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La idea de conseguir agua fresca y potable, de poderse lavar la arena de los cabellos y las ropas, resultaba maravillosa. Podía confiarse en la agudeza visual de Grimya. Además: no había necesidad de pensárselo, e Índigo espoleó al chimelo duna abajo.

La amorfa mancha que tenían delante cambió rápidamente, convirtiéndose en un conjunto de árboles larguiruchos y matorrales a través de los cuales se divisaba con claridad el centelleo del agua. El oasis era grande; estaba situado en una hondonada natural en la que crecía un poco de hierba, y a medida que se acercaban incluso Índigo con sus inferiores sentidos humanos, pudo oler el cambio en el aire cuando el viento transportó indicios de humedad hacia ellas. El sol era una vivida llamarada naranja a sus espaldas; el cielo que tenían delante empezaba a cambiar de un tono dorado y verde a un suave púrpura, con algunas débiles estrellas brillando en el horizonte. Estaban solo a unos cien metros de los árboles cuando Grimya se detuvo de repente.

—¿Que sucede?

Índigo tuvo que luchar con el chimelo para que redujera la marcha; también él había olido el agua y estaba ansioso por llegar a ella.

La loba tenía las orejas pegadas a la cabeza; mostró los dientes en un gruñido vacilante.

—No... lo sé. Pensé que no había nadie aquí, pero... estaba... equivocada.

El pulso de Índigo se aceleró y miró con atención hacia adelante.

—No veo nada.

—No puedes, aún no. Pero hay... un animal... —Grimya olfateó el viento—. Espera aquí. Iré a ver.

¡Grimya!

Pero su protesta no fue escuchada; la loba corría ya a toda velocidad por la arena, Índigo vio cómo se acercaba al oasis y se dejaba caer sobre el suelo, arrastrándose hacia adelante sobre el vientre mientras el terreno empezaba a descender en dirección a los árboles. Diez pasos, doce... entonces se quedó inmóvil. Su cabeza se levantó despacio, las orejas se movieron hacia adelante... y se puso en pie de un salto. Su voz telepática gritó en la mente de la muchacha.

«¡Índigo! ¡Ven, rápido!»

Había urgencia en la llamada de Grimya pero no temor; más bien una nota de sorpresa, Índigo dio rienda suelta al chimelo y éste echó a correr a un medio galope. Llegaron a la parte alta de la hondonada, y al ver lo que Grimya había visto Índigo tiró con fuerza de las riendas, deteniendo de golpe a su montura en medio de una oleada de arena.

—¡Por la Gran Diosa!

El inmóvil espejo del oasis con su reborde de vegetación quedaba muy claro ahora en todos sus detalles. En su lado sur, a unos veinte metros del agua, un chimelo yacía inmóvil.

Y debajo de él, sujeto por su cuerpo, había lo que desde la distancia parecía un fardo de ropa de brillantes colores.

Sin detenerse a reflexionar, Índigo espoleó a su montura ladera abajo y a través de la hierba hasta donde yacía la bestia caída. Se deslizó fuera de la silla y, con Grimya detrás de ella, corrió hacia el animal. Una vez junto a él, bajó la mirada, y maldijo entre dientes al verse confirmados sus temores.

El chimelo estaba muerto, los cestos de su silla desperdigados a su alrededor. El accidente debía de haber sucedido hacía muy poco, ya que el cadáver estaba aún caliente y no había aparecido el rigor mortis. Sin lugar a dudas había tropezado y, por un auténtico golpe de mala suerte, caído de tal manera que su cuello se había roto cerca de la nuca. Y, tal y como Índigo había sospechado, el fardo de trapos atrapado debajo era el cuerpo de su jinete. Estaba envuelto en los pliegues de una especie de ropa ligera, y yacía boca abajo de modo que no podía ver un aislado mechón de cabello rubio. Entonces vio el brazo extendido que sobresalía de los pliegues de la ropa, y se dio cuenta de que el jinete no era un hombre.

Se agachó con rapidez para tomar la delgada muñeca de la mujer y palparla con cuidado. Se percibía un pulso, irregular pero bastante fuerte...

—Está viva. —En su voz se pintó el alivio.

Grimya miró con atención a la figura caída.

—¿Es... tá... muy malhe... rida?

—No lo sé. Tendremos que intentar mover el cuerpo del chimelo y sacarla de ahí.

—No será fácil. Puede pro... ducirle heridas pe... peores.

—Lo sé. Pero tenemos que arriesgarnos; no podemos dejarla tal como está.

Índigo contempló especulativa al chimelo. Era lo bastante fuerte para levantarlo algunos centímetros quizás y sólo durante algunos segundos; pero con la ayuda de Grimya podría ser suficiente.

—Sujeta las ropas del jinete, en la parte del hombro —dijo—. Y en cuanto yo levante al animal, tira tan fuerte como puedas.

Grimya parecía tener sus dudas, pero se dispuso a obedecer. Tan pronto como hubo sujetado entre sus dientes las ropas de la figura caída, Índigo colocó su hombro bajo el peso muerto del chimelo y, utilizando toda la fuerza que pudo reunir, tiró hacia arriba. En un principio creyó que no podría conseguirlo; pero entonces el cuerpo del animal se movió, se alzó apenas, y con un terrible tirón Grimya sacó a la mujer de allí.

—¡Madre Tierra!

Con una considerable sensación de alivio Índigo dejó caer el cuerpo, y se dirigió a cuatro patas hasta donde Grimya estaba ya olfateando indecisa al jinete inconsciente. Con tanto cuidado como pudo giró el cuerpo de la mujer, y apartó el velo que ocultaba su rostro. Era joven —no tendría más de unos veinticinco años— y una khimizi auténtica. Los cabellos eran de un dorado oscuro y se enroscaban alrededor de sus mejillas y su frente; su piel tenía el color de la miel, y su boca de labios gruesos mostraba una expresión ligeramente quisquillosa. Una aristócrata, adivinó Índigo, y sus ropas lo confirmaron. Fajas de seda de delicados colores, espléndidamente bordada con perlas marinas; anillos en cada uno de los dedos, adornos de oro en la frente y en las muñecas, que tintineaban por la brisa nocturna que había empezado a soplar... Nadie en su sano juicio llevaría tales galas en el desierto, y le era imposible creer que aquella mujer fuera un viajero corriente. Si, tal y como sospechaba, la mujer provenía de Simhara, entonces debía de tratarse de una fugitiva.

Se volvió hacia Grimya y estaba a punto de decir en voz alta sus pensamientos cuando, de algún lugar al otro lado del chimelo muerto, se elevó un débil y agudo vagido.

Grimya lanzó un gañido de alegría, y el sobresalto hizo que Índigo se girara bruscamente. Buscó con la mirada el origen del gemido, y entonces Grimya exclamó:

—¡El cesto! ¡He visto mo... verse algo!

Índigo se puso en pie precipitadamente, impulsada por una sospecha irracional que fe costaba reconocer. Rodeó al chimelo deprisa, y cuando Grimya la alcanzó tenía los ojos clavados con expresión incrédula en un bebé que yacía en uno de los cestos entre los restos desperdigados, y que aún pataleaba débilmente y agitaba sus diminutos puños.

La criatura abrió la boca y gritó de nuevo, al tiempo que cerraba los ojos con fuerza y golpeaba el aire. Por un milagro, el cesto debía de haber salido despedido cuando el chimelo cayó, y el bebé no había sufrido ningún daño; de hecho parecía como si hubiera estado profundamente dormido y acabara de despertarse, Índigo recogió el cesto y la criatura calló de inmediato y abrió los ojos de nuevo para contemplarla con solemne interés.

Grimya le dijo:

—¿Una mujer y su hijo, solos en el desierto? No tiene sen... sentido.

—No. A menos que estuvieran con un grupo de refugiados, y de alguna forma se separaran.