enviaba hacia arriba siguiendo la luz, cada vez más alto, a través de brillantes colores y rugientes vórtices y rompiendo dimensiones y...