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Se izó de nuevo a toda velocidad, al tiempo que hacía un gesto a Grimya para que aguardase, y atisbo por encima del mar de bamboleantes cabezas. La luz de las antorchas iluminaba un sector de la muchedumbre, lo que le permitió distinguir a dos de los acólitos de Quinas forcejeando con un joven, que luchaba contra ellos con todas sus fuerzas. La gente se empujó entre sí para abrir paso, y el cautivo fue arrastrado hasta el círculo central, donde se le ataron manos y pies y se lo obligó a arrodillarse. Ni una sola persona de entre los presentes hizo el menor movimiento de protesta, y ahora Índigo pudo ver que tenían lugar otras escaramuzas semejantes: otras víctimas, escogidas al parecer al azar, eran arrastradas del anonimato de la multitud para yacer temblorosas sobre el suelo de piedra.

Pero la elección no era tan arbitraria como parecía en un principio. Quinas permanecía aún como un diabólico semidiós en el centro de la plaza: observaba a la muchedumbre con atención, luego lanzaba un grito y apuntaba a alguien. A su señal, dos nuevos acólitos se lanzaban sobre la gente, y otra forcejeante figura era arrastrada hacia el centro. Nueve, diez, una docena: y ni uno solo de los cautivos, pudo comprobar Índigo, llevaba el amuleto de Charchad.

Por fin pareció que Quinas se daba por satisfecho con su colecta. A otra señal suya los acólitos obligaron a las maniatadas figuras a ponerse en pie. Mientras las empujaban con malos modos hacia los montones de leña situados detrás del reloj central. Índigo comprendió —con un repentino y nauseabundo sobresalto— cuál iba a ser su suerte, ya que uno de los hombres que sostenían las antorchas se había adelantado y acercaba su tea a la primera de las piras.

—¡Madre de toda la vida, cegad mis ojos! —musitó.

Se agarró con fuerza a la balaustrada de hierro, paralizada por su incapacidad para creer que nadie fuera capaz de cometer tal demencial barbaridad. Uno de los prisioneros lanzó un quejido repetitivo e irracional que sus capturadores ignoraron. Amarillas lenguas de fuego empezaban a lamer la madera de la pira, iluminando la escena; y Quinas, que había estado observando con satisfacción, se volvió de nuevo hacia la multitud.

—¡De esta forma ejecutamos el justo castigo de Charchad contra el descreído! —Los alaridos del prisionero se apagaron en una serie de temblorosos gemidos—. ¡Yo os exhorto, hermanos y hermanas, a abrir vuestros corazones y preocuparos de vuestra propia salvación, no sea que perdáis vuestra última esperanza de obtener gracia y bendición, y compartáis el destino de los irremediablemente condenados! ¡Yo os exhorto a mirar vuestras almas! ¿Quién más de entre vosotros se atreverá a girarle la cara a Charchad, que todo lo ve?

Alguien en la multitud chilló: «¡Charchad!», y otros continuaron el grito con una especie de desesperada urgencia. Unas cuantas personas que estaban cerca de Índigo empezaron a saltar y a agitar los brazos, lanzando gritos y procurando llamar la atención hacia ellos, como si temieran las consecuencias de no conseguir atraer la mirada de aprobación de Quinas. Pero la mayoría se limitó a permanecer inmóvil y contemplar en silencio lo que sucedía.

Índigo miró con ojos desorbitados los rostros que la rodeaban. Apatía, temor a duras penas contenido, cuidadosa indiferencia: ni una sola persona protestaría contra aquella locura, ni una sola daría un paso para pararla, aunque superaban ampliamente en número a Quinas y a sus secuaces. Y, de repente, el autocontrol de la joven se rompió.

—¡Haced algo!

Algunas cabezas se volvieron, algunas expresiones registraron una perpleja sorpresa, y se dio cuenta de que en su agitación les había gritado en su propia lengua. Saltó de la pared y corrió hacia la persona que tenía más cerca, un hombre fornido.

—¡Tenéis que parar esto! —Cambió a la lengua de aquel hombre y lo sujetó por el brazo—. No podéis dejar que lo hagan: es un asesinato, es demencial...

El individuo la apartó con un violento gesto, como si hubiera sido tocado por algo impuro. Por un instante, ella vislumbró el más absoluto terror en sus ojos; luego su expresión se endureció.

—¡Extranjera! —escupió—. ¿Qué sabéis vos de nada? ¡Ocupaos de vuestras cosas!

Una mujer que estaba junto a él agitó su puño frente al rostro de Índigo.

—¡Alejaos de nosotros! ¡Hereje! ¡Hereje!

Enfurecida, Grimya gruñó y se agazapó para saltar sobre la mujer, pero Índigo exclamó:

¡Grimya, no!

Extendió una mano para detener a la loba, al tiempo que se alejaba de la pareja.

«No comprenden, Grimya. Están demasiado atemorizados.»

Los gruñidos de la loba se apagaron hasta quedar convenidos en un amenazador murmullo, pero se contuvo. Índigo volvió a mirar, pero, antes de que pudiera hablar, de la parte delantera de la muchedumbre surgió una exclamación de asombro y un alarido inhumano de agonía. Una llamarada se elevó en el centro de la plaza e, incluso por encima de los gritos. Índigo pudo oír el ávido crepitar del fuego...

—¡Por favor! —Extendió ambas manos en un gesto de súplica, con la voz entrecortada por la emoción—. ¡No es posible que queráis ver cómo gente inocente muere de esta forma! Podríais evitarlo, todos vosotros podríais evitarlo, si tan sólo...

La mujer la interrumpió con voz estridente.

—¡Déjanos solos, extranjera! ¡Vuelve al lugar del que viniste y déjanos en paz!

Era inútil. Índigo se volvió de espaldas, tapándose los oídos para no escuchar los alaridos de las víctimas de Quinas que ardían en las hogueras; y, con Grimya pegada a sus talones, se alejó corriendo por entre el gentío, luchando por regresar a la Casa del Cobre y el Hierro. Era incapaz de reflexionar, incapaz de detenerse a pensar. Todo lo que sentía era una irresistible necesidad de huir del escenario de la carnicería y esconderse en algún sitio antes de que, también ella, se viera embrutecida por la locura de Charchad.

Cerca del hostal, el gentío era más denso, ya que era donde se reunían más individuos y donde se mezclaban con los rezagados que intentaban avanzar desde una calle lateral. Índigo se abrió paso como pudo, mientras Grimya lanzaba dentelladas a tobillos recalcitrantes, hasta que por fin dejaron atrás lo peor de la congestión y la puerta de la posada quedó sólo a pocos metros de ellas. Índigo echó a correr hacia aquel refugio, pero al llegar a la zona más despejada la muchedumbre se dividió de repente, formando un corredor desde el centro de la plaza. La luz de unas antorchas se balanceó llameante, y un pequeño cortejo se acercó a grandes pasos desde el lugar donde estaban las piras, con Quinas a la cabeza.

La expresión de fanática autosatisfacción que se reflejaba en el rostro del capataz hizo que Índigo se detuviera en seco. Se lo quedó mirando y sintió que una oleada de furia se alzaba en su interior. En aquel momento su atención se vio desviada, de repente, por una pequeña conmoción que se había producido en el extremo de la multitud. Una mujer vestida con ropas gastadas y sucias, la negra cabellera sujeta en una gruesa trenza, surgió de entre la gente y se arrojó delante de Quinas. Lo agarró por las vestiduras y lo obligó a detenerse.

—¡Por favor! —La voz de la mujer era aguda e histérica—. ¡Señor, tened piedad! No me echéis de nuevo; escuchadme, os lo suplico...

—¡Fuera de mi camino, mujer! —Quinas intentó quitársela de encima, pero ella se aferró a él, sin importarle que la arrastrase violentamente por el suelo. —¡No! ¡Escuchadme, tenéis que escucharme! Señor, mi... No pudo decir más, ya que el capataz se volvió y con el dorso de la mano la golpeó en pleno rostro. La mujer se soltó y cayó de espaldas con un grito de dolor. Uno de los acólitos que seguía a Quinas la pateó con rabia en los riñones.