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«No correré ningún peligro», le dijo a Grimya. «No aún, al menos.»

Varias cabezas se volvieron subrepticiamente mientras atravesaban la sala, y se intercambiaron algunos cuchicheos. Índigo ignoró las miradas, los murmullos; ignoró al propietario cuando éste intentó, zalamero, llamar su atención; observó cómo Grimya se escabullía por la decorada puerta que daba directamente a la plaza; y, por un momento, respiró el cálido pero todavía relativamente fresco aire nocturno. Luego, mientras la loba desaparecía en la oscuridad, se dio la vuelta y abandonó la taberna en dirección a las escaleras.

CAPÍTULO 3

Índigo había dejado una lámpara encendida en su habitación, pero su luz quedaba eclipsada por el extraño y penetrante resplandor del cielo septentrional, un reflejo fantasmagórico que penetraba por la ventana. Cerró violentamente los porticones; la presencia de la luz la hacía sentirse sucia y no podía estar tranquila hasta haberla dejado fuera, no importaba lo sofocante que pudiera resultar la habitación.

La quietud y la mala ventilación resultaban soporíferas, e Índigo no tardó en quedarse dormida, aunque su descanso fue ligero y estuvo interrumpido por curiosos sueños que no parecían tener la menor conexión, ni con el presente ni con el pasado. Finalmente la despertó el sonido de su puerta al crujir. Abrió los ojos y vio a Grimya que avanzaba hacia ella con pasos quedos.

La loba se dejó caer junto a la cama.

«Hace calor», proyectó, con la lengua colgando. «Me altera. No encuentro alivio en ningún sitio.»

Índigo se incorporó en el lecho y extendió la mano en dirección a la botella de agua para darle algo de beber a Grimya.

—¿Has descubierto algo?

«Nada importante.» Llena de agradecimiento, Grimya lamió el plato que la muchacha había colocado ante ella. «Me desplacé por las calles laterales, por las zonas de sombra; no quería que me vieran.» Hizo una pausa para lamerse el hocico. «Eso está bien. ¡Sabías que el río aquí brilla por la noche, igual que el cielo?»

—No. —La idea resultaba desagradable, pues sugería que el origen de la luz estaba cercano y que, quizás, era más físico de lo que había imaginado—. ¿Y qué hay de la plaza? ¿Del festival?

Grimya terminó de beber y sacudió la cabeza; algunas gotas de agua salieron despedidas de su hocico.

«Me parece que deben de haber terminado los preparativos. No hay nadie por allí. Sólo algunos montones de leña: no sé para qué serán.»

—No debe de faltar mucho para la medianoche. —Índigo abrió unos centímetros el porticón. Un soplo de aire ligeramente más fresco se coló en el interior, y con él el apagado y anormal reflejo del cielo. La plaza que se veía abajo estaba, tal y como Grimya dijera, vacía, y las sombras eran demasiado densas para ver los detalles. Levantó la cabeza, para mirar en dirección al revoltijo de tejados del otro extremo de la pavimentada plaza. No brillaba ninguna lámpara, ni en las casas ni en los soportales, y el único sonido que se percibía era el débil murmullo de voces que surgían de la taberna situada debajo de ellas. Toda actividad parecía estar en suspenso, como si la ciudad contuviera la respiración expectante.

O inquieta...

En aquel momento, un apagado zumbido rompió el silencio y, de repente, el reloj situado en el centro de la plaza empezó a sonar tal y como lo había hecho horas antes. Índigo vio cómo los discos giraban, reflejando la fría luz del cielo como ojos parpadeantes y pálidos. Y, mientras retumbaban aquellas disonancias parecidas a campanillazos, una antorcha se encendió de súbito en las oscuras fauces de una de las calles laterales. Luego otra, y otra; se encendían y llameaban a medida que se las prendía y arrojaban sombras grotescas sobre las paredes y el pavimento. En una ventana se encendió una vela; en otra casa se abrió una puerta y derramó la luz de un farol sobre la plaza...

Unos furtivos golpecitos sonaron en la puerta de Índigo. Ésta se volvió en redondo, el corazón latiéndole con fuerza.

—¿Sí? ¿Quién es?

Se escuchó una voz femenina, que murmuraba algo; entendió sólo la palabra sais, y colocó una mano sobre Grimya para calmarla.

—Entre —dijo.

La puerta se abrió y vio a la muchachita de grandes ojos que la había servido en la taberna. La joven le dedicó una nerviosa reverencia.

—Por favor, saia, empieza el festival. Todos debemos asistir, de modo que la taberna se cerrará. El dueño me dijo que os lo comunicara.

Estaba atemorizada. Índigo se dio cuenta de ello; y la emoción se debía a algo más que a un jefe malcarado.

—Gracias. —Se puso en pie y recordó los términos en los que se había expresado Quinas al hacer

su invitación. ¿Una cortesía?, se preguntó. ¿O una amenaza?

La rabia volvió a agitarse en ella, y el aire adquirió de repente un sabor amargo y podrido en su garganta. Miró de nuevo a la muchacha y se obligó a sonreír.

—Si sois tan amable de dejar una vela encendida en las escaleras, no tendré problemas para llegar.

—Sí, saia. —La muchacha desapareció; se escucharon unos pasos apresurados e Índigo miró a Grimya.

—¿Estás lista?

Grimya ensanchó los ollares y dijo en voz alta:

—Lisssta. —La palabra sonó como un desafío al mundo exterior.

La loba desapareció por la puerta, y alzó una sombra enorme y distorsionada por el rellano y el hueco de la escalera. Índigo se entretuvo un momento, meditando. Luego tomó el cuchillo que llevaba guardado en la funda y que había dejado a un lado mientras dormía. Lo sujetó a su cinturón y lo cubrió con un pliegue de su túnica. Hecho esto, siguió a Grimya escaleras abajo.

Al salir del hostal escucharon música en la plaza. Cushmagar, el anciano bardo de las Islas Meridionales, se hubiera tapado los oídos horrorizado ante aquel discordante barullo: címbalos repiqueteando, flautas chirriantes, una docena de diferentes aparatos de percusión sin, al parecer, la menor idea del tiempo o del ritmo. En los oídos de la muchacha, todo ello sonaba como el estrépito producido por los mozos de las granjas a los que se enviaba a espantar cuervos y palomas de los campos de labranza de sus amos; a medida que sus ojos se acostumbraban al juego de sombras y luces, intentó localizar el origen del ruido, pero en el espacio de algunos minutos la plaza se había llenado de gente de tal manera que no podía ver nada a causa del apiñamiento de los cuerpos.

—Mantente junto a la pared —le dijo a Grimya, inclinándose para que la loba pudiera oírla por encima de aquel mare magnum de ruido—. Intentaremos encontrar un lugar desde donde se vea mejor.

Empezaron a deslizarse a lo largo del estrecho corredor que quedaba entre los edificios y la muchedumbre que se abría paso a empellones, pero el avance era lento, ya que cada vez convergía más gente en la plaza, procedente de todas las direcciones. En algún lugar, hacia el centro de aquel cruce, danzaban unas luces brillantes; de vez en cuando Índigo vislumbraba la parpadeante llama de una antorcha alzada sobre las cabezas de la gente. Algunas personas también reaccionaban ante la discordante música, y empezaban a arrastrar los pies en una curiosa danza lateral que los llevaba despacio alrededor de la plaza, en el sentido contrario al de las manecillas de un reloj. Índigo comprobó que muchos de los danzantes llevaban los amuletos relucientes que parecían ser el distintivo del culto de Charchad, y no podía sacarse de la cabeza la molesta sensación de que aquellos símbolos habían unido a sus portadores de una forma indefinible, como una entidad masificada, para un único e insensato propósito.