—¡Hermana! —La deforme lengua convertía su habla en algo grotesco—. ¡Bienaventurada sois vos, cuyo camino se ha cruzado con el de los humildes servidores de Charchad! —La mueca se amplió aún más, de una forma imposible y repugnante, y de repente el hombre se separó del grupo y corrió hacia ella moviéndose como si se tratara de un inmenso y deforme insecto. Índigo lanzó un grito inarticulado y alzó la ballesta; el individuo se detuvo, meneó la cabeza en dirección a la joven y le dedicó una obsequiosa reverencia.
—¡Tened fe, hermana! ¡Bienaventurados son los que tienen fe! ¡Bienaventurados son los elegidos de Charchad! —Al ver que la muchacha seguía sujetando con firmeza la ballesta, retrocedió un paso—. ¡Os saludamos y os instamos a que os dejéis iluminar, afortunada hermana! ¿Compartiréis nuestra bendición? —Y abrió las manos, revelando algo que había permanecido oculto en una de las palmas. Era un pedazo de piedra, pero relucía, como las puntas de sus trallas, con el mismo resplandor cadavérico que iluminaba el cielo septentrional cuando el sol abandonaba su puesto.
La mente de Grimya estaba paralizada por la conmoción. Índigo no podía llegar hasta ella, no podía comunicarse. Todo lo que podía hacer era rezar para que la loba no se dejara llevar por el pánico y atacara al hombre, porque una intuición tan certera como nada que hubiera conocido jamás le decía que hacerlo resultaría mucho más peligroso de lo que ninguna de las dos podía imaginar.
—¡La señal, hermana! —El demente hizo una finta con la mano que sostenía la piedra, amuleto, sigilo, o lo que fuese. Entonces, al ver que Índigo se encogía, cloqueó—: ¡Ah, la señal! ¡La luz eterna de Charchad! ¡Mirad la luz, hermana, y al venerarla vos, también podéis alcanzar la bendición! ¡Mirad y dad!
Podía matar a dos, quizás a tres, antes de que el resto cayera sobre ella..., pero Índigo se tragó el pánico, consciente de que tal acción sería una completa locura. Creía tener lo que aquella grotesca criatura quería: sus palabras eran una amenaza disimulada como una súplica de limosna. Tenía comida, algunas monedas; un donativo con aparente buena fe podría persuadirlos de seguir su camino y dejarla tranquila.
Tragándose el amargo sabor de las náuseas que le subían por la garganta, asintió con la cabeza y llevó la mano a su alforja.
—Os... doy las gracias..., hermano, por vuestra bondad... —Su voz no era firme—. Y yo... lo consideraría un privilegio si me permitierais que... que hiciera una ofrenda... —Sus dedos buscaban a tientas, sin saber apenas lo que hacían; un rincón de su mente registraba los objetos sobre los que se cerraba su mano. Una pequeña hogaza de pan ázimo, un pedazo de miel solidificada, tres pequeñas bolsas con monedas: no sabía cuántas contenían y no le importaba.
—¡Hermana, Charchad os bendice tres veces! —Se abalanzó hacia adelante y le arrebató las cosas antes, incluso, de que ella se las pudiera mostrar. El hedor de un osario asaltó la nariz de Índigo y ésta se sintió a punto de vomitar, al tiempo que el poni golpeaba el suelo con los cascos y Grimya lanzaba un gañido. El hombre retrocedió, mostrando todavía su horrible sonrisa; detrás de él sus seguidores permanecían inmóviles, los ojos clavados en la muchacha y en su caballo—. ¡Bienaventurada! —repitió el cabecilla—. La luz de Charchad os ha bendecido. ¡La luz, hermana, la luz! —Y con un agudo alarido se dio la vuelta, alzando ambos brazos en dirección al cielo y mostrando sus trofeos al resto del grupo, que empezó a murmurar, luego a farfullar, y por fin a cantar como lo habían hecho antes.
—¡Charchad! ¡Charchad!
Índigo ya no pudo soportarlo más. Fuera o no un acto inteligente, tenía que alejarse de allí, y hundió los talones con fuerza en los flancos del poni, de modo que el animal salió al galope con Grimya tras él. Tan sólo cuando llegaron al contrafuerte donde la carretera y el río torcían, detuvo el caballo y miró atrás. El corazón le palpitaba con fuerza.
A sus espaldas se alzaba una nube de polvo, y la carretera quedaba oculta. Pero por entre la roja nube pudo distinguir las figuras, afortunadamente ahora tan sólo formas borrosas, de aquellas ruinas humanas que, arrastrando los pies, dando brincos y canturreando, seguían su camino.
Más tarde, ni Índigo ni Grimya se sintieron capaces de discutir el extraño encuentro. Detrás del saliente, tal y como Grimya había pensado, un pequeño grupo de árboles intentaba combatir el calor; allí se detuvieron y refugiaron hasta que el sol empezara a declinar. La conversación resultaba conspicua por su ausencia; Índigo no podía desterrar de su mente las imágenes del grupo de fanáticos religiosos y, en particular, la del loco de piel blanquecina y negra lengua partida. El recuerdo hizo que el agua que bebía adquiriese un sabor nauseabundo en su garganta. Por su parte, Grimya, a pesar de sus anteriores declaraciones sobre el hambre que sentía, había perdido las ganas de cazar y yacía tumbada cuan larga era sobre el ardiente suelo, las orejas gachas y los ojos centelleando furiosos, como si mirara a otro mundo y no le gustara lo que veía.
De vez en cuando, mientras descansaban, Índigo sacaba la piedra-imán de su bolsa y la estudiaba de nuevo. El diminuto ojo dorado estaba más quieto ahora de lo que había estado durante los últimos días. Tan sólo se movía cuando volvía la piedra, para señalar en dirección norte. Las montañas situadas detrás de la ciudad que había más adelante quedaban ahora ocultas por el espeso follaje y los polvorientos árboles; pero, no obstante, la joven era consciente de su omnipresencia en el horizonte y del extraño resplandor frío que, cuando la noche cayera de nuevo, teñiría el cielo con su peligrosa fosforescencia.
Y no podía librarse de la sensación de que el talismán que llevaba el hombre de la lengua bífida que había encontrado en la carretera compartía un origen común con aquella luz sobrenatural.
Pasaron las horas y llegó el momento en que las sombras empezaron a alargarse de forma perceptible. Índigo se puso en pie y colocó de nuevo la manta sobre el lomo del poni. Grimya despertó de su ligero sueño, se relamió, se incorporó y sacudió con fuerza todo su cuerpo.
«Me dormí.» No había la menor satisfacción en su declaración; en el fondo implicaba que hubiera preferido permanecer despierta. «¿Y tú?»
—No. —Índigo sacudió la cabeza.
La loba parpadeó.
«Quizás eso fue lo mejor.»
Fue la única referencia, aunque muy indirecta, que pasó entre ambas con respecto al encuentro sufrido con anterioridad, antes de ponerse de nuevo en camino. Y una hora más tarde, mientras el sol empezaba a deslizarse por el cobrizo cielo, llegaron a los primeros puestos avanzados de la ciudad minera de Vesinum.
Índigo detuvo el poni y giró la cabeza de modo que el ala de su sombrero ocultó el sol que se ponía. Desde lejos, la ciudad parecía componerse tan sólo de una destartalada colección de edificios bajos, desperdigados sin orden ni concierto y divididos por la polvorienta carretera. Más allá de estas extensas afueras, no obstante, pudo distinguir los contornos más consistentes de almacenes que bordeaban el río, aunque cada detalle estaba
oscurecido por una neblina producida por el polvo mezclado con los cada vez más bajos rayos del sol. Sonidos demasiado distantes para identificarlos llegaban a sus oídos; bajó la mirada hacia Grimya, que permanecía sentada junto al poni contemplando con interés la escena que tenían delante.