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—No merece la pena. Todos nosotros tenemos esposas en casa que saben cómo complacernos y cómo resultar agradables. Ésta no lo haría, ¿y dónde está el placer en eso? Además, es una extranjera. Nunca se sabe lo que puedes pescar con un extranjero. No: seguiremos las órdenes de Quinas y la dejaremos así. —Sopesó en su mano cerrada el pequeño objeto que había sacado del bolsillo, luego añadió—: ¿Sabéis?, casi me da pena.

—¿Pena? —Otro de los hombres se apartó perezosamente de la pared rocosa y avanzó despacio hacia ellos—. ¿Por recibir la bendición de Charchad?

—Tal y como he dicho, es una forastera. Intenta mostrar a uno de fuera la Luz y no la verá; ya lo sabemos. —Se encogió de hombros—. Parece una pérdida de tiempo, eso es todo.

Su compañero había llegado ahora a su lado, y se inclinó para escupir a pocos centímetros de Índigo.

—Te estás volviendo viejo y blando, Piaro. La herejía debe castigarse, ¿recuerdas? Eso es lo que nos dice Charchad. —Posó una mano en el brazo del hombre. Era un gesto de camaradería, pero llevaba implícita una inquietante insinuación—. Por tu bien, y por el de tu familia, no lo olvides jamás.

—No pienso hacerlo. —Entonces Piaro se sacudió algún pensamiento privado—. Los otros deben de haber sido conducidos abajo ya. Acabemos con esto, y todos podremos regresar a Vesinum en la carreta de la mañana y dormir un poco. —Se agachó y, al abrir la mano. Índigo vio que sostenía un pequeño frasco de metal. El tapón saltó con un sonido sordo y desagradable, y Piaro hizo un gesto a su compañero.

—Puede que tengas que sujetarle la barbilla mientras se lo traga. No dejes que se derrame; es el único que tenemos.

Esperaban que ella luchara, pero no lo hizo, ya que se sentía terriblemente sedienta y no veía razón para rehusar un trago si se le ofrecía. Se sintió decepcionada cuando, en lugar de agua, sintió un sabor muy dulce y empalagoso; pero era mejor que nada y lo tragó con avidez.

—¿Qué es lo que hará esto? —preguntó el compañero de Piaro.

—Es un antídoto para la primera droga que le dimos, eso es todo lo que se me dijo. —Se enderezó y guardó el frasco—. Quinas quiere que tenga la cabeza muy clara cuando entre.

—¿Por qué?

—¿Cómo quieres que lo sepa? Quizá sea una última lección. —Tenía las manos sudorosas; se las secó sobre los muslos y luego se inclinó para tomar uno de los brazos de Índigo—. Vamos. No tiene ningún sentido que perdamos el tiempo aquí innecesariamente, y el otro lado estará esperando.

El mundo se tambaleó cuando tiraron de Índigo para ponerla en pie, y ésta pensó aturdida: ¿un antídoto? Los dos hombres la arrastraban tan deprisa que apenas podía avanzar con un cierto ritmo. Las puertas se alzaron ante ella, y el tercer hombre se acercó para asir el enorme tirador. Vio la luz. Verdosa y horrible, con un fulgor tan lívido que lanzó una exclamación ahogada e intentó sacudir la cabeza en señal de protesta. La impelían hacia ella, y su cuerpo empezaba a estremecerse a causa de los calambres que sentía al recuperar la sensibilidad.

Una voz se incrustó en su cerebro. Era Piaro, que decía:

—Me gustaría saber qué se ha hecho del perro.

—¿Qué... perro?

Su compañero jadeaba por el esfuerzo. Paralizada por los calambres. Índigo se había convertido en un peso muerto.

—Me dijeron que iba con un perro. Allá, en Vesinum.

«¿Perro?», pensó Índigo. Y algo surgió de su confusa memoria para apoderarse de ella...

El hombre lanzó un gruñido.

—No durará mucho por aquí. Carne fresca, eso es lo que será, para algún bastardo con suerte.

«Grimya... »

El segundo capataz lanzó una imprecación cuando la parálisis de Índigo desapareció de repente y la muchacha empezó a retorcerse en manos de sus enemigos.

—¡Por la Luz, esta zorra empieza a espabilarse! Sujétala bien, Piaro; intenta escapar... —y lanzó un nuevo juramento cuando ella volvió la cabeza e intentó morderlo. Fue un vano esfuerzo, pues sus dientes se cerraron en el vacío; un segundo más tarde una mano se estrelló contra su rostro y la muchacha se apaciguó.

—Déjalo ya —dijo Piaro con aspereza cuando el otro hizo intención de golpearla de nuevo—. ¡Limítate a pasarla al otro lado, y cerremos esas malditas puertas!

Índigo hizo un último esfuerzo por resistirse, mientras el antídoto, que actuaba con rapidez, recorría todo su cuerpo, pero fue demasiado tarde y resultó muy mal coordinado. Una barrera de luz abrasadora le dio de lleno mientras las puertas se hacían a un lado y se elevó por encima de su cabeza. Entonces la empujaron hacia adelante y sintió cómo caía y rodaba por una abrupta pendiente, mientras un inarticulado grito de protesta le arrebataba el aire de los pulmones, al tiempo que las puertas del valle de Charchad se cerraban con un estremecedor sonido a su espalda.

Durante un tiempo —no pudo saber cuánto, y cuando intentó contar los segundos que pasaban, su capacidad de concentración se vino abajo en una total confusión—. Índigo permaneció totalmente inmóvil. Los calambres habían dado paso a un hormigueo que recorrió todos sus miembros; el instinto le dijo que el control regresaba con rapidez a su cuerpo, pero no se atrevió a comprobarlo. Y a la vez que los efectos de la droga eran eliminados de músculos y nervios, también su mente se aclaraba, y junto con ella la memoria.

Por un momento se vio consumida por un violento ataque de rabia contra sí misma por la ciega estupidez que la había conducido hasta allí. Pero la sensación desapareció cuando comprendió que nada conseguiría con recriminaciones, y después del enojo vino una extraordinaria sensación de calma. Lo hecho, hecho estaba: el sonido de las puertas al cerrarse tras ella había sido la confirmación definitiva de la inutilidad de los lamentos. Ahora tenía una elección muy clara. Podía abandonar toda esperanza, o podía enfrentarse a lo que tenía ante ella y, mientras le quedara vida y energía, luchar contra ello con todo el poder que poseía.

Índigo no sabía si tendría el valor de poner en práctica las valerosas palabras que predicaba; pero intentó consolarse con el pensamiento de que si su resolución fallaba —como temía que sucedería— ello no afectaría en lo más mínimo su destino. Nada tenía que perder ahora. Quinas había jugado su última carta.

Si tan sólo hubiera podido establecer contacto con Grimya...

No. No podía ni considerarlo. En el valle de Charchad estaba fuera del alcance de Grimya o de Jasker; y aun en el supuesto de que consiguieran llegar hasta ella, no podrían hacer nada para ayudarla, y no quería ser la causa de la muerte de sus amigos, además de la suya propia. Ahora estaba sola. Y sólo había una dirección en la que pudiera ir.

Índigo levantó la cabeza del desigual suelo, y abrió los ojos para contemplar el valle de Charchad.

Estaba mejor preparada de lo que lo había estado la primera vez, pero de todos modos nada podía atenuar la oleada de sorpresa y de nauseabundo horror que la dominó cuando la enorme e incandescente vista apareció ante ella. Desde el risco, el primer lugar desde donde lo había divisado, el valle la había espantado; pero aquello... Le pareció como si su caja torácica se estrechara en su interior, amenazando con aplastarle el corazón mientras sus ojos se clavaban en lo más profundo del enorme pozo. Monstruosas oleadas de luz surgían palpitantes de las profundidades para abrasar las laderas del valle y empaparla en un fuego verde. La piel le escocía, como si se bañara en una solución de algún extraño ácido bastante diluido; las lágrimas fluían a raudales de sus ojos, y mientras contemplaba impotente la ladera situada al otro extremo —donde las sombras se movían y cambiaban, dibujando horrendas formas—, se dio cuenta de lo totalmente insignificante que era en aquel lugar: una partícula diminuta y perdida en un titánico decorado.