—Lo hemos matado. —Su voz se elevó aguda, chillona—. Lo hemos destruido. ¡Está muerto! — El miedo amenazó con convertirse en pánico—. ¿No es... ?
Una triste sonrisa apareció en los labios del ser.
—Sí. Índigo: está muerto. Esta pesadilla se ha acabado ya, y es hora de que se inicie otra.
La muchacha inclinó la cabeza mientras un desordenado torrente de emociones se agitaba en su interior. Alivio, pena, amargura... y, presidiendo todo ello, un cansancio que llenaba de desconsuelo su alma. El emisario bajó los ojos hacia la enmarañada corona de sus cabellos y dijo:
—Has aprendido mucho, criatura, y eres más fuerte ahora. Intenta obtener consuelo de ello, ya que aligerará tu carga cuando llegue el momento.
Índigo sintió cómo las lágrimas empezaban a deslizarse por sus mejillas, y las secó con la mano. No lloraría, pero tenía que aflojar el tirante nudo de dolor que sentía en su interior, debía dar alguna expresión a sus emociones. Levantó los ojos y dijo, lastimera:
—Pensé... Vi a Fenran. Esperaba... —Pero las palabras no querían salir, porque sabía que aquella esperanza era infundada.
La voz del ser resplandeciente sonó llena de dulzura.
—Con cada victoria que obtienes, el tormento de Fenran se ve ligeramente aliviado, ya que las fuerzas que lo retienen se debilitan. No lo olvides. Índigo, y ten fe.
La joven volvió a bajar la mirada. Sabía que debiera hallar consuelo en las palabras del emisario, pero resultaba duro, muy duro.
El ser prosiguió:
—Despierta ahora, criatura. Es hora de ponerse en marcha.
—Yo...
Acalló su lengua al darse cuenta de que no había más que oscuridad allí donde había estado el resplandeciente ser. Las tinieblas se estremecieron, relucieron. Abrió los ojos y se encontró frente a una débil y sulfurosa luz diurna que se filtraba, a través de la entrada, hasta el interior de la cueva.
«¡Indigo!»
Algo cálido y del género de los mamíferos se colocó rápidamente a su lado. La muchacha contempló ante ella los ojos ambarinos de Grimya. Las lágrimas aparecieron de nuevo y arrojó los brazos alrededor del cuello de la loba; la abrazó con fuerza, incapaz de hablar durante algunos minutos, hasta que al fin la sofocante intensidad de sus emociones disminuyó un poco y se sentó de nuevo.
Grimya frotó su hocico contra el rostro de ella.
«Has estado durmiendo durante mucho tiempo», dijo preocupada. «Meparece que las dos hemos dormido, ya que recuerdo que sucedían muchas cosas extrañas, pero tengo la impresión de que deben de haber sido sueños. »
—¿Cuánto... ? —La garganta de Índigo estaba hinchada y reseca, y la voz se le ahogó cuando intentó hablar; lo probó de nuevo—. ¿Cuánto tiempo?
«No lo sé. Los truenos se apagaron hace mucho tiempo, muchos días, creo, y las rocas de fuego y las cenizas ya no caen. Pero el sol aún no ha dispersado las nubes. »
Índigo recordaba muy poco de aquellas últimas y enloquecidas horas. El recuerdo regresaría, estaba segura, pero no aún; y se alegraba de aquel pequeño respiro.
—Aszareel... —dijo—. Está muerto, Grimya.
«Lo sé. » La loba se lamió el hocico, como hacía a menudo cuando se sentía preocupada o confusa—. «El... ser brillante me lo dijo. »
—¿El ser brillante?
«El que vino a nosotras en el bosque de mi tierra natal y me concedió la bendición. Lo volví a ver en mi sueño. »
Así que el emisario no se había olvidado de Grimya... Y, de repente, la joven sintió el resurgir de una vieja amargura al recordar aquel lejano encuentro. Una bendición, decía Grimya. ¿Qué clase de bendición era enfrentarse a un futuro infinito bajo la sombra de su misión, sin envejecer, sin cambiar, destinadas a vagar por el mundo hasta que los siete demonios que ella había liberado fueran finalmente suprimidos? El animal no tenía ningún crimen que expiar, y tampoco ningún amor perdido que intentar recuperar. Sin embargo, había abandonado su hogar y todo lo que conocía para compartir la carga de Índigo: y la había conducido a esto...
La tranquila voz mental de la loba interrumpió sus lúgubres pensamientos, y comprendió que había leído lo que pasaba por su mente.
«¿Piensas que mi respuesta sería diferente, si se me ofreciera la bendición de nuevo? No cambiaría. Soy tu amiga. Indigo, y adonde tú vayas, yo iré. »
—Me avergüenzas, Grimya. Tu fe es mayor que la mía.
«No lo es. Quizá sea más sencilla, ya que la forma de ser de los humanos me recuerda muy a menudo a un árbol de ramas enmarañadas. Pero no mayor. Tú lo sabes. En el fondo de tu corazón, lo sabes. »
¿Era así?, se preguntó Índigo. Pensó en Fenran: Con cada victoria que obtienes, su tormento se ve ligeramente aliviado, había dicho el emisario, y se dio cuenta de que Grimya tenía razón. Sí que tenía fe. Y, a lo mejor, como creía la loba, la fe era suficiente...
La muchacha se puso en pie despacio, y anduvo vacilante hacia la entrada de la cueva y hacia la mañana anegada en sucio humo que había al otro lado. Su cuerpo había sido maltratado hasta el límite de su resistencia. Sin embargo, todo lo que sentía era una embotada sensación de dolor. Tenía sed, pero era una sed soportable, aunque tanto Grimya como ella ya debieran de estar muertas por la falta de agua. La inmortalidad, al parecer, poseía sus irónicas compensaciones...
Llegó a la entrada, y salió a la ladera de la montaña. Estaban cerca de la cima de un pico elevado, y a través de las nubes de azufre distinguía la cordillera que se extendía en todas direcciones. Ennegrecidas por la ceniza, vacías, silenciosas, las cumbres se alzaban por entre la fantasmal luz como imágenes de una pesadilla. No se oía ningún sonido procedente de las minas, y no había ningún resplandor verdoso que ensuciara el cielo con su corrompido fulgor. Sólo se percibía una tenue luz en la distancia, un parpadeo de fuegos rojo anaranjados, mientras veteados ríos de magma todavía fundido se movían con lentitud por los arrasados valles.
¿Cuántos habían muerto en aquel infierno? La venganza de la Diosa del Fuego no había hecho distinciones entre los culpables y los inocentes; aunque se había erradicado del mundo un terrible mal, el precio de la victoria era feroz. E Índigo supo que los fantasmas de aquellas víctimas se
pasearían por sus sueños durante mucho tiempo.
Escuchó el suave sonido de las patas de Grimya sobre la piedra, y al bajar los ojos vio a la loba erguida junto a ella.
«Tenía que ser así», dijo el animal, y sus ojos estaban llenos de pesar. «Sin todo esto, no hubiera podido acabarse con el dominio del demonio, y la enfermedad y el sufrimiento hubieran continuado eternamente. »
—Lo sé.
Índigo recordó a Chrysiva, y el tormento que la inocente criatura había soportado mientras esperaba la llegada de la muerte. Pero en su actual estado de ánimo, le resultaba difícil consolarse con el hecho de que ya no habría más víctimas como ella.
«Creo que Jasker lo comprendió», siguió Grimya. «El sabía lo que significaría la venganza de la diosa. Pero sabía también que no existía ninguna otra forma de salvar a su tierra y a su gente. » Parpadeó. «Creo que debe de haberlos amado mucho. »
Las lágrimas afloraron a los ojos de Índigo y enturbiaron la deprimente vista que se ofrecía ante ella. Sí; Jasker había comprendido: sabía cuál debía ser el sacrificio, y por su diosa, y por aquellos cuyas vidas estaban siendo destrozadas por el horror que habitaba en el valle de Charchad, había estado dispuesto a convertirse en parte de aquel sacrificio.