Con una energía que no sabía que poseía, las patas traseras del animal lo impulsaron a través de la hendidura, y saltó en dirección al túnel que había al otro lado. El suelo se tambaleó cuando aterrizó sobre él; rodó, se puso en pie de un salto y, con las orejas pegadas a la cabeza, la cola aleteando a su espalda, echó a correr como una centella mientras las primeras oleadas de hirviente y revuelto magma empezaban a abrirse paso por entre la pared de escombros. No tenía ni idea de adonde iba, ni recuerdo consciente de la ruta por la que habían llegado a la fumarola, pero la intuición la impelía hacia adelante, hacia arriba. El calor, cada vez más fuerte a su espalda, era un acicate letal mientras buscaba un camino —cualquier camino— hacia el mundo exterior. Un cataclismo de sonido ensordeció sus oídos, resonando por túneles y galerías; tuvo una fugaz visión de llamaradas enormes, de rocas que se disolvían en magma. Corrió a través de un humo cegador y asfixiante en el que danzaban las chispas como enloquecidas luciérnagas, saltó sobre siseantes arroyos de metales fundidos, huyó frenética atravesando grietas segundos antes de que sus paredes se juntaran para bloquearle el paso. Y por fin se produjo una disminución del calor, sintió el sabor del aire fresco: sucio, pero fresco, no obstante; y aunque sus pulmones y garganta estaban demasiado resecos para dejar escapar algún sonido, deseó gritar y aullar de alegría al darse cuenta de que había llegado a la primera cueva, a través de su pequeña hendidura de acceso.
Se aplastó contra el suelo y se abrió paso por la estrecha abertura, hasta emerger en pleno pandemónium.
Muy por encima de su cabeza, el cielo se había convertido en un demencial mar de negros y rojos mientras el cono de la Vieja Maia vomitaba fuego. Por las laderas superiores del volcán empezaban a bajar ríos de lava, extendiéndose por entre las cumbres como una red de refulgentes arterias. Tremendas explosiones rasgaban la noche, terribles oleadas de calor sacudían las montañas y revolvían la atmósfera en un arrollador caos, mientras a lo lejos las hermanas de la Vieja Maia respondían a su desafío.
Grimya se dejó caer en la pendiente, los costados palpitantes mientras luchaba por recuperar el aliento. Su cuerpo estaba casi paralizado por el dolor y el agotamiento, y en su mente chocaban y se retorcían imágenes en un frenesí incontrolable. La fumarola, el calor, el increíble poder; Jasker aullando triunfante mientras su cuerpo ardía, el pavoroso rostro de Ranaya; e Índigo, hundiéndose en la locura definitiva al tiempo que el demonio de Charchad se alzaba para matarla...
La razón regresó con terrible fuerza, y Grimya se incorporó de un salto. Por un instante permaneció totalmente inmóvil, la cabeza alzada, intentando proyectar su conciencia por encima de la demencia de la noche.
«¡Índigo!» Todo su cuerpo se estremeció por el esfuerzo de su silenciosa llamada, «¡Índigo! ¡Escúchame! ¡Si estás viva, escúchame!»
En su mente no vio más que fuego, y desesperada lo intentó de nuevo.
Un centelleo en el límite del caos de su mente, una chispa de vida, humana, moviéndose, débilmente consciente de su presencia, pero incapaz de tender el puente y ayudarla a establecer la conexión...
—¡Índigo!
Esta vez, Grimya gimió en voz alta, aunque el sonido se perdió en el tronar de las Hijas de Ranaya. ¡Índigo estaba viva! La esperanza irrumpió en la mente de la loba, eclipsando su cansancio y terror. Entonces se escuchó un crujido y un retumbo, y a unos tres metros de distancia, la ladera se partió en dos, destruyendo el sendero de obsidiana. Una luz deslumbrante surgió de la grieta, y las llamas aparecieron en la noche al tiempo que la lava se abría paso por entre la fisura. Los ojos de Grimya se encendieron al darse cuenta del alcance del peligro en el que ambas, ella e Índigo, se encontraban. Si querían tener la menor oportunidad de escapar de aquel infierno, debía encontrar a su amiga antes de que se acabara el tiempo y los valles fueron engullidos.
Giró sobre sí misma. Sus patas arañaron la roca buscando un punto de apoyo en la traicionera superficie. El aire se volvía cada vez más denso; nubes de ceniza revoloteaban contra su rostro impelidas por bocanadas de aire caliente. Y ante ella sólo tenía un ardiente paisaje nocturno, peligroso y desconocido. El miedo se apoderó del corazón de la loba, pero lo rechazó violentamente, sabedora de que no podía arriesgarse a perder ni un segundo. Saltó hacia adelante como una sombra fugaz, y se alejó corriendo en la agitada oscuridad.
Índigo no deseaba incorporarse. El apestoso polvo del pozo le taponaba la boca y la nariz, y pedazos de roca se le clavaban dolorosamente en el estómago y las piernas; el retumbante tronar era cada vez más fuerte, y podía oler a fuego. Pero aunque sabía que debía levantar la cabeza, cada una de las partes de su mente y cuerpo apaleados protestaba ante tal idea. No quería abrir los ojos y mirar; sólo deseaba permanecer tendida allí donde estaba, el rostro apretado contra el suelo, hasta que el mundo desapareciera o la inconsciencia se apoderara de ella. Y no quería prestar atención a la diminuta y lejana voz de su cabeza, aquella voz que pronunciaba su nombre cada vez con mayor urgencia, suplicándole que escuchara, que oyera.
Los desesperados intentos de Grimya para establecer contacto podrían haber llegado demasiado tarde si el suelo del valle no se hubiera sacudido de repente y con gran fuerza bajo Índigo, haciéndola rodar de lado y sacándola de su semiinconsciencia. Sus manos se agitaron convulsionadas; instintivamente se lanzó hacia afuera para salvarse y recuperó por completo sus sentidos. Se encontró acurrucada en el pozo, con la mirada —entre jirones de humo y la maraña de sus propios cabellos— en un círculo de ennegrecidas cenizas.
Aszareel., Mientras los últimos rastros de estupor se desvanecían. Índigo recordó. El demonio estaba muerto. Jasker lo había conseguido: había despertado el antiguo poder aletargado de la Diosa del Fuego y lo había canalizado a través de su mente justo cuando los últimos fragmentos de su cordura empezaban a derrumbarse. Con Aszareel se habían ido todos los demonios del valle de Charchad: y algo más, algo que aún no podía recordar...
Un titánico fragor interrumpió el caos de su mente, retumbando ensordecedor por el valle. Índigo levantó la mirada frenética, y la comprensión la golpeó como un mazazo. Humo que cubría el cielo, revueltas nubes de cenizas y chispas que caían sobre el valle... El resplandor verde de Charchad había sido destruido, y en su lugar la noche estaba iluminada por tres enormes columnas de fuego. El rugido de una nueva explosión la hizo balancearse hacia atrás, y por un instante quedó bañada en un resplandor rojizo que iluminó toda la escena. Luego, la primera oleada de lava rebasó el borde del valle y se precipitó como una avalancha hacia ella.
La joven se puso en pie de un salto y corrió. La pared del pozo surgió de entre las tinieblas y empezó a trepar. Sus ropas se rasgaron, se hizo un corte en la pierna, pero, por fin, consiguió llegar arriba e incorporarse de nuevo. Del cielo empezaban a caer ahora bolas de fuego de magma incandescente; vio cómo una de ellas cayo donde se encontraba e incendió el sucio humo que flotaba por todas partes. Se apartó de su trayectoria mientras esta iba a estrellarse contra el suelo. Llameantes fragmentos salieron despedidos en todas direcciones y lanzó un grito cuando uno de ellos le dio en el brazo y encendió su manga. Apagó las llamas a golpes mientras seguía corriendo, quemándose la mano y el antebrazo. Más bolas de fuego brillaron en lo alto; las chispas saltaban centelleantes por los aires y le chamuscaban los cabellos. A su izquierda, el río de lava se ensanchaba, aumentando su velocidad y alterando su curso, y ella se desvió a un lado, tomando una ruta más empinada pero que la alejaría de la mortífera corriente. Cenizas ardientes, que en algunos lugares le llegaban hasta los tobillos, le quemaban los pies, y apenas si podía respirar; cada vez que inhalaba, su garganta y sus pulmones se llenaban de humo. Se levantó el borde de la falda para cubrirse boca y nariz, pero daba lo mismo. Medio asfixiada, sin poder ver, ni sabía ni le importaba adonde se dirigía, estaba demasiado desesperada por alejarse del humo y de las cenizas para pensar en algo que no fuera el siguiente paso tambaleante. En una ocasión, le pareció oír voces no muy distantes que la llamaban; se detuvo y resbaló por la pendiente, mientras atisbaba frenética a su alrededor. Pero el humo era demasiado espeso para que pudiera ver nada; los atronadores ecos de la erupción ahogaron cualquier otro grito y ella no tenía aliento para gritar, a su vez, en la oscuridad. Si había otros seres vivos en el valle de Charchad, no tenía la menor posibilidad de ir en su busca y sobrevivir. Se volvió de nuevo hacia la ladera y avanzó a tientas, pendiente arriba.