Repentinamente el mundo pareció perder todo realismo, y la atenazó una sensación de náusea. La escala era demasiado enorme, el poder demasiado grande: no podría enfrentarse a él, no podría...
Un sonido aislado, muy cercano, hizo su aparición en el rugido remoto y caótico de Charchad, y se abrió paso por entre el pánico que amenazaba con aplastar su decisión por completo. El cuerpo de Índigo se convulsionó con espasmos y se puso a gatas apresuradamente, agazapándose como un animal inquieto mientras sus ojos llorosos intentaban ver con claridad.
Unas figuras borrosas, deformadas por la luz, se movían por la ladera más abajo de donde estaba ella. Por un instante pensó que debían de ser los hombres a los que se había obligado a atravesar las puertas del valle de Charchad, vagando sin rumbo bajo el mortífero resplandor. Pero cuando parpadeó para eliminar las lágrimas de sus ojos y su visión se aclaró un poco, momentáneamente, comprendió que estaba equivocada. Eran sólo dos figuras, y desde luego sus movimientos no eran los de alguien que vaga sin rumbo mientras ascendían la ladera hacia ella. La razón intentó negarlo, pero el instinto le dijo a Índigo que ella era su objetivo.
El otro lado estará esperando. Sintió un nudo en el estómago. No podía haber la menor duda ahora: aquellos seres, fueran lo que fuesen, venían a por ella. Empezó a temblar, y un terrible impulso de ponerse en pie y echar a correr pasó por su mente como una exhalación; luego se desvaneció. ¿Correr? ¿Hacia dónde? ¿De regreso a las puertas de hierro, para golpearlas con los puños y pedir que las abrieran? No. Debía enfrentarse a aquello que surgía del infierno para reclamarla. No había ningún otro lugar al que ir.
Un nuevo torrente de luz surgió del torbellino que hervía allá abajo, y un enorme y distorsionado haz luminoso se deslizó sobre las laderas del valle, envolviendo a las figuras que se acercaban en un repugnante arco iris de colores, de modo que Índigo pudo verlos con toda claridad por primera vez.
Los centinelas del risco podían haber sido seres humanos en alguna ocasión: aquellas pesadillas ambulantes no lo habían sido jamás. Aunque su apariencia era una parodia de la forma humana, los planos y los ángulos de sus cuerpos estaban horriblemente desproporcionados, como si debieran su existencia a algún mundo repulsivo diferente de éste del que habían surgido deformes e incompletos. aquellos no eran servidores terrenales de Charchad. Eran las sombras diabólicas que había tras el demonio mortal, la primera progenie del monstruo que se había comprometido a destruir, ¡los auténticos hijos de Aszareel!
Cinco pasos más, seis, siete... Índigo los contó como una criatura que repitiera en silencio la lección, hasta que, sólo a un paso de ella, aquellos seres se detuvieron. Unos ojos blancos, carentes de párpados, se clavaron en los suyos; y cuando se inclinaron para tomar la cadena que pendía de sus muñecas, no protestó, sino que se puso en pie despacio, desviando la mirada de sus rostros distorsionados para contemplar con calma el paisaje de locura que se abría ante ella. Había aceptado lo inevitable, y la aceptación poseía su propio poder narcótico.
Los demonios no hablaron. Quizá, pensó Índigo utilizando una fracción de su mente, carecían de voz. El metal tintineó, sintió un ligero tirón en la cadena y, con la serenidad irreal del sonámbulo, se colocó entre los centinelas e inició la marcha por el largo y empinado sendero que descendía al valle de Charchad.
—¡Grimya! ¡Grimya, abre los ojos! —La voz de Jasker se alzó por encima del creciente tronar de la fumarola, y sacudió la figura inmóvil y acurrucada de la loba—. ¡Vuelve!
Grimya gimió como un cachorro asustado, pero no dio otra respuesta. Jasker dudó incluso de que pudiera oírlo, ya que su mente estaba absorta en el horror que veía en la mente de Índigo. Tenía que romper aquel trance, el animal era el único vínculo, el único.
—¡Grimya! —Aguijoneado por un acceso de frustración y miedo, la voz del hechicero se elevó en un rugido que resonó estridente por todo el pozo—. ¡En el nombre de Ranaya, te lo ordeno, mírame!
Un gran estremecimiento recorrió el cuerpo de la loba, y sus ojos dorados se abrieron de golpe. Por un instante su mirada se fundió con la del hombre, y una imagen demencial y distorsionada cruzó por la mente de él. Un cegador resplandor verde, horribles formas que no pertenecían a este mundo, una pendiente traicionera que se hundía en el infierno... Una décima de segundo antes de que la imagen se desvaneciera, Jasker supo que veía el valle de Charchad a través de los ojos de Índigo.
El sentimiento de frustración se redobló, y sintió un incontenible deseo de gritar. La desesperación de Grimya había intensificado su poder telepático hasta el punto de romper, por un momento, el bloqueo de su mente, permitiendo que su visión se fundiera con la de ella. Pero ese instante había resultado fugaz e incompleto. Debía retomarlo.
Jasker miró frenético por encima del hombro hacia la fumarola. Vio que la luz se había intensificado hasta adoptar un tono rojo sangre, y palpitaba ahora con el ritmo de un enorme y lento corazón. La Vieja Maia estaba viva: empezaba a despertarse de su sueño, despacio, con firmeza, inexorable; y esperaba. Pero su paciencia se agotaba.
Se asió al pelaje de la loba; su rostro, empapado en sudor, estaba distorsionado por una furiosa energía.
—¡Grimya, escúchame! ¡Debes mantener la puerta de acceso abierta en tu mente! ¡Úneme a Índigo, déjame ir hasta ella de nuevo!
Un grito terrible surgió de la garganta del animal; no era ni un aullido ni un gañido, pero poseía un poco de ambos.
—¡Nnno... pu... edo!
—¡Tienes que hacerlo! ¡Inténtalo!
La abrazó, pero en su confusión y angustia la loba se debatió para liberarse de él, y lo arrojó a un lado. No servía de nada: no podía razonar con ella, pero tampoco podía contener aquella fuerza ahora; se había celebrado la invocación y nada podía revocarla. ¡Con Grimya o sin ella, debía retomar el contacto!
Jasker se volvió y gateó sobre la repisa hasta regresar al borde del pozo. El ardiente aire rasgó sus pulmones mientras gritaba enloquecido en dirección a la vasta bóveda.
—¡Madre del Fuego, ayudadme y prestadme Vuestro poder! —La desesperación hizo que su voz se quebrara; el eco le devolvió el grito y las salamandras chillaron.
Y en lo más profundo de la tierra, la Vieja Maia lanzó un titánico suspiro.
De la fumarola surgió una potente ráfaga de aire que los sacudió con la misma fuerza que si una pared se hubiera desplomado sobre ellos. Jasker fue alzado del suelo como si se tratara de una hoja seca y se sintió arrojado hacia atrás. Vio cómo Grimya iba a estrellarse, entre gañidos, contra los cascotes de la entrada del túnel. Luego la ráfaga pasó, dejándolo tumbado en el suelo boca abajo, con los pulmones sin aire y los ecos de la sacudida resonando en sus oídos.
¡Ranaya lo había escuchado, y le había respondido! Su piel chamuscada se arrugó y agrietó al arrodillarse, pero el dolor no significaba nada. La Diosa había hablado. Alzó la cabeza despacio, y se dio cuenta de que el espectro a través del cual contemplaba el mundo había quedado alterado. Rojo, naranja, amarillo; Grimya, que ahora había conseguido por fin incorporarse y sacudía la cabeza aturdida, era una sombra rojiza con ojos como tizones. La repisa había adoptado el sombrío y llameante tono de la lava fundida. Y él... giró las palmas de las manos hacia arriba, tembloroso, los ojos fijos en su incandescente contorno, viendo a través de ellas las doradas venas que palpitaban bajo la carne, bombeando fuego a todo su cuerpo...