El poder estaba en su interior. Podía sentir cómo germinaba, cómo invadía su ser, y sintió deseos de gritar, reír y llorar. Aquello era lo que había deseado y a la vez temido conseguir, y fue el miedo lo que lo hizo fracasar tantas veces en el pasado. Pero, ahora, el término fracaso no existía para él. El poder era suyo y sabía cómo usarlo.
Se levantó, y sus ojos tenían una expresión ardiente, orgullosa y vengativa cuando se volvió para mirar a la agazapada loba.
—Grimya —la voz de Jasker tembló mientras su cuerpo intentaba a duras penas controlar las fuerzas desencadenadas en su interior—. ¿Me ayudarás en lo que debo hacer?
Ella le devolvió la mirada. El corazón le palpitaba con fuerza todavía, debido a la conmoción ocasionada por la poderosa y enfática declaración de la Vieja Maia, pero el poder que había paralizado su mente se había deshecho.
El hombre ya no era un hombre. La figura de Jasker estaba rodeada por una reluciente aureola dorada, y aunque en el interior de su estructura el cuerpo y el rostro permanecían inmutables, la loba percibió los caóticos movimientos de algo gigantesco e inmortal, una energía que resplandecía y corría por la esencia misma del hechicero. ¡Demonio!, aulló su mente. Pero Grimya sabía cómo eran los demonios, y echó a un lado el aviso en el mismo instante en que penetró en su mente. No era un demonio. No era pariente de Némesis, no era algo maligno. No podía darle un nombre, y su instinto no era suficiente para permitirle comprender, pero sabía en lo que Jasker se había convertido. Y sintió cómo la veneración y la piedad brotaban en su interior como una oleada de tranquilidad.
—Jas-ker... —Pronunció su nombre con voz ronca, aunque no pudo por menos que preguntarse si significaría algo para él ahora. Ignorando el calor abrasador que desprendía la piedra y que chamuscaba el suave pelaje de su vientre, se arrastró hacia él. Tenía las orejas echadas hacia atrás, indicando su incertidumbre, pero la cola se agitó en una convulsiva e involuntaria expresión de esperanza—. Sal... sálvala. Salva a Índigo. Pu... edo ayudarte. Puedo. ¡Y lo haré!
—Criatura. —Le sonrió, y el cuerpo de Grimya empezó a temblar de forma incontrolada—. Ranaya te bendecirá por lo que harás esta noche. —E, inclinándose, posó una mano sobre la cabeza de la loba.
La Vieja Maia, la primera de las hijas de Ranaya, lanzó un suspiro. Y mientras su magnífica y suave exhalación hacía que la maraña de minerales de la bóveda empezara a zumbar y canturrear como un coro fantasmal, Jasker se volvió hacia la fumarola, los brazos alzados y relucientes en su halo de resplandor sobrenatural. Aunque Grimya no podía ver su rostro, su expresión era de éxtasis, de triunfo. Las profundas señales de amargura, odio y privaciones se desvanecieron poco a poco cuando, con ojos repentinamente anegados por las lágrimas, levantó la mirada hacia la parte superior del pozo en dirección al invisible cielo nocturno.
Ranaya, la Madre del Fuego, se agitó en la esencia misma de Jasker cuando éste empezó a hablar.
Las antorchas periféricas empezaban a ser apagadas. Faltaban menos de dos horas para el amanecer, y mientras las potentes sirenas resonaban en la noche anunciando el final del turno de trabajo, las antorchas exteriores empezaron a ser bajadas de sus caballetes para ser apagadas. En los pozos de las minas, los hombres dejaban sus herramientas y apartaban la mirada de las vetas de mineral con silencioso agradecimiento. Aquellos que se demoraran, o que tuvieran que recorrer las galerías y túneles más profundos para alcanzar el mundo exterior, tendrían que salvar las abruptas laderas hasta llegar a los senderos cubiertos de cenizas y al punto de reunión en total oscuridad, se arriesgaban a que un tobillo torcido los obligara a guardar cama y redujera sus ingresos a cero durante los días siguientes.
Quinas debía regresar a Vesinum en la carreta de la mañana. No era un medio muy decoroso de transporte para un capataz de su categoría, pero hacer venir un vehículo privado hubiera llevado su tiempo, y sus compañeros estaban ansiosos por ponerlo bajo el cuidado de un buen médico lo antes posible. Le habían instado para que intentara dormir, pero se había negado a hacerles caso, insistiendo con ferocidad en que pensaba esperar el informe de Piaro. Aquél había regresado, por fin, y confirmado que todo había salido según el plan. Ahora, Quinas estaba instalado, como mejor pudieron, en la cabaña del marcador, y no haría falta despertarlo hasta que la carreta estuviera ante las puertas de la mina.
Simein, un fiel devoto de Charchad y miembro de la camarilla de más confianza de Quinas, había decidido ocuparse personalmente de que nada molestara a su amigo y mentor durante las pocas horas que faltaban para la partida de la carreta. Permanecía a pocos pasos de la puerta de la cabaña, observando cómo se apagaban las primeras antorchas y jugueteando con el mango del látigo, que colgaba, enrollado, de su cinto. En su pecho, el amuleto de Charchad pendía de su delgada cadena y brillaba como un diminuto ojo sin cuerpo, más resplandeciente ahora que las luces de la mina se apagaban; el habitual destello de la piedra sagrada arrojaba peculiares sombras angulosas sobre las facciones del rostro de Simein y resaltaba su piel picada y escamada, que era el primer estigma de su
iluminación.
Las minas permanecían anormalmente silenciosas. A lo lejos, los hornos de fundición rugían, pero el estrépito más inmediato de las excavadoras y los martillos y del rodar de las vagonetas de mineral parecía apagado, como si la noche lo hubiera envuelto en un enorme y sofocante chal. La luna se había puesto; los únicos haces de luz que destacaban eran los arrojados por las antorchas que permanecían aún en sus elevados postes. Y, aunque no podía decir por qué, Simein se sentía intranquilo.
Levantó la mirada, más allá del grupo de edificios, sobre las pilas de escombros extraídos de las montañas y dejados allí para que se pudrieran bajo el sol abrasador, hasta donde la más alta de las cimas dominaba en silencio sobre la escena. Por un breve instante le pareció ver un resplandor sobre aquella amenazadora montaña, pero después de mirar con atención durante algunos segundos, sus ojos no descubrieron nada y volvió la cabeza de nuevo. Un reflejo de las antorchas; sólo eso. Tenía cosas mejores que hacer que perder el tiempo en tonterías.
En las montañas, donde los hombres habían excavado, a través de infinitas toneladas de roca, una galería de techo muy alto, algo habló con una voz inhumana que hizo retumbar los túneles. El último grupo de mineros que había respondido a la sirena y se dirigía al exterior y a un día o dos de libertad, se detuvo, sintiendo el temblor que sacudía los viejos pasadizos. Se intercambiaron miradas, pero nadie habló. Tales movimientos, en las profundidades rocosas, eran riesgos normales. No había nada raro en aquella nueva manifestación; eran tan sólo los familiares temblores de un gigante dormido, y los mineros dejaron de lado el incidente para concentrarse en sus hogares mientras proseguían su camino.
Fuera, brillaban chispas en la apestosa atmósfera, en la penumbra previa al amanecer. Nadie las advirtió; y nadie prestó atención al nuevo retumbo que añadió un arrítmico sonido de fondo al estruendoso latir de las minas, mientras el turno siguiente se dirigía en silencio y con expresión hosca a cumplir con su trabajo.
Una y otra vez había intentado recuperar alguna sensación de realidad, pero en el aullante torbellino del valle de Charchad, la realidad no tenía significado. Arrastrada por sus diabólicos apresadores, cegada por la impresionante radiación, azotada por vientos rugientes y monstruosos. Índigo luchó por mantener la cordura mientras aquel descenso de pesadilla se prolongaba sin fin. La razón se había desmoronado bajo el ataque de las retorcidas fuerzas que azotaban el valle; la forma y la perspectiva estaban tan desfiguradas que resultaba imposible reconocerlas, de modo que en un momento dado le parecía avanzar por un encrespado mar de cristal líquido y al siguiente flotar indefensa sobre un vacío tan enorme que sus desconcertados sentidos no podían asimilar sus dimensiones. Formas horribles se movían a su alrededor: cosas aladas que parpadeaban en los abrasadores haces de luz; inflados horrores deformes tambaleándose como espectros por el palpitante resplandor; algo enorme y traslúcido, ondulante... El crepitante ruido de las profundidades del valle se batía constantemente contra su cabeza. Mezclándose con él, se escuchaban voces humanas que aullaban de dolor y otras voces, no humanas, que lanzaban alaridos de furia, satisfacción o de total e incontrolada demencia.