Dos jinetes muy bien vestidos pasaron ruidosamente por su lado, obligando a sus caballos a ir más deprisa de lo que cualquier hombre, con un ápice de bondad, hubiera pretendido con aquel calor, y abandonaron la carretera para ir en dirección a las puertas de la mina. Un guarda les salió al paso, e Índigo vio que uno de los jinetes agitaba una pequeña ficha metálica bajo las narices del hombre antes de que se abrieran las rejas y la pareja espoleara sus caballos para franquearlas. La muchacha se pasó la lengua por los labios, que estaban resecos y doloridos a causa del sol, y comprendió que no podía quedarse allí indecisa mucho más tiempo. Sólo era mediodía; necesitaban algún tipo de cobijo y una oportunidad para descansar hasta que el día refrescara. Apartó la mirada del sendero de la mina, y examinó el terreno otra vez. Entonces vio algo que, deslumbrada por el sol, no había advertido antes: otro sendero, tan viejo y abandonado que apenas si era visible, que se separaba de la carretera principal y se alejaba serpenteando en dirección oeste. A primera vista parecía terminar allí donde se encontraba con la pared volcánica; pero, mirándolo con más atención, a Índigo le pareció descubrir una fisura en los macizos pliegues de la roca, en el interior de la cual se perdía el sendero.
¿Un antiguo camino de los mineros, que había caído en desuso? Era posible: y era su única oportunidad.
Bajó la mirada hacia Grimya y le proyectó un pensamiento.
«Grimya, ¿ves ese sendero que va hacia el oeste?»
La loba miró hacia donde le indicaba.
«Lo veo.» Percibió la ansiedad de Índigo y prosiguió: «¿Crees que puede llevarnos adonde queremos ir?»
«No lo sé. Pero tengo un presentimiento, una intuición...»
Inconscientemente jugueteó con la piedra-imán. Grimya abrió sus fauces en una sonrisa lobuna y lamió el aire.
«¡Por lo menos puede ofrecernos algo de sombra!»
La joven se echó a reír.
—¡Grimya, eres muy perseverante! —dijo en voz alta—. Vamos, pues. ¡Investiguemos antes de que nos asemos bajo este sol!
Se preguntó, con cierta inquietud, si los guardas de la mina no les darían el alto o les impedirían seguir adelante antes de que pudieran llegar al sendero, pero al parecer el interés de los centinelas se extendía tan sólo a cualquiera que pusiera los pies en la carretera de la mina. Y el calor también les afectaba; de los cuatro hombres que había de guardia, sólo uno se atrevía a estar a pleno sol, mientras que sus compañeros se refugiaban en una desvencijada cabaña situada junto a una de las verjas. Cuando Índigo y Grimya pasaron junto a la entrada no les dirigió ni una mirada.
Se internaron en el sendero abandonado y, a medida que la pared de la montaña se alzaba junto a ellas. Índigo tuvo la impresión de que se había introducido en un horno. El sol golpeaba contra la superficie rocosa y se reflejaba en sofocantes oleadas, calcinando cualquier rastro de humedad en el aire y convirtiendo el mero acto de respirar en un tormento. El poni tenía la cabeza gacha y se negaba a avanzar si no era arrastrando las patas pesadamente; Grimya jadeaba juntó la sus cascos, intentando mantenerse bajo su sombra, e Índigo rezaba en silencio pidiendo no haberse equivocado
con respecto al sendero. No soportaría aquello más que unos minutos.
De repente la loba se detuvo y lanzó un aullido. Índigo se volvió y la vio mirar atrás, las orejas bien erguidas.
—¿Grimya? ¿Qué pasa?
«Algo detrás de nosotros, un alboroto.»
¿Habían sido alertados los guardas y venían tras ellas? Índigo se llevó la mano al cuchillo e hizo una mueca de dolor cuando tocó el metal de la empuñadura, que estaba tan caliente como para producir una quemadura. Pero Grimya desandaba ya el camino corriendo y, al cabo de unos momentos, le gritó en voz alta:
—¡Ín... digo! ¡Le están ha... haciendo daño!
Ella arrugó la frente, sin entender. Entonces el animal volvió a llamarla, más apremiante, y, comprendiendo que algo sucedía. Índigo desmontó y fue corriendo tras él.
Desde la posición en la que se encontraba Grimya, la entrada de la mina era apenas visible. Junto a las rejas tenía lugar una disputa. Una mujer, que gritaba y suplicaba, luchaba por desasirse de las manos de dos guardas, mientras que un tercero la golpeaba furiosamente con una barra metálica. Escandalizada. Índigo la reconoció como la misma mujer que había pretendido defender la noche anterior; la que había intentado pedir algo a Quinas.
La agredida se liberó con un tirón que casi le dislocó el hombro; pero fue sólo un instante, ya que uno de los centinelas la agarró de la ropa —Índigo oyó cómo la gastada tela se rasgaba— y su compañero la golpeó con la pesada barra en el hombro, con terrible fuerza. La mujer vaciló, dio un traspié, y cayó; los guardas la tomaron por debajo de los brazos y la arrastraron lejos de las puertas, antes de arrojarla sobre el polvo a un lado del camino.
Índigo se quedó mirando a los tres hombres sonrientes que regresaban a sus puestos pavoneándose. Sintió que la boca se le llenaba de bilis, pero se obligó a contener el furioso instinto que la impelía a salir corriendo tras ellos y exigir explicaciones en nombre de la mujer. Había cometido ese error antes, y las condiciones no eran mucho mejores ahora.
La mujer, entretanto, había intentado ponerse en pie, aunque no lo consiguió, y se arrastraba despacio y penosamente hacia la pared rocosa donde empezaba el sendero abandonado. Llegó al muro, se dejó caer contrapeste, se dobló hacia adelante y empezó a toser secamente. Índigo maldijo en voz baja e, indicándole a Grimya que no se acercara, corrió hacia la mujer. Cuando se inclinó para ayudarla, ésta se sobresaltó e intentó protegerse el rostro con un brazo, mientras gritaba cosas incoherentes.
—Todo va bien. —La joven la sujetó por los hombros e intentó calmarla—. No os haré daño, soy una amiga. Venid, ¿podéis poneros en pie si os ayudo?
Unos ojos muy abiertos y aterrorizados en un rostro enrojecido le devolvieron la mirada, y el labio de la mujer tembló.
—Es... estoy bien... —Intentó apartar las manos de Índigo, pero fue una tentativa débil—. No deberíais tocarme; estoy...
—Chisst. —Índigo le habló con suavidad pero con firmeza—: Lo que necesitáis es resguardaros del sol. Venid conmigo. —Volvió la cabeza sobre el hombro y gritó—: ¡Grimya, trae el poni! No creo que pueda dar más que unos pocos pasos.
La loba se alejó a toda prisa y regresó al poco rato con las riendas del poni entre sus dientes y el animal marchando de mala gana a sus espaldas. La visión provocó una ligera y aturdida sonrisa en la mujer, que no protestó cuando Índigo la ayudó a subir a la silla.
Grimya le dijo a la muchacha:
«Yo me adelantaré y veré si el sendero conduce hasta alguna sombra.» Se detuvo y añadió: «Está muy enferma, me parece».
«Se recobrará cuando encuentre refugio, y agua y comida.»
«No estoy tan segura. Hay algo más... Bueno, no importa.»