De repente apareció una abertura en la roca, sobre su cabeza. No era el sendero desde el que había visto por primera vez el valle de Charchad, ni era el lugar donde las enormes puertas de hierro barraban cualquier esperanza de salida, sino una escarpada abertura entre dos de los picos inferiores. Sus bordes resaltaban con fuerza en el llameante cielo. Jadeando. Índigo se arrojó hacia adelante y cayó cuan larga era sobre el espinazo de un empinado y estrecho risco. El impacto liberó sus pulmones de los restos de aire fétido que quedaban en ellos, y boqueó, mareada por las náuseas. Se puso de rodillas con un supremo esfuerzo, levantó la cabeza como pudo y miró al otro extremosa los hornos de fundición y a las minas.
Los valles estaban envueltos en un caos total. Los hombres huían de los hornos y de los lagos de enfriamiento: corrían por la carretera cubierta de cenizas en un intento desesperado por llegar a las puertas de la mina antes de ser engullidos. Algunos podrían llegar a lugar seguro, pero la mayoría no tenía la menor posibilidad, ya que nueve enormes torrentes de lava convergían sobre ellos procedentes de todas partes, zambulléndose desde las cumbres y dividiéndose en cincuenta afluentes que se abrían paso hacia el valle para cortar todas, con la excepción de unas pocas, rutas de escape. Vio cómo una bola de fuego iba a estrellarse en medio de un grupo de hombres que huían; figuras diminutas escaparon de la devastación, retorciéndose y revolviéndose mientras ardían; algunas se arrojaron al río, pero también éste ardía, al haberse incendiado su contaminada superficie. Cabañas, máquinas y caballetes se quemaban; enormes lenguas de fuego azulado brotaban de las aberturas al estallar los gases atrapados en las rocas. Y, enormes y siniestras bajo el cielo, avalares de destrucción, las tres cimas gigantescas de las Hijas de Ranaya vomitaban fuego y lava y atronaban con furia en la noche.
Con ojos llorosos. Índigo apartó la mirada de los horrores que tenían lugar a sus pies. Nada podía salvar a aquellos hombres condenados, y seguirlos hasta el valle resultaría suicida. Debía de haber otra forma de salir...
Y de repente, por entre toda aquella confusión, una voz familiar penetró en su mente.
«¡Indigo!»
La joven chilló:
—¡Grimya!
Luego empezó a toser medio asfixiada cuando la sorpresa la hizo tragar una bocanada del apestoso humo. Durante casi un minuto permaneció doblada sobre sí misma; luego, a medida que lo peor del espasmo desaparecía, empezó a mirar enloquecida en derredor suyo, el corazón latiéndole con renovada esperanza. Grimya estaba viva, e intentaba localizarla...
«¡Grimya!» Se concentró, furiosa, y lanzó su llamamiento mental con toda la energía que pudo reunir. «¡Grimya, estoy aquí! ¡Te escucho!»
Un ensordecedor chillido de la Vieja Maia sacudió los riscos, y a través de él oyó el grito de respuesta de la loba.
«¡Al este. Indigo! ¡Ve hacia el este! ¡Ya te encontraré!»
Índigo no necesitó que le insistieran más. Se puso en pie y se dio la vuelta; tambaleándose, se dirigió por la colina hasta una escarpada pero escalable ladera de guijarros y piedras que conducía a una cima cercana. Las piernas le dolían terriblemente; sus manos, pies y rostro chamuscados le ardían de dolor y parecía como si todo el aire del mundo se hubiera consumido convirtiéndose en cenizas: pero gateó y se deslizó sobre la roca hasta llegar a la piedra más firme del otro lado, y empezó a cruzar la estribación.
Estaba a medio camino de la siguiente loma cuando una llamarada de luz sobre su cabeza le hizo levantar los ojos. Lo que vio casi detuvo su corazón.
La segunda de las hijas de Ranaya era, desde aquí, una violenta pero lejana amenaza detrás de una cadena de riscos. La muchacha se había considerado bastante a salvo, pero las fuerzas liberadas por la erupción habían resquebrajado la ladera sur del volcán y una catarata de magma fundido brotaba fuera de su prisión para fluir por el costado de la montaña. Cayó sobre las cimas que la rodeaban, atravesó barrancos y abismos, y franqueó rocas, abriéndose paso abrasadora en dirección al fondo del valle. Tres ríos de lava diferentes refulgían ahora bajando por las laderas a las que se aferraba Índigo. Y ella estaba justo en su camino.
No podía moverse. El terror tenía clavados sus manos y pies, y su cerebro estaba paralizado; no podía hacer otra cosa que mirar con horror aquel peligro. Podría superar el primero de los devastadores ríos, pero quedaría atrapada entre éste y el segundo. Y si convergían, o si otro afluente más caía en cascada sobre los riscos situados más arriba, entonces se vería aplastada y moriría envuelta en llamas...
Bajo sus pies la roca tembló con una enorme y atronadora vibración. Sin pensar, sin detenerse a razonar. Índigo echó a correr en zigzag, saltando de un punto de apoyo a otro en una desesperada y fútil tentativa de aventajar la avalancha de lava. Sabía que no lo conseguiría; la ladera era demasiado empinada, estaba segura de que en cualquier momento perdería pie y rodaría por la pendiente...
«¡Indigo! ¡Loba!»
Grimya chillaba en su mente, su voz salvaje y frenética. Pero no podía ayudarla; la lava se acercaba; sentía su devastador calor, sentía cómo la temblorosa ladera estaba a punto de ceder bajo ella...
«¡Loba. Índigo! ¡LOBA!»
Con un sobresalto que casi le hizo perder el equilibrio, la joven recordó, y se dio cuenta de lo que Grimya intentaba comunicarle. Loba. El poder, el poder de cambiar de forma que había aprendido de manera tan cruel e inesperada en el mundo astral de los demonios. Pero no podría hacerlo, no aquí, no ahora; era imposible. No tenía las fuerzas que necesitaba, su mente estaba en desorden; no le quedaban más que unos segundos antes de que la muerte cayera sobre ella. Y aterrorizada, más allá de todo control, abrió la boca y chilló.
El grito se metamorfoseó en un aullido ululante y sintió el cambio como un terrible impacto de energía que surgió de su subconsciente y penetró en su cuerpo. Su equilibrio se esfumó; se tambaleó, tropezó, cayó hacia adelante...