Índigo no se detuvo a pensar con lógica. Su furia precisaba de una salida y corrió hacia adelante sacando su cuchillo.
—¡Eh, vos! —Le cerró el paso a Quinas, con los ojos encendidos y consciente de que a la menor provocación le hundiría el cuchillo en el estómago—. ¿Es ésta vuestra idea de misericordia y justicia, ser abominable?
—Saia Índigo. —El la contempló con calma—. Bien, bien. ¿Detecto acaso un cambio en vuestros modales desde nuestro primer encuentro?
—¡Desde luego que sí! Me disteis la impresión de ser un hombre civilizado. ¡Ahora veo que no sois mejor que un gusano! —Señaló a la mujer, que yacía todavía en el suelo y lloraba en silencio—. Ayudadla a ponerse en pie. Creo que tiene algo que deciros. Una fría sonrisa curvó la boca de Quinas. —Por vuestro propio bien, saia, os recomiendo firmemente que dejéis de interferir en los asuntos de los demás. De hecho, debo insistir en ello. —Extendió una mano para sujetarla del brazo y apartarla de su camino, y ella alzó el cuchillo hasta hacerlo centellear frente a su rostro. — ¡Tocadme y os sacaré las entrañas! Quinas detuvo su mano, pero su rostro se volvió amenazador. Parpadeó; una vez más, las lentes carmesí cayeron por un breve instante sobre sus ojos, y el renovado sobresalto que le produjo aquella deformidad hizo que Índigo perdiera por un momento la concentración. El cuchillo vaciló, y tres de los acólitos de Charchad saltaron sobre ella. Lanzó un aullido de sorpresa, que se transformó en un resoplido cuando un puño fue a hundirse en su estómago. Otro de los hombres la sujetó por los cabellos, obligándola a volver la cabeza. La joven
perdió el equilibrio y cayó al suelo bajo una lluvia de patadas y golpes. «¡Indigo!»
Grimya lanzó un aullido y saltó sobre los asaltantes de su amiga, por lo que recibió una patada que la lanzó rodando, entre gañidos, sobre las losas. Con ojos llorosos por el dolor. Índigo vio cómo Grimya se preparaba para saltar de nuevo, y distinguió un cuchillo en la mano de uno de los acólitos... —¡No, Grimya! ¡Quieta!
La loba gimoteó, frustrada, pero su instinto la obligaba a obedecer. Unas manos pusieron en pie a Indigo con brutalidad. La muchacha se dobló hacia adelante, luchando por no completar su humillación vomitando ante toda la gente, y vio los pies de Quinas plantados frente a ella. —Muy prudente, saia; y es mejor para vos que vuestro perro sea obediente. —Levantó los ojos e hizo un gesto a sus seguidores—. Soltadla. No creo que esté en condiciones de causarnos más molestias.
Las manos la dejaron libre, pero antes una de ellas le propinó un último y doloroso pellizco. Índigo se desplomó de rodillas sobre el suelo, demasiado enferma y mareada para ponerse en pie sin ayuda.
—Es una forastera —dijo Quinas con sarcástico desdén—, y, como tal, su ignorancia es más digna de lástima que de castigo. Pero descubrirá lo disparatado de su comportamiento, hermanos y hermanas. Charchad se ocupará de ello.
Es posible que perdiera el conocimiento por un momento; Índigo no estaba segura. Cuando abrió los ojos de nuevo ya no la rodeaban, y Grimya estaba a su lado, intentando lamerle el rostro, inquieta.
«¡Indigo! ¡Debiera haberlos detenido, debiera haberles abierto la garganta! ¡Te he fallado!» — No..., no.
Hizo intención de sacudir la cabeza pero se lo pensó mejor. Una de las patadas debía de haberla alcanzado justo en la parte inferior del cráneo... Su cuchillo estaba sobre las losas, delante de ella; lo recogió con mano temblorosa, luego se apartó un sucio mechón de pelo de los ojos y levantó la vista.
Quinas y sus compañeros habían desaparecido. Varias personas de entre la multitud la miraban fijamente; cuando sus ojos se encontraron con los de ellas, éstas le dieron la espalda y se alejaron para evitarla. Cualquier pensamiento que hubiera tenido de pedir a alguien que la ayudara a ponerse en pie se esfumó de inmediato. Al igual que con las anteriores víctimas de Quinas, no harían nada por ayudarla.
La estridente música había cesado. Las llamas de las piras aún empañaban la escena, pero ya no se escuchaban más gritos ahora: las hogueras habían realizado su trabajo y el festival de Charchad había concluido. Índigo miró a su alrededor en busca de la mujer que había intentado defender, pero no se la veía por ninguna parte, y al cabo de algunos momentos se arriesgó a intentar incorporarse. El suelo parecía hundirse y balancearse bajo sus pies, pero con un esfuerzo consiguió dar los pocos pasos que la separaban de la puerta del hostal e introducirse en su interior. La taberna estaba, afortunadamente, vacía. Subió lenta y penosamente hasta su habitación, mientras Grimya, llena de preocupación, iba pisándole los talones. Se le iban pasando las náuseas, pero aún no se encontraba del todo bien. Cuando se tocó con cuidado el rostro descubrió varios arañazos, y había algunas partes doloridas en sus mejillas y mandíbula que se convertirían en cardenales por la mañana.
Se sentó con cuidado sobre la cama y se tumbó. Grimya empezó a pasear por la habitación, moviendo la cola y las orejas espasmódicamente, todavía alterada.
«¡Ojalá los hubiera matado!», dijo la loba. «Te han hecho daño.»
—No, Grimya; no me han lastimado mucho, en realidad. Podrían haber hecho cosas peores, y eran demasiados para que te enfrentaras a ellos sola. Además, no importa. Esa pobre gente... ¡Lo que Quinas hizo fue monstruoso!
«Ese hombre llamado Quinas está loco, pude oler su demencia. Indigo, ¿es él el origen de la maldad que hay aquí? ¿Es él el demonio?»
La joven no había considerado la posibilidad de que la fuerza diabólica que buscaba pudiera estar encarnada en un único ser humano, pero la sugerencia de Grimya poseía una desagradable lógica. Llevó la mano a la bolsa que pendía de su cuello y sacó la piedra-imán para mirarla.
—Está en reposo. —Había un tono de desilusión en su voz—. Pero sigue indicando el norte.
«Cuando ese Quinas se marchó, lo hizo en dirección sur desde aquí. Estaba equivocada: no puede ser él»
—Quizá no..., pero forma parte de él, Grimya. —Imágenes no deseadas de las piras y de sus forcejeantes víctimas aparecieron en la mente de Índigo, que se concentró desesperadamente en sus manos en un esfuerzo por borrar aquel recuerdo—. El corazón de Charchad —sea lo que sea— está en el norte. Y Quinas posee una llave de acceso a él, aunque puede que no sea la única llave. —Se estremeció—. Me vengaré de ese hombre. No sólo por mí, sino por los que han muerto esta noche.
Grimya iba a contestarle, pero se detuvo de improviso, miró en dirección a la puerta y lanzó un sordo gruñido.
«Alguien viene.»
Se escucharon unos pesados pasos en el rellano. Índigo se puso en tensión, pero inmediatamente dio un respingo cuando, sin el menor preámbulo, la puerta se abrió y el propietario de la Casa del Cobre y el Hierro penetró en la habitación.
Las mejillas de la joven se encendieron de rabia.
—¡Cómo os atrevéis a entrar aquí sin tan siquiera llamar a la puerta! ¿Qué os habéis creído?
—Ahorraos vuestra refinada indignación, saia. —El propietario había dejado de lado su obsequiosidad, y pronunció el calificativo de cortesía con una marcada ironía—. No me gusta malgastar palabras. Ya no sois bien recibida bajo mi techo, y os agradecería que os marchaseis tan pronto como sea de día.
—¿Qué? . .