La joven dormía con la cabeza apoyada en la silla del poni. Sus largos cabellos, que mostraban mechones de un cálido tono castaño entre el predominante tono gris, quedaban apartados de su rostro, y la vacilante luz de la luna le confería, momentáneamente, un aspecto plácido. Las arrugas, producto de la tensión nerviosa, quedaban borradas; el rictus de la boca aparecía relajado y el eco de una inocencia y una belleza perdidas parecía brillar en los contornos de sus mejillas y mandíbula. Pero aquella tranquilidad era una ilusión, que, en cuestión de segundos, se hizo añicos cuando los labios de la muchacha temblaron y la vieja sombra regresó a su rostro. Una mano se crispó de forma inconsciente y se cerró con fuerza; luego volvió a abrirse y se extendió hacia afuera como si quisiera tomar y retener los dedos de un compañero invisible. No encontró nada, y mientras la mano retrocedía de nuevo dejó escapar un gemido, como si sintiera un gran dolor.
Perdida en otro mundo aún más cruel, custodiada bajo la calurosa luna por su única amiga, índigo soñaba.
¿Cuánto tiempo ha transcurrido, índigo, antes llamada Anghara?
—Cinco años... —El suspiro se elevó como aire gélido y se perdió en la nada.
Cinco años, criatura. Cinco años desde que tu delito colocó esta carga sobre tus hombros. Has andado mucho desde esos días perdidos en el tiempo.
Vio los rostros, en aquel instante, igual que los había visto tantas veces con anterioridad, moviéndose en lenta procesión en los ojos de su mente. Kalig, rey de las Islas Meridionales, su padre. Imogen, la reina, su madre. Su hermano Kirra, que habría sido rey cuando le hubiera llegado el momento. Y también otros: guerreros, cazadores, sirvientes, todos los que habían muerto junto a su señor en Carn Caille. Una triste procesión de fantasmas.
Y entonces, como ya sabía que iba a suceder, apareció otra figura: los oscuros ojos atormentados, los negros cabellos lacios por el sudor, la energía de su cuerpo destrozada y retorcida por el dolor. Sintió un nudo en su interior e intentó gritar contra aquella visión y desviar la mirada. Pero no pudo. E involuntariamente sus labios formaron un nombre.
—¿Fenran...?
Su prometido la miró a los ojos, una vez, y había tanto anhelo en su expresión que índigo sintió cómo sus propios ojos, en su sueño, se llenaban de lágrimas. Sólo faltaba un mes para que contrajeran matrimonio cuando lo perdió. Ahora haría mucho tiempo que estarían casados, y serían felices, si no...
Extendió la mano, como si buscara algo que no estaba allí; y sus manos se cerraron en el vacío mientras Fenran se desvanecía y desaparecía.
—No. —Apenas podía articular palabra; aunque la pesadilla le resultaba familiar, nunca había conseguido acostumbrarse a ella—. No, por favor...
Así debe ser, criatura. Hasta que los siete demonios que liberaste de la Torre de los Pesares no hayan sido destruidos, tu amor no puede quedar libre. Ya sabes que forma parte de tu carga y de tu maldición.
Volvió la cabeza. Odiaba la voz que le hablaba, la voz del resplandeciente emisario de la Madre Tierra, aunque sabía perfectamente que ningún poder en el mundo podría negar la veracidad de sus palabras.
Cuando lo hayas conseguido, índigo. Cuando los demonios hayan dejado de existir. Entonces conocerás la paz.
Sintió cómo las lágrimas se agolpaban en sus ojos, cómo la garganta le ardía y le producía una sensación de ahogo.
—¿Hasta cuándo? ¿Gran Madre, hasta cuándo?
Todo el tiempo que sea necesario. Cinco años. Diez. Cien. Mil. Hasta que se haya concluido.
En la penetrante luz de sus sueños la pregunta y la respuesta eran siempre las mismas. El tiempo no tenía ningún significado, ya que ella no envejecería. Era la misma que había pasado aquel último día en la tundra meridional, más allá de Carn Caille: aquel día en que la cólera, la imprudencia y la estupidez habían conspirado para conducirla a la antigua torre y a la caprichosa destrucción de su mundo. Volvió a escuchar la titánica voz de la piedra que se resquebrajaba mientras la Torre de los Pesares se desplomaba; vio de nuevo la hirviente y estruendosa nube de oscuridad, que no era humo sino algo mucho, muchísimo peor que brotaba del tambaleante caos en que se habían convertido aquellas ruinas; sintió de nuevo el insensato aguijón del pánico mientras huía azotando con las riendas el cuello de su caballo, de regreso a la fortaleza, de regreso junto a los suyos, de regreso a...
La carnicería y el horror, mientras criaturas deformes que no tenían lugar en un mundo cuerdo se arrojaban como un maremoto sobre los muros de Carn Caille para destrozar, desgarrar y quemarlo todo. Las pesadillas, aquellas cosas repugnantes, se acercaban. Se acercaban y no había ningún lugar donde esconderse, ningún lugar al que huir, ningún lugar...
Salió de su sueño lanzando alaridos, su cuerpo se irguió y cayó luego hacia atrás víctima de un espasmo muscular, de modo que su espalda fue a estrellarse con gran fuerza contra la roca que había tras ella. El mundo de su pesadilla se hizo pedazos y, jadeante, índigo abrió los ojos al cielo color púrpura y a las indiferentes y desconocidas constelaciones, al abrumador silencio y al calor que se arrastraba como un ser vivo por su torso y sus muslos y se introducía por las membranas que unían sus dedos.
Y se encontró con la reluciente mirada dorada de la loba, de pie junto a ella, temblorosa de preocupación.
—Grimya... —El alivio de sentir que el sueño se había roto era tan fuerte que por un momento se sintió mareada. Se sentó con dificultad en el suelo, desagradablemente consciente de que sus ropas estaban pegadas, empapadas por la humedad, a su cuerpo, y extendió un brazo para rodear con él el lomo del animal.
Las extremidades de Grimya se agitaron.
—¿So... soñabas?
Las palabras que brotaban de su garganta eran entrecortadas y guturales, pero claramente reconocibles, ya que Grimya había nacido con la extraordinaria habilidad de comprender y hablar las diferentes lenguas de los humanos. La mutación la había convertido en un paria entre los suyos; pero, desde su primer encuentro con Índigo —hacía ya mucho tiempo, en una tierra que ahora era poco más que un recuerdo de zonas verdes y arboladas en la mente de la loba—, aquella calamidad se había transformado, por el contrario, en una bendición, porque la había unido a la única amiga verdadera que había conocido en toda su vida.
—Soñaba. —Índigo repitió la palabra que había pronunciado Grimya y apretó su rostro contra la suave piel de la loba hasta que la amenaza de las convulsiones desapareció—. Sí. Era el mismo sueño otra vez, Grimya.
—Lo... lo sé. —El animal le lamió el rostro—. Te vi... vigi... laba. Pe... pensé en despertar... te, pero... —Su lengua se movía con un doloroso esfuerzo mientras intentaba formar las sílabas para las que no había sido diseñada su laringe, Índigo la abrazó de nuevo.
—Todo va bien ahora. Ya se ha marchado.
Contuvo un escalofrío que intentaba asaltarla a pesar del opresivo calor. Luego miró a su alrededor, parpadeando a causa del escozor que sentía en sus ojos cansados. Al este, las estrellas brillaban todavía con fuerza; no había la menor señal de claridad en la vasta cortina aterciopelada del firmamento.
—Deberíamos intentar dormir un poco más —dijo.
—Pero y si los su... sueños reg... gresan...
—No creo que lo hagan. —No ahora; no ahora. Conocía muy bien el modelo, y en todo el tiempo que llevaban viajando no había variado.