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Y se encontró corriendo con cuatro patas que la impulsaban sobre la roca, la leonada cabeza baja, las mandíbulas escarlata abiertas. Escuchaba a Grimya, a su hermana, a su pariente, que la instaba a seguir mientras corría como el rayo, más deprisa de lo que podría haberlo hecho ningún ser humano, hacia lugar seguro.

Había humo y calor, y había también violentas llamas que rasgaban la oscuridad. Apenas si podía respirar y el cuerpo le dolía terriblemente, pero siguió corriendo. Había dejado de ser Índigo para convertirse en un lobo, un animal, impulsado por instintos que nada tenían que ver con la lógica ni el razonamiento, pero que la impelían hacia el objetivo primordial de la supervivencia. La acometían hedores insoportables, sabores repugnantes abrasaban su boca, pero siguió adelante, hasta que el mundo se convirtió en un torbellino rojo que golpeaba sus sentidos, interminable, demencial.

Grimya la encontró un minuto después de que se desplomara en las estribaciones de un cerro que conducía a las cumbres situadas más al este. Aunque la roca estaba caliente, y de vez en cuando se estremecía como respuesta a los lejanos temblores de los volcanes, los ríos de lava no habían alcanzado aquellas laderas; allí estaban a salvo.

Índigo estaba en el suelo, con las patas completamente estiradas y la cabeza torcida a un lado. Sus ojos se habían vuelto vidriosos a causa del agotamiento y la lengua colgaba fuera de su boca mientras intentaba respirar; su pelaje chamuscado estaba cubierto de un gruesa capa de cenizas, y cuando Grimya intentó reanimarla, apenas consiguió levantar el hocico unos centímetros.

No podían quedarse en el cerro. Faltaba poco para el amanecer; el sol no podría atravesar la espesa capa de cenizas y humo que flotaba ahora sobre todo el valle, pero cuando saliera, el calor — casi insoportable ahora— mataría a todo ser vivo que no hubiera encontrado refugio. Grimya había descubierto una cueva a poca distancia; era pequeña, pero les serviría. Obligó a Índigo a alzarse, mordisqueándole el lomo y el cogote hasta que se levantó tambaleante. Sus pensamientos resultaban incoherentes; aunque ella también estaba casi completamente exhausta, sabía que, sola, su amiga no habría sobrevivido mucho más, y en silencio dio las gracias a la Madre Tierra por haberla podido encontrar a tiempo.

Ríos de fuego rojo como la sangre surcaban el cielo mientras las dos lobas avanzaban penosa y lentamente por el cerro para alcanzar un sendero, cubierto por varios centímetros de ceniza, que serpenteaba por la ladera de la montaña. La cueva era poco más que una hendidura en la roca, pero la ceniza no había penetrado en su interior y estaba relativamente limpia de humo. Grimya. persuadió a Índigo para que entrara y la observó con ansiedad mientras ésta se dejaba caer en el suelo.

—Podemos des... cansar a... salvo. —Le habló en voz alta, no muy segura de que su amiga pudiera oír su voz telepática—. Hasta qu... que nos... recu... peremos.

Índigo se estremeció. Por un instante su figura pareció flotar estrambóticamente entre lo animal y lo humano. Luego suspiró, y Grimya se encontró contemplando el cuerpo acurrucado de una muchacha que, quemada, chamuscada, con la ropa echa pedazos y agotada hasta extremos insospechados, se había hundido ya en un sueño parecido a un estado de coma.

La loba volvió la cabeza en dirección a la entrada de la cueva. Las chispas seguían danzando en el aire allí fuera, y avanzó despacio hacia la abertura para contemplar aquella noche de locura. El tronar, pensó, parecía haber menguado ahora, y la furia de las erupciones disminuía, como si las Hijas de Ranaya hubieran desatado ya toda su cólera. Se estremeció intentando no recordar las cosas que había visto aquella noche, el miedo, el horror y el dolor. También ella debiera dormir, pero antes de descansar quería contemplar por última vez el mortífero valle en el que Índigo había estado a punto de perecer, y las ruinas del maligno poder por el que Jasker había sacrificado su vida con tal de destruirlo.

Sintió un fuerte deseo de aullar que hizo que sus costados y lomo temblaran. Y aunque sus pulmones apenas tenían fuerzas suficientes para aspirar aire, levantó el hocico hacia el cielo y lanzó su grito nocturno a las invisibles estrellas. Era su propio réquiem por Jasker, y aunque sabía que no era el adecuado, le proporcionó un cierto consuelo.

El aullido se apagó en un débil gañido, y Grimya se lamió el hocico. Un vagabundo remolino de humo se le metió en los ojos; parpadeó para aclarar su visión, luego volvió la mirada a través del mar de cumbres hacia el último pico elevado que marcaba los límites del valle de Charchad.

No había valle. En lugar de ello había un dentado boquete allí donde un enorme risco se había partido en dos. Y más allá de los destrozados restos del risco, reluciendo ahora no con el fulgor verdoso de la radiación sino con los oscuros y abrasadores tonos rojos y dorados de las llamas, el valle de Charchad y todos los horrores que contenía permanecían enterrados bajo incalculables toneladas de piedra y magma que se enfriaba lentamente.

Jasker avanzaba hacia ella. Su figura estaba envuelta en una cálida luz difusa, como el resplandor del fuego de una chimenea, y parecía andar no sobre terreno sólido sino sobre una nube de humo que se arremolinaba alrededor de sus pies.

Índigo se incorporó. Su cuerpo parecía ligero e irreal; sentía una sed terrible, pero aparte de esto su única sensación era la de una extraordinaria paz. Todavía estaba oscuro, la única luz provenía de la aureola que rodeaba a Jasker, y extendió una mano hacia el hechicero.

—Jasker? Pensé que...

Pero no pudo terminar, ya que no sabía qué era lo que necesitaba decirle.

Él le sonrió, y sus labios se movieron como si le contestara, pero ella no escuchó ningún sonido.

Y sus ojos, observó, no eran los ojos de un hombre mortal, sino calmados y nebulosos pozos de un color entre naranja y oro.

Entonces comprendió cuál había sido la suerte de Jasker, pero no quería aceptarlo y no acababa de resignarse a hacer la pregunta que se lo confirmaría más allá de toda duda. El hechicero sonrió de nuevo, y su aspecto empezó a cambiar. Los cabellos canos se oscurecieron hasta volverse negros, el rostro demacrado se suavizó, rejuveneciéndose y volviéndose de repente desgarradoramente familiar, hasta que Fenran, su propio amor, la contempló desde el halo de luz. Sólo los vacíos ojos dorados permanecieron inmutables: y entonces la voz de Jasker habló a su mente con suavidad y afecto.

«Estoy con mi Señora ahora. »

El halo empezó a disolverse. Se desvaneció, como ascuas que se enfriaran lentamente, hasta que el rostro que pertenecía a la vez a Jasker y a Fenran se diluyó con las suaves sombras y desapareció.

—¿Fenran... ? —musitó Índigo—. Jasker... ?

Sólo el eco le respondió. La oscuridad era total y se sintió abandonada. En aquel momento una voz a su espalda pronunció su nombre, y, con el corazón palpitándole con irracional esperanza, se dio la vuelta.

Una alta y elegante figura estaba de pie tras ella, claramente visible, incluso en la aterciopelada oscuridad. Índigo contempló el rostro severo y hermoso, el ondulante cabello del color de la tierra removida, los ojos lechosos que la miraban inmóviles con una inhumana mezcla de objetividad y compasión. Y recordó Carn Caille y al ser resplandeciente que había ido a verla después de la batalla, y un claro del bosque donde la nieve caía con silenciosa intensidad y donde su auténtica búsqueda había dado comienzo.

Ella dijo, entonces, y sus palabras fueron a la vez un desafío y una súplica:

—El demonio ha muerto.

El emisario de la Madre Tierra, su mentor, su juez, no respondió, y el miedo se aferró al corazón de Índigo.