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Luego, mientras los hornos quedaban atrás, el valle había empezado a estrecharse hasta que no hubo más edificios, ni más máquinas, ni más hombres. El camino de cenizas desapareció e iniciaron una penosa caminata por un empinado desfiladero que ascendía hacia las montañas circundantes por entre dos elevadas cumbres. Ahora, la única luz era el frío resplandor verdoso que iluminaba el cielo sobre sus cabezas, creando anormales sombras cambiantes sobre las piedras. La imprecación lanzada por un capataz para apresurar a los prisioneros resonó extrañamente e hizo que Índigo pensara por un momento que otras voces les gritaban desde los riscos. Entonces, algo enorme, oscuro y anguloso surgió de la noche delante de ellos, y llegaron al final de su camino.

Las puertas, de unos diez metros de altura, sujetas a gigantescas bisagras clavadas en la roca cerraban el desfiladero. No hacía más de cuatro años que habían sido colocadas, pero su superficie de hierro estaba ya ennegrecida y podrida, el metal corroído por el corrompido aire. La barra que las mantenía cerradas prácticamente hubiera soportado cualquier tipo de ataque proveniente del otro lado. Cuando los capataces avanzaron para sacar, con grandes esfuerzos, la barra de sus soportes, la mente lastimada de Índigo comprendió por primera vez lo que debía ocultarse allí detrás.

Volvió la cabeza muy despacio —con un gran esfuerzo era capaz de ejercer un muy limitado control sobre sus músculos— y miró al prisionero que estaba a su lado. Este contemplaba las puertas con lo que parecía una mezcla de reverente temor y resignación; la boca le colgaba entreabierta y un lento hilillo de saliva le resbalaba por la barbilla sin que él pareciera darse cuenta. Delante de él, otro hombre también observaba aquella entrada; el resto concentraba su atención con

fijeza en el suelo. Nadie se movía, nadie dejó escapar la menor señal de temor o protesta.

Un fuerte estrépito metálico, que resonó ensordecedor entre los riscos, anunció el sonido de la barra al caer. Mientras el eco se desvanecía y regresaba el silencio, las puertas chirriaron amenazadoras, e Índigo sintió un escalofrío en la base de la espalda. No estaba asustada —la droga la había vuelto incapaz de sentir nada parecido—, pero, por un instante tan sólo, la inquietud se había agitado en su interior como un gusanillo.

Se escuchó un sonoro ruido metálico. El eco retumbó con menos fuerza, ahora, pero aún con la suficiente como para sobresaltarla, y las puertas empezaron a abrirse hacia ellos. Una delgada línea vertical de un violento fulgor verde hizo su aparición y se ensanchó rápidamente, hasta que la joven se vio obligada a desviar la vista; entonces sintió un tirón en las argollas y escuchó el crujir de las piedras bajo el peso de los pies cuando los cautivos empezaron a avanzar hacia la entrada del siniestro valle situado al otro lado.

—¡Tú no!

Una mano se cerró sobre su antebrazo y tiró de ella hacia atrás cuando, demasiado atontada para razonar o discutir. Índigo iba a seguir a sus compañeros de cautiverio. Sin comprender, clavó la mirada en el rostro de uno de los guardas, que se había interpuesto entre ella y los demás. El hombre sonreía, y ella no entendió nada.

—Ansiosa, ¿eh?

Otro de los vigilantes fue hacia ella, soltando unos gruesos cortadores que colgaban de su cinturón.

—Ya le tocará el turno. Pero no con este miserable grupo de gusanos.

El primero de los capataces jugueteó con su amuleto de Charchad, luego hizo un ademán impaciente.

—Acabemos deprisa con éstos; no quiero dejar la puerta abierta más tiempo del necesario.

Su compañero se agachó, y el metal soltó un chasquido cuando cortó las cadenas que la sujetaban a los otros cautivos. La empujaron a un lado con malos modos. La muchacha perdió el equilibrio y se arañó el codo al caer al suelo. Mientras intentaba sentarse, aturdida, vio cómo los capataces conducían a la hilera de hombres hacia el brillante espacio situado entre las dos puertas. Un resplandor frío cayó sobre ellos y los rodeó con una aureola de intensa luz verde; uno —el hombre que había tenido delante en la fila— vaciló por un momento y miró hacia atrás. A la muchacha le fue imposible decidir si su expresión era de lástima o de súplica. Luego, el desfiladero volvió a resonar al cerrarse las puertas detrás del último de los hombres, y éstos desaparecieron.

Los ecos se apagaron y, de repente, la noche pareció inquietantemente silenciosa. Las montañas habían amortiguado el bullicio de las minas convirtiéndolo en apenas un débil murmullo nebuloso en la distancia, y el desfiladero estaba en silencio. Índigo no intentó incorporarse, sencillamente permaneció sentada donde había caído, con los ojos fijos en los capataces que en aquellos momentos regresaban de la entrada.

Sólo eran tres. No había registrado este dato antes, pero ahora, mientras la información se filtraba en su mente, se preguntó por qué los prisioneros habían aceptado su destino tan estoicamente. Si hubieran decidido luchar, sus guardianes se habrían visto totalmente sobrepasados en número; sin embargo, no habían protestado en absoluto. Se habían limitado a penetrar en el valle de Charchad como ovejas ignorantes camino del matadero. ¿Qué les sucedería ahora?, se preguntó. ¿Morirían, rápida y brutalmente, antes de que la enfermedad del valle se deslizara al interior de sus cuerpos? ¿O vagarían por aquel verdoso mundo de pesadilla hasta que la carne se les pudriera en los huesos y se convirtieran en lo que Chrysiva había sido, antes de que la saeta de una ballesta pusiera fin a su sufrimiento?

Al pensar en Chrysiva, la boca de Índigo se crispó en una mueca. No pudo evitar aquel movimiento reflejo, ni la peculiar sensación que le siguió al momento y la empujó a querer hablar. Pero las palabras que buscaba la eludieron. Bastante antes, antes de que los acólitos de Charchad la obligaran a beber su repugnante brebaje, sabía que había recibido una espantosa revelación con respecto a los acontecimientos que la habían conducido a su actual situación, pero ahora no podía recuperar su capacidad de razonamiento lo suficiente para recordarla. Sentía miedo, sí; pero carecía de sentido, como si perteneciera a alguna otra persona y ella lo experimentara indirectamente, ¿Era miedo a la muerte? Eso pensaba, pero no podía recordar por qué la muerte resultaba tan importante.

Unas botas arañaron la roca, y el débil sonido hizo que Índigo se diera cuenta de que había estado a punto de caer en un letárgico trance. Sus ojos volvieron a aclararse, y vio a uno de los capataces de pie junto a ella. Sus compañeros se apoyaron contra la pared del risco, contemplando la escena con

hastiado interés.

—Bien, bien. —La puntera de metal de una bota la golpeó en la rodilla; Índigo hizo una mueca, pero fue una reacción lenta—. Todavía en el limbo, ¿eh? —Introdujo la mano en su camisa y la cerró alrededor de algo que llevaba guardado en un bolsillo interior. La muchacha no pudo ver lo que era.

—¿Una última petición antes de que nos abandones?

Uno de los hombres lanzó una carcajada que parecía un bufido.

—Es bastante joven y bonita —gritó—. ¡Te apuesto a que sé qué le gustaría antes de irse!

Una mirada especulativa brilló por un momento en los ojos del capataz. Miró a Índigo de arriba abajo y sus ojos descansaron por algunos instantes en sus pechos y bajo vientre. Luego sacudió la cabeza.