Pero y si...
Esta vez no pudo evitar el escalofrío, y hundió las uñas de una mano con fuerza en el dorso de la otra, enojada consigo misma por dejar que el sombrío temor que acechaba en el fondo de su mente la afectara de nuevo. Tal y como había hecho a menudo durante las últimas noches, Índigo miró en dirección norte al lugar donde el paisaje quedaba roto por las escarpadas siluetas de los picos montañosos, que se elevaban en la distancia. Detrás de las primeras cimas, y perfilándolas con una fosforescencia, el cielo mostraba un débil y fantasmal resplandor, como si alguna enorme pero semicubierta fuente de luz se agazapara justo debajo de la línea del horizonte. Pero ningún sol, luna o estrella había brillado jamás con tan frío resplandor nacarado: aquella luz pálida parecía traicionera, anormal, una —la palabra penetró en la mente de Índigo como lo había hecho antes, y ningún razonamiento pudo borrarla por completo— una abominación.
Apenas consciente del gesto, se llevó una mano a la garganta y sus dedos se cerraron alrededor de una tira de cuero muy gastada, de la que pendía una pequeña bolsa también de cuero. En su interior había una piedra, aparentemente no era más que un pequeño guijarro marrón con vestigios de cobre y pirita. Pero en las profundidades del mineral había algo más, algo que se manifestaba como una diminuta punta de alfiler que despedía una luz dorada: algo que la conducía, inexorablemente, hacia una meta de la que no podía —ni osaba— desviarse. La piedra era su posesión más preciada y odiada. Y cada día, mientras el sol se hundía en el recipiente de latón que era el firmamento, aquella diminuta luz dorada empezaba a agitarse en su prisión, llamándola, instándola a avanzar hacia el norte. En dirección a las montañas. En dirección a aquella luz nacarada. En dirección a aquella abominación.
El poni golpeó en el suelo, inquieto, y rompió el incómodo trance de Índigo. Esta apartó bruscamente la mano de la tira de cuero; la bolsa con su precioso contenido golpeó ligeramente su esternón y le hizo desviar la mirada de las lejanas montañas. Grimya la observaba, y cuando un nuevo escalofrío recorrió el cuerpo de Índigo la loba le preguntó, inquieta:
—¿Ti... tienes frrrío?
La muchacha sonrió, conmovida por la inocente preocupación de su amiga.
—No. Pensaba en lo que puede aguardarnos mañana.
—Mañana será otro día. ¿Por qué pen... pensar en él hasta que sea neces... sano?
A pesar de su estado de ánimo, Índigo rió con suavidad.
—Me parece que eres más inteligente que yo, Grimya.
—N... no. Pero a veces quizá... veo con más clar... ri-dad. —La loba apretó su hocico contra la mejilla de la joven—. Ahora debes dor... dormir. Yo vigilaré.
Sintiéndose como una criatura mimada por una nodriza afectuosa —y la sensación era reconfortante, incluso a pesar de que despertaba viejos y tristes recuerdos—, Índigo se tumbó de nuevo sobre la manta. Grimya dio media vuelta. Escuchó el sonido de unas zarpas que se deslizaban suavemente sobre la piedra. Sintió cómo la sombra de la loba, bajo la luz de la luna, se proyectaba sobre ella. Y el perfume de la piedra seca, de la ropa polvorienta y de su propia piel sudada se entremezclaban en su nariz. Otro amanecer, otro día. No pienses en ello hasta que sea imprescindible...
Sus dedos se contrajeron con fuerza, se relajaron, y un árido mundo se desvaneció cuando cerró los ojos y se hundió en un sueño sin pesadillas.
A media mañana, la quietud que cubría la tierra era total. Durante un breve instante, una débil y caprichosa brisa había alborotado un poco el polvo, pero ahora incluso ésta había sido derrotada por el terrible calor. Entretanto el sol, un ojo amenazador en un firmamento del color del hierro fundido, miraba airado a través de una atmósfera sofocante e inmóvil.
Índigo sabía que pronto deberían detenerse y buscar un lugar donde resguardarse de las ardientes temperaturas del mediodía; pero se sentía reacia a abandonar la carretera hasta que no hubiera más remedio. Por las piedras talladas colocadas a intervalos a lo largo del sendero adivinaba que no les quedaba más de ocho kilómetros de camino hasta llegar a la ciudad situada más adelante, y no deseaba prolongar el agotador viaje. Anhelaba encontrar una sombra, algún lugar donde descansar que no fuera una roca reseca. Y por encima de todo, ansiaba encontrar agua fresca y limpia con la que quitarse el sudor y el polvo que sentía incrustados en cada uno de los poros de su piel.
Habían transcurrido seis días desde que se habían puesto en camino por la carretera septentrional desde la ciudad de Agia, y su ruta las había llevado a través del territorio más estéril que Índigo viera jamás. En su tierra natal, allá en el sur, estarían celebrando ahora el Mes del Espino, la época de las hojas nuevas, de la hierba fresca, del nacimiento y desarrollo de los animales jóvenes; pero en este país tales conceptos no tenían el menor significado. A lo largo de varios kilómetros más allá de las murallas de Agia se habían efectuado valientes esfuerzos para cultivar e irrigar el delgado suelo marrón rojizo; había terrazas de vides, bosques de robustos árboles frutales de hojas oscuras, parcelas carmesí o de un brillante tono verde allí donde las cosechas de verduras desafiaban el abrasador calor. Pero, pronto, incluso éstas perdían su dominio, cediendo terreno a la roca, el polvo y el matorral que se extendían hasta las distantes estribaciones de las montañas. Y cuando los últimos sembrados quedaron atrás y desaparecieron en la neblina provocada por el calor, no hubo nada más que ver excepto inacabable esterilidad.
El ritmo del paso lento pero constante de su poni resultaba hipnótico y varias veces, durante los últimos minutos, Índigo se había visto obligada a sacudir la cabeza para salir de un pesado sopor provocado por el calor. En un intento por mantener a raya el cansancio, cambió de posición sobre la grupa de su montura y, luego, contempló el río que fluía a menos de veinte metros de distancia siguiendo la trayectoria de la carretera. El día anterior, cuando el curso del río y la carretera convergieron por primera vez, había sentido el impulso de descender por la rocosa orilla y sumergirse en aquellas aguas; pero la apremiante advertencia de Grimya la había contenido. Sucia —había dicho la loba—. Son aguas muertas: ¡te harán daño! Y, al contemplar ahora el torrente marrón y revuelto de su corriente, Índigo se dio cuenta de lo acertada que había estado su amiga. Unos extraños colores se movían en las profundidades de las aguas, efluvios de las enormes minas que había en las montañas volcánicas, de donde provenía el río, y que se alzaban amenazadoras en la distancia. Nada podía vivir en aquellas aguas contaminadas: la única vida que transportaba el río ahora eran las tripulaciones humanas de las grandes y lentas barcazas que
sacaban sus cargamentos de mineral fundido de la zona minera.
Uno de aquellos convoyes había pasado junto a ellas el día anterior: cuatro enormes y sucias embarcaciones amarradas una detrás de otra y la barcaza que iba en cabeza, conducida por ocho taciturnos remeros que impulsaban su navío con habilidad por el centro de la corriente. Estos no habían dedicado más que una única mirada desinteresada al solitario jinete de la carretera: vestida con una túnica suelta sujeta por un cinturón — atuendo rutinario de hombres, mujeres y niños por igual en aquellas tierras tórridas—, la cabellera oculta bajo un sombrero de ala ancha cubierto con una tela blanca de hilo para protegerla del sol, Índigo podría pasar por cualquier buen ciudadano de Agia dirigiéndose a un mercado, a una feria, a una boda o a un entierro. Y la peluda criatura gris que andaba a paso rápido a la sombra del poni no era más que un perro extraordinariamente grande, un guardián que podía acompañar a cualquier viajero sensato para protegerlo de ladrones o vagabundos.