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—Me habéis oído perfectamente. Esta es una ciudad pacífica, y no nos gusta que vengan forasteros a causar problemas.

—¿Problemas? —repitió Índigo, incrédula—. ¿Habéis presenciado un asesinato en esa plaza de ahí fuera y ahora tenéis la osadía de acusarme a de causar problemas? —Se puso en pie, todo su cuerpo temblando de rabia y frustración—. ¿Qué es lo que sucede aquí? ¿Tanto miedo le tenéis a ese desecho humano, que se llama a sí mismo capataz de mina, que...?

—¡No toleraré que se mancille el nombre de nuestro buen hermano Quinas! —El propietario levantó la voz para ahogar sus palabras, y la joven vio gotas de sudor en su frente—. No sois bienvenida aquí, ¿comprendéis? ¡Tomad vuestros sucios modales extranjeros y a vuestro sucio animal extranjero y salid de mi casa al amanecer! —Su voz se apagó; aspiró profundamente varias veces, con el pecho jadeante. Se negaba, observó Índigo con tristeza, a mirarla directamente a los ojos—. Marchaos, mujer. ¡O tendréis más motivos para arrepentiros de los que se os han dado esta noche!

Índigo, furiosa, estuvo a punto de replicarle, pero se contuvo. De nada servía discutir con aquel hombre; no obtendría nada con ello. Tanto si le movía el miedo o una genuina lealtad a Charchad, el resultado era el mismo; la suya era sólo una voz entre muchas. Ella no podía enfrentarse a toda una ciudad.

Se volvió de espaldas y le respondió con frío desdén:

—Muy bien. —Su bolsa de dinero tintineó, y arrojó dos monedas de oro al suelo—. Eso, creo, cubrirá mi deuda por vuestra hospitalidad.

—No quiero vuestro dinero.

—Entonces podéis dejar que se pudra ahí, ya que no quiero tener que agradecerle nada a un completo cobarde.

Se produjo un penetrante silencio. Luego el propietario dijo:

—Vuestro poni estará ensillado y dispuesto al amanecer —y el desigual suelo tembló cuando cerró la puerta de golpe al salir.

CAPÍTULO 4

A media mañana. Índigo y Grimya estaban ya lo bastante lejos de Vesinum como para que el hedor físico, si no el psíquico, del festival de Charchad hubiera desaparecido de su olfato. Se habían puesto en marcha bajo un pálido amanecer que aún no había desterrado por completo del cielo el resplandor nocturno, y habían salido de la ciudad por la carretera que iba hacia el norte.

Pocos ojos las habían visto marchar. Índigo se dio cuenta de que el propietario de la posada la contemplaba desde una de las ventanas superiores de la Casa del Cobre y el Hierro mientras montaba en el poni, pero no había nadie por las calles, y el ruido de los cascos de la montura al echar a andar había sido el único sonido que rompiera el silencio de la mañana. También la plaza estaba desierta; la muchacha había vuelto el rostro para no ver el horroroso y carbonizado legado del festival y había seguido su camino sin volver la cabeza. Ahora, mientras el sol ascendía por el firmamento y el calor aumentaba hasta alcanzar la intensidad de un horno, apresuraba al poni tanto como le permitía el sentido común, ansiosa por interponer la mayor distancia posible entre ella y los desagradables recuerdos que evocaba la ciudad.

Ella y Grimya habían hablado poco sobre su experiencia. Las palabras parecían inadecuadas; aunque Índigo no sabía nada de las víctimas que habían muerto en las piras de Charchad, lloraba, no obstante, su pérdida. Y su rabia, que parecía a punto de estallar, seguía sin mostrar la menor señal de calmarse. Su mente estaba más tranquila ahora, pero se conocía lo suficientemente bien como para saber que se necesitaría muy poco para provocar en ella un ataque de furia contra Charchad y todo lo que representaba.

Era consciente, sin embargo, de que de momento no tenía aún una idea clara de lo que significaba Charchad. Todo lo que sabía era lo poco que había visto en Vesinum; y, aunque lo acaecido la había alterado y enfermado, no había revelado nada sobre los orígenes del culto, ni sobre su objetivo final. Pero cualquiera que fuese la naturaleza de Charchad, había visto mas que suficiente para convencerla, sin el menor lugar a dudas, de que el culto tenía un vínculo directo e inextricable con el demonio que buscaba.

Un enorme carromato cargado de leña y tirado por dos esforzados bueyes vino hacia ella rodando con gran estrépito, y echó a su poni a un lado de la polvorienta carretera para cederle el paso al convoy. El conductor le dio las gracias con voz ronca y uno de los dos jinetes de la escolta la saludó y le dirigió una sonrisa. Mientras aguardaba a que la nube de polvo levantada a su paso se disipase. Índigo dedicó algunos instantes a examinar el camino que tenía delante.

Estaba todavía en la principal ruta comercial que corría paralela al río, pero por sus mapas sabía que tres o cuatro kilómetros más adelante, la carretera se encontraba con la barrera de las montañas volcánicas y que allí giraba bruscamente hacia el este. Las cumbres color marrón rojizo dominaban el horizonte ahora, marchitas y quemadas por el sol e indefiniblemente amenazadoras; y el cielo, más allá de las primeras elevaciones, aparecía teñido con la sulfurosa contaminación amarillenta de las excavaciones y de las operaciones de fundido que tenían lugar en el centro de la cordillera. Grimya se había quejado ya de los olores malsanos que asaltaban su olfato; incluso Índigo, cuyos sentidos eran menos agudos por su condición de ser humano, había percibido aquella atmósfera corrupta.

Sacó la piedra-imán y volvió a mirarla. El diminuto punto de luz dorada que había en su interior seguía indicando sin la menor vacilación hacia el norte. La muchacha agarró las riendas para seguir su camino. Grimya, que se había dejado caer sobre una diminuta parcela de hierba seca y marchita, se incorporó de mala gana, con la lengua colgando, y dijo vacilante:

«Me gustaría descansar pronto...»

—No falta mucho para las montañas. —Índigo bajó los ojos hacia su amiga y sonrió—. Encontraremos una sombra enseguida.

Durante el siguiente kilómetro, la circulación en la carretera aumentó hasta convertirse en una corriente continua que pasaba junto a ellas proveniente del norte. Caravanas de comerciantes, carretas de suministros, pequeños grupos de jinetes, incluso algunos caminantes cubiertos de polvo. Nadie dedicó más que una mirada indiferente a Índigo y Grimya, y por fin llegaron a las primeras estribaciones y al cruce donde la carretera giraba para atravesar el río y transportar su tráfico hacia el este. Un feo y enorme puente de hierro atravesaba la corriente, flanqueado por unos toscos cobertizos, y en ambas orillas un cierto número de caldereros oportunistas y de pequeños comerciantes habían instalado puestos y proclamaban a grandes voces sus mercancías a los viajeros.

Índigo detuvo su montura y contempló la escena. Se dirigía hacia el norte, no al este; sin embargo, parecía que no podía hacer otra cosa que no fuera seguir la carretera, ya que el único camino hacia el norte era un ancho sendero lleno de baches, que seguía el río hasta donde éste se desvanecía entre las montañas. Y el sendero estaba cortado al paso por altas y bien guardadas verjas.

Se dirigió a Grimya en voz baja:

—Esa debe de ser la entrada a las minas. Sin la documentación adecuada, esos guardas no nos dejarán pasar. Tengo la impresión de que no les gustan los visitantes ocasionales.

El hocico de Grimya se arrugó y ésta olfateó la cargada atmósfera.

«No puedo creer que nadie quiera ir ahí si no es por un buen motivo.»

—Ni yo. Pero no podemos discutir lo que nos dice la piedra-imán.

Escudriñó la ladera que tenía ante ella, pero no vio nada que la animara. Las montañas parecían infranqueables; a cada lado del sendero de las minas la roca volcánica se alzaba en pliegues casi verticales allí donde, mucho tiempo atrás, había aparecido una falla en el terreno. Nadie en su sano juicio se atrevería a escalar tal pared, y mucho menos esperaría conseguirlo. Y no obstante, si continuaba por la ruta comercial sería improbable encontrar un camino hacia el interior de la cordillera más adelante, ya que pasado el río la carretera torcía y se alejaba cada vez más de las montañas, separada de ellas por una llanura de lava llena de hoyos que ningún caballo podía atravesar.