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CAPÍTULO 26

La noche había implosionado. Esa fue la única forma en que Índigo pudo definir después, incluso para ella, lo que había sucedido, aunque eso estaba muy por debajo de lo que realmente había ocurrido. Era como si el mar y el cielo se hubieran estrellado, aplastando a la nave y a sus aterrorizados pasajeros entre dos inmensos muros de total oscuridad. El sonido y la visión desaparecieron... y luego se encontró boca abajo sobre la cubierta con charcos de agua a su alrededor, en un mundo inmóvil y silencioso por completo.

Durante algunos instantes no se atrevió a levantar la cabeza. Tenía demasiado miedo de lo que pudiera ver, de dónde pudiera encontrarse. ¿Qué le había sucedido al mar? ¿Y a los otros? ¿Seguían vivos? ¿Cuánto tiempo había transcurrido? Gimió sin querer: y entonces dio un respingo cuando algo respiró ruidosamente junto a su oreja izquierda, y una lengua áspera y caliente lamió sus cabellos mojados.

«¡Índigo!»

La ansiosa voz mental de Grimya reflejaba una mezcla de alivio y asombro.

«Índigo, todo está bien. Puedes mirar. Creo... ¡Creo que estamos de vuelta!»

Mareada, se incorporó sobre los codos, parpadeando ante la desacostumbrada luminosidad que emanaba con suavidad de todas partes. Algo enorme y blanco se movió lentamente cerca de ella y la sobresaltó; pero no era ningún demonio, ninguna amenaza. Simplemente un enorme y destrozado montón de seda que se balanceaba lentamente movido por el viento. Seda... El corazón le dio un brinco y levantó la cabeza.

Sobre ella, los mástiles rotos se destacaban con claridad entre los pocos jirones de vela que aún permanecían sujetos a ellos. Y más arriba aún, más allá de los palos dentados, se apreciaba un resplandor suave y difuso que, descubrió con sorpresa, no era otra cosa que la cúpula del Templo de los Marineros.

Habían regresado. Alrededor, las paredes del templo brillaban con la suave luz de sus eternas lámparas. Delante de ellos, las puertas estaban abiertas mostrando una silenciosa oscuridad mitigada por un pequeño número de estrellas y el débil resplandor de las farolas del muelle. Oía el murmullo del mar, profundo y feroz pero sin embargo reconfortante a la vez. Y el barco...

Se volvió en redondo, muy despacio, mientras su aturdida mente asimilaba de forma paulatina lo que veían sus ojos. El barco había cambiado otra vez. Volvía a estar sobre sus pilastras de mármol, era una vez más el altar que había embellecido el Templo de los Marineros durante siglo. Incrustaciones de filigrana centelleaban sobre la cubierta. Una corteza de piedras preciosas brillaba en la barandilla. Una driza, que pendía suelta y golpeaba con suave ritmo contra los restos del palo mayor, estaba ensartada de brillantes cintas y adornada con tallas, chucherías, incontables ofrendas diminutas. Abollada, destrozada, sus velas desgarradas, sus mástiles rotos y su cubierta agujereada en varios sitios, la nave-altar descansaba en su antiguo lugar, su trabajo terminado y su promesa cumplida.

Y el demonio...

Índigo miró de nuevo en dirección a las puertas y al puerto que se veía desde ellas, y supo

la respuesta a su pregunta. El cielo empezaba a palidecer, las estrellas a desvanecerse mientras los primeros atisbos de los rayos del sol se abrían paso por el este. La conjunción había pasado, el eclipse había terminado, y el demonio no había regresado... porque estaba muerto. Los años de espera, de búsqueda, de prueba, habían terminado; y la cosa que había nacido de la oscuridad bajo una luna negra había sido por fin destruida.

Se volvió hacia Grimya, que permanecía sentada contemplándola con ojos que le comunicaban su comprensión sin necesidad de palabras. Sin decir nada abrazo a la loba, apretó su rostro contra el espeso y húmedo pelaje, presionó con tanta fuerza como sus agotadas energías le permitían. Aunque la llama del triunfo ardía ahora, había aún una sensación de vacío detrás de ella, el saber que, para ellas, éste sólo era un paso más de un largo, largo camino. Y se sintió tan cansada. Unas suaves pisadas le hicieron levantar la cabeza, y vio a Phereniq de pie a pocos pasos de distancia. Al igual que Índigo y Grimya, los cabellos y las ropas de la astróloga estaban empapados de agua de mar; pero su rostro estaba sereno y sus oscuros ojos tenían una expresión de afecto.

—Índigo... —Parecía incapaz de encontrar más palabras para expresar lo que sentía; entonces una leve y triste sonrisa apareció en sus labios—. Ha sido vengado —añadió en voz baja.

Índigo se puso en pie. Quería abrazar a Phereniq de la misma forma que había abrazado a Grimya, pero cuando dio un paso adelante Phereniq retrocedió un poco, y comprendió que éste no era el momento adecuado.

—Los otros están bien —dijo Phereniq. Su voz era trémula, pero entonces cambió a cuestiones más mundanas y su autocontrol regresó—. Macee se ha hecho daño; creo que se ha roto el brazo, pero he encontrado una tablilla provisional y de momento le servirá. Luk no ha sufrido el menor daño pero... sospecho que preferirá estar a solas durante un rato. — Su mirada se encontró de nuevo con la de Índigo—. ¿Sabes lo que hizo?

—Sí. Debe de haber necesitado más valor para ello que... —Se detuvo, sacudió la cabeza, y luego añadió en voz muy baja, casi para sí:

—Leando habría estado orgulloso de él.

Un poco más tarde, Índigo y Grimya descendieron las escaleras, recuperadas ahora y vueltas a colocar en su sitio al costado del barco. Phereniq atendía a Macee, haciendo que se sintiera lo más cómoda posible hasta que hicieran venir a hombres para ayudar a bajarla, y Luk, por el momento, estaba mejor a solas.

Índigo y Macee no habían intercambiado más que algunas palabras, pero fueron suficientes. La amplia sonrisa de la menuda davakotiana, acompañada por un juramento ahogado al intentar imprudentemente mover el brazo roto, había borrado pasadas enemistades, y ya no se iba a hablar más de remordimiento o de perdón. Macee había hecho tan sólo una petición que Índigo estaba ahora a punto de cumplir.

—Ve y dale las gracias de mi parte —había dicho, y sus ojos se arrugaron con una familiar mueca traviesa—. Tú sabes cuáles son las palabras adecuadas; yo no soy más que un marinero vulgar y no sé nada de rituales. Dale las gracias. ¡Y dile que Ella es el mejor miembro de mi tripulación que he tenido jamás!

El gigantesco mascarón del barco no era más que esto ahora: una talla de madera exquisita pero inmóvil y sin vida. Pero cuando se colocó a la sombra de la proa y levantó la mirada, Índigo lanzó una sorprendida exclamación. El hermoso rostro y la ondulante mata de cabello del mascarón continuaban igual, pero sólo a pocos centímetros de los hombros de la figura la madera estaba astillada y rota, nada excepto pedazos rotos, quedaban allí donde habían estado sus elegantes brazos y manos.

Dio un paso hacia adelante, todos sus instintos protestaban contra aquella profanación... Luego se detuvo al recordar. En su mente volvió a escuchar el extraño y escalofriante canto del mascarón, y recordó también a las enormes e inhumanas manos que habían recogido la Red de oro cuando ella y Phereniq y Macee luchaban con su pesada mole, y con un poder y una energía muchísimo mayores que su insignificante mortalidad la había levantado y lanzado para atrapar al demonio-serpiente.