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La loba sacudió la cabeza y, antes de que Índigo pudiera interrogarla, se dio la vuelta y echó a correr por el sendero.

Ante el enorme alivio de Índigo, el sendero no terminaba, como había temido, en una desnuda pared rocosa. En lugar de ello, serpenteaba hacia el interior de una grieta, en el acantilado, allí donde se unían dos pliegues de lava petrificada. Cuando penetraron en aquella hendidura, el sol, a Dios gracias, quedó oculto por la elevada pared.

Grimya, que había efectuado una exploración de una parte de la grieta, informó que el camino

parecía seguir una enorme falla del terreno que rodeaba las laderas exteriores de las montañas; no había encontrado ninguna forma de penetrar más en el interior de la cordillera, pero el sendero tampoco mostraba la menor señal de desaparecer. El cañón era también lo bastante ancho como para permitirles descansar con relativa comodidad, e Índigo extendió una manta sobre el pedregoso suelo antes de bajar a la mujer de los lomos del poni. El agua era lo más importante allí, y se ocupó de que tanto Grimya como el poni bebieran lo suficiente de su provisión del líquido elemento antes de llevar la botella a los labios de la mujer. Ésta bebió, pero parecía experimentar alguna dificultad en tragar; mientras la contemplaba en sus esfuerzos por beber. Índigo se dio cuenta, con gran sorpresa por su parte, de que era mucho más joven de lo que en un principio había pensado. De hecho, parecía que acabara de dejar la adolescencia, aunque las penalidades la habían envejecido prematuramente. Además, en algunas zonas su piel estaba llena de manchas de un rojo desagradable, y había llagas en su cuello y la parte interior de los brazos; recordando la enigmática observación de Grimya. Indigo se preguntó si a los problemas de la muchacha no se le añadiría también el de la fiebre. Pero cuando por fin terminó de beber y levantó la vista, no había la menor señal de delirio en sus ojos.

Posó una mano en el brazo de Índigo y musitó:

—Gra... gracias, saia.

Índigo sonrió con cierto pesar.

—Espero haberos compensado por mi incapacidad para ayudaros anoche.

La joven pareció perpleja por un momento, pero luego su rostro se animó.

—Claro..., estabais en la plaza: intentasteis conseguir que dejasen de hacerme daño.

—Y fracasé, me temo.

—No. Fuisteis tan amable, tan buena, y ahora... —La mujer tosió y expulsó un poco de saliva—. Os debo tanto, saia, y no puedo recompensaros... —Enredó las manos, que eran delgadas y callosas, en un mechón de sus cabellos, y empezó a llorar con angustiados y profundos sollozos. Había una terrible desesperación en aquel sonido, e Índigo se sintió muy conmovida; se pasó la mano rápidamente por sus propios ojos y dijo:

—No necesito ninguna recompensa. Por favor, no lloréis. Decidme vuestro nombre, y por qué os maltrataban los guardas de la mina.

Al principio no le pudo contestar. Se limitó a sacudir la cabeza y a seguir llorando. Pero Índigo insistió y, por fin, se calmó un poco. Su nombre, dijo, era Chrysiva, y era la esposa de un minero. Al poco rato la dominó un nuevo ataque de llanto y, entre sus jadeantes esfuerzos por continuar, se distinguió una palabra.

Charchad.

Un frío gusanillo se agitó en el interior de Índigo, y sujetó a Chrysiva por los hombros.

—¿Qué tiene que ver Charchad con vuestros problemas? —preguntó apremiante—. ¿Qué os han hecho?

Chrysiva aspiró con fuerza, estremeciéndose, y levantó la mirada: sus ojos estaban enrojecidos y velados por las lágrimas.

—Ellos se lo llevaron...

—¿A vuestro esposo?

Asintió con la cabeza, y se mordió con fuerza el labio inferior hasta que apareció en él una gota de sangre.

—Ellos..., ellos dijeron que había insultado a un capataz. Era una mentira, era inocente..., pero no querían escuchar; ¡ni siquiera le dejaron hablar! Dijeron que debía ser castigado, y... ¡y lo enviaron a Charchad!

—¿Lo enviaron a Charchad? Chrysiva, ¿qué significa eso?

Ella no prestó atención a la pregunta.

—Les he suplicado, les he rogado; ¡lo he intentado todo, pero no quieren dejarlo en libertad!

—Chrysiva...

—Dos meses hace que se lo llevaron..., ¡dos meses y siguen sin tener piedad! ¡No sobrevivirá, sé que no podrá!

—Chrysiva, por favor, préstame atención...

«No sirve de nada», dijo Grimya con tristeza. «Está demasiado alterada para contestar a tus preguntas. En lo único que puede pensar es en su pena.»

Con un suspiro. Índigo se apartó y se sentó sobre sus talones. Grimya tenía razón; no sabrían nada más de Chrysiva hasta que ésta no se hubiera sacado de encima la parte más terrible de su dolor y se sintiera más calmada. Y ella misma sentía la necesidad de descansar; aunque estaban fuera del alcance del sol, el cañón era terriblemente caluroso, y valdría más que durmieran unas cuantas horas

hasta que refrescara el día.

Chrysiva se había acurrucado sobre la manta, el rostro hundido en el ángulo del brazo. El poni dormitaba ya; Índigo lo desensilló y luego se acomodó lo mejor que pudo en el suelo; y, con Grimya a su lado, se dispuso a dormir.

Durmió, pero las pesadillas vinieron a perseguirla, entremezcladas con una vaga y febril conciencia del calor y de la dura incomodidad de la roca sobre la que estaba tumbada. En sus sueños volvió a ver a Fenran, pero su rostro estaba desfigurado por cicatrices horribles y la piel abrasada por una enfermedad que bullía en su interior y que no había forma de contener. Índigo se dio cuenta de que sin una atención rápida y eficaz su prometido moriría, y en su pesadilla llamó a Imyssa, la prudente y anciana bruja que la había cuidado en su infancia. Pero su grito se limitó a resonar inútilmente por las habitaciones vacías de Carn Caille, pues Imyssa no contestó. Y cuando ella se volvió e intentó tomar los recipientes de las pociones y compuestos simples que se hallaban colocados en una estantería junto a ella, éstos se convirtieron en un hediondo polvo negro que se desvaneció entre sus manos. Y Fenran la llamaba desde el lecho de retorcidos espinos en que yacía tendido, y se desvanecía, y ella no podía ayudarlo, y él se moría...

Se despertó dando un grito que resonó por el cañón e hizo que Grimya se pusiera en pie de un salto, los pelos de punta, alarmada. Entonces llegó a la familiar conclusión de que no había sido más que un sueño. Sintió la pegajosa sensación del sudor secándose sobre su cuerpo y luego, por fin, el reconfortante contacto de la piel de la loba que intentaba consolarla.

«¿Otrapesadilla?», preguntó Grimya, comprensiva.

La muchacha asintió y luego miró por encima del hombro a Chrysiva. La joven parecía seguir durmiendo; su rostro estaba vuelto hacia el otro lado. Índigo suspiró.

—Volví a soñar con Fenran, Grimya. Pero esta vez se estaba muriendo a causa de unas fiebres.

La loba lanzó un ahogado gañido.

«Fue la historia que te contó esta mujer la que te metió en la cabeza estas cosas. También ella ha perdido a su compañero y suspira por él. » Vaciló. «Nunca he tenido un compañero. Pero tengo una amiga y creo que lo comprendo. »

Existían paralelismos entre la tragedia de Chrysiva y la suya propia, pensó Índigo con amargura, y ello intensificaba aún más el sentimiento de compañerismo que despertaba en ella la muchacha. Se miro las manos, que tenía entrelazadas con fuerza, y dijo:

—Sólo espero que ella tenga más posibilidades de encontrar a su amor de las que yo tengo de encontrar al mío.