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En la litera cerrada que las condujo al puerto, ninguna de las dos tuvo nada que decir. Incluso Grimya, tumbada junto a Índigo, con la cabeza apoyada en el regazo de su amiga, parecía absorta en sus propios pensamientos. Recordaba el último abrazo que había recibido de Luk y de Phereniq, y deseaba haberles podido decir palabras de despedida en lugar de limitarse a lamerles manos y rostros. Macee se había negado en redondo a llorar pero había estado peligrosamente cerca de ello; mientras Índigo, que sí había estado preparada para llorar, por el contrario había experimentado una sensación de intenso fervor, aunque eso sí, teñida por una profunda pena, que mantenía las lágrimas bajo control.

En el muelle se había reunido un gran número de personas. Macee había esperado poder zarpar sin una multitud que las despidiera, pero había corrido la voz de que las tres heroínas de Khimiz zarpaban con la marea de la tarde, y cuando descendieron de la litera, parpadeando bajo la potente luz del sol, fueron recibidas con vítores entusiastas. Algunas personas arrojaron flores, y Macee recogió un ramillete de madreselvas y enterró su nariz en él para disimular su embarazo mientras recorrían los pocos metros que las separaban del extremo del muelle y de la plancha que las aguardaba. El Orgullo de Simhara, espléndido bajo su capa de pintura fresca y velas recién estrenadas y con su nombre esmaltado en brillantes colores a ambos lados de la proa en khimizi y en davakotiano, se balanceaba sobre el oleaje como si estuviera ansioso de ponerse en marcha, y su tripulación —la mayoría davakotianos, la mitad de ellos mujeres, y todos escogidos personalmente por Macee de entre la población marinera itinerante de Simhara— recibía con gritos y saludos a su capitán desde la cubierta.

Mientras subía a la plancha, Grimya levantó la cabeza y olfateó los aromas entremezclados de alquitrán y salmuera y madera y pintura que eran una mezcla familiar a bordo de cualquier nave. Luego lanzó un suave y satisfecho gañido, y se sacudió antes de mirar a Índigo.

«Me gusta el mar», le comunicó, y había una nueva nota en su voz mental, un toque de anhelo. «Será bueno volver a navegar.»

Índigo sonrió.

«Sí», repuso. «Creo que es probable que así sea.»

Y habría tiempo suficiente durante el viaje para recuperar aquella evasiva paz que en una ocasión había conocido, aunque sólo fuera durante un corto espacio de tiempo. En cuanto al futuro... Bien, no pensaría en el futuro todavía; no hasta que el pasado quedara realmente atrás.

Mientras Macee empezaba a gritar sus órdenes a la tripulación del barco y las velas se elevaban ruidosas por los mástiles, Índigo contempló por última vez el gran puerto de Simhara. La luz del sol reflejada en los elevados y elegantes edificios; el distante resplandor de la gran cúpula coronaba el Templo de los Marineros. Las imágenes de Leando, Karim, Augon Hunnamek, incluso la de Jessamin en su forma humana, se alzaron en su mente, y sintió una gran tristeza. Pero la maldición estaba rota: los negros nubarrones habían desaparecido de Khimiz, y después de la tragedia habría un nuevo principio.

Un grito estentóreo procedente del centro del barco le hizo volver la cabeza, y escuchó gritar a Macee:

—¡Levad el ancla!

La gruesa cadena chirrió mientras tiraban de ella, y luego llegó el grito:

—¡Ancla levada! ¡Soltad amarras y vamonos!

La cubierta cabeceó y se balanceó bajo los pies de Índigo; las velas crepitaron y se hincharon, y un nuevo clamor de alegría se elevó desde el muelle cuando el Orgullo de Simhara empezó a virar y dirigió la proa a mar abierto. Se agitaban las manos, la gente chillaba sus adioses y bendiciones... y al fondo de la multitud, Índigo vislumbró de repente un destello que no parecía encajar con la colorida escena. Un destello plateado; se quedó rígida, entrecerrando los ojos; y entonces, cuando una parte de la muchedumbre se movió, pudo verlo con más claridad.

Una pequeña figura solitaria detrás de la masa de gente. No podía ver sus facciones con claridad, pero no era más alta que un niño. Y la cabellera plateada que brillaba como un halo bajo el sol fue la confirmación definitiva.

Separada de las buenas gentes del muelle, que ni siquiera eran conscientes de su presencia, Némesis miraba en dirección a la nave que partía, e Índigo percibió el odio que emanaba de su mente, como un helado soplo de aire que atravesara la distancia cada vez mayor entre la nave y la orilla. Luego la siniestra figura desapareció, como si no se hubiera tratado más que de una alucinación momentánea, y el sol brilló sobre el espacio vacío que había ocupado.

La muchacha miró a Grimya, y se dio cuenta de que la loba también la había visto.

«No le gusta que la derroten», dijo Grimya, serena. «¿La próxima vez tenemos que estar aún mas atentas.»

Índigo introdujo la mano en su bolsa, y sacó un arrugado cuadrado plateado. Había guardado el naipe de la cenadora de cartas, la burla de Némesis y su error, pero ahora ya no le servía de nada. Con un rápido movimiento, curiosa, desarrugó el pedazo de cartulina, la capa plateada empezaba a desconcharse. Le dio la vuelta...

La parte superior del naipe estaba en blanco, Índigo sonrió.

—Sí —dijo a Grimya—. Realmente habrá que estar muy alerta. Pero me parece que, de momento, tendremos un respiro.

El arrugado naipe giró hacia lo alto y hacia el mar cuando ella lo arrojó y centelleó por un breve instante antes de caer al agua. Durante algunos segundos lo vieron balancearse sobre las olas; luego el oleaje levantado por el costado del Orgullo de Simhara lo cubrió, y se perdió en la alborotada estela de la nave.