Repuso en voz baja:
—¿Me hablarás de Jasker, Grimya? ¿Me contarás cómo murió?
«Te lo contaré. Pero, no aún. No creo que pudiera encontrar las palabras. »
—No. Aún no.
Índigo se secó los ojos, y durante unos instantes contempló el revuelto cielo. Allá en lo alto, una débil mancha de un color más claro se proyectaba por entre las nubes de ceniza, y comprendió que se trataba del sol, perdido todavía detrás del espeso manto, pero dispersando —despacio pero inexorable— la lóbrega oscuridad para traer de nuevo la luz a la tierra. Y volvió a escuchar las palabras que el hechicero, que había probado ser un amigo auténtico e inquebrantable, pronunciara en su mente durante su sueño.
Estay con mi Señora ahora...
Deseó haberlo podido llorar en la forma adecuada, con música y una elegía para despedir a su espíritu en su último viaje. Pero su arpa, junto con todas sus posesiones materiales —excepto la ballesta y el cuchillo, que los secuaces de Quinas le habían quitado— estaban enterradas bajo una montaña de escombros y lava en las ruinas de la caverna de Jasker. El pensamiento le hizo sentir ganas de llorar otra vez. Llorar por el arpa era vergonzoso, cuando había mayores pérdidas que soportar; pero había sido muy valiosa para ella, pues se trataba de un regalo de Cushmagar, el bardo ciego que fue a la vez su tutor y su mentor, y el único lazo de unión que le quedaba con el hogar que había perdido.
Índigo lanzó un suspiro, y apartó la mirada de la lejana mancha de luz para dirigirla ladera abajo, donde unas apenas perceptibles sombras empezaban a rozar las rocas. Y lo que vio allí la dejó atónita y sin respiración.
Su arpa. Estaba intacta, sin el menor rasguño, sobre el sendero cubierto de ceniza, y las cuerdas temblaban con la más débil de las vibraciones, como si tan sólo hiciera unos segundos que la había depositado allí. La joven la miró asombrada, convencida de que debía tratarse de un espejismo, una ilusión producto de su cansada mente. Pero la imagen del arpa no se desvaneció ni vaciló, y de repente se encontró bajando a trompicones la cuesta y llegando al sendero. Cayó de rodillas junto al instrumento, sin prestar atención a las nubes de ceniza que se alzaron perezosas a su alrededor. Por un terrible instante no se atrevió a extender la mano para tocar el precioso instrumento, temerosa de encontrar tan sólo el vacío y el eco de una ilusión: pero entonces sus dedos se agitaron temblorosos, casi en contra de su voluntad, y percibió la suavidad de la madera pulida bajo ellos.
El arpa era real. Las cuerdas dejaron escapar un dulce sonido melancólico cuando las pulsó, y mientras los ecos del acorde resonaban suavemente por las montañas supo que aquel pequeño milagro era urja señal y un tributo del emisario de la Madre Tierra, un símbolo de esperanza en un lugar que no había conocido más que desolación.
Mientras las últimas notas del arpa se desvanecían, el rostro preocupado de Grimya. apareció sobre su cabeza, intentando ver en la semioscuridad.
—¿Índigo? —llamó la loba en voz alta.
Ella no pudo responderle. Estaba doblada sobre sí misma, con el instrumento entre sus brazos. Las lágrimas se derramaban sobre la madera pulida y las cuerdas relucientes, mientras lloraba por Jasker, por Chrysiva y por tantos otros cuyos nombres y rostros jamás había llegado a conocer. Grimya la observó con angustiada piedad, pero contuvo el instinto de correr hacia ella e intentar ofrecerle algo de consuelo. Sabía que durante algunos minutos. Índigo necesitaba aliviar su dolor a solas. La loba lanzó un suave gañido, luego se retiró al interior de la cueva y se tumbó con el morro entre las patas delanteras, mirando al exterior sin ver e intentando no pensar en todo lo que había sucedido. Por fin, la muchacha levantó la cabeza y supo que la tormenta había pasado. Sus lágrimas se secaban, y aunque la garganta y los pulmones estaban sofocados y su corazón parecía como vacío, se sentía extrañamente tranquila. Mientras se ponía en pie, tomando el arpa con mucho cuidado entre sus brazos, pensó que quizás, al igual que la asolada tierra que la rodeaba, también ella había sido purificada; y que después del dolor, le llegaría la paz, en cierto modo.
Levantó los ojos en dirección a la cueva. Grimya apareció al oír su dulce llamada mental y echó a correr montaña abajo hacia ella. La loba presionó su cabeza contra el muslo de la joven, sin hablar, transmitiendo con su contacto un sentimiento que no podía expresar con palabras.
Las borrosas sombras eran cada vez más largas; tras el dosel de nubes el sol empezaba a deslizarse hacia el oeste. Índigo se llevó una mano al pecho, percibiendo la familiar forma de la piedra-imán que colgaba en su bolsita, y recordó las palabras del emisario de la Madre Tierra. Esta pesadilla se ha acabado ya, y es hora de que se inicie otra...
Sacó la bolsa y depositó el pequeño guijarro sobre la palma de la mano. Diminuto, intensamente brillante bajo la tenebrosa luz, la dorada mota relucía en el corazón de la piedra y señalaba en dirección este. Siguiendo el sendero y más allá de la última colina, lejos de las montañas, de la devastación y de las sepulturas anónimas de tantas personas, hacia el distante mar y hacia una nueva búsqueda.
¿Cuánto tiempo tardaría esta vez?, se preguntó. ¿Cuántos años más debería vagar y buscar hasta que un nuevo demonio proyectara su sombra sobre otra tierra y ella debiera enfrentarse de nuevo a las consecuencias de su estúpida y temeraria acción?
Incluso la Madre Tierra, en Su sabiduría, no conocía la respuesta a tal pregunta. Índigo suspiró y se estremeció como si se deshiciera de un fantasma propio. Luego bajó la mirada hacia Grimya. Los dorados ojos de la loba se encontraron con los suyos, y el animal dijo con suavidad, mentalmente:
«No hay motivo para permanecer aquí por mas tiempo. Lo mejor será que prosigamos nuestro camino y dejemos que este lugar cure sus heridas. »
«Si. »
También Índigo se comunicó en silencio, pues no quería mancillar la quietud que había descendido sobre el lugar. Se giró para contemplar por última vez el arrasado paisaje que se extendía a sus pies. Todavía flotaban nubes de ceniza sobre la desolada vista, y las relucientes venas de lava —arterias que transportaban la sangre de los ahora inactivos corazones de la Vieja Maia y de sus hermanas— avanzaban despacio y aparentemente sin rumbo por el valle que antes había temblado bajo el estruendo del trabajo humano.
¿Una victoria? Quizá. Pero la corona del vencedor era una corona de amargura, y no habría gloria en sus sueños.
Índigo suspiró, tan bajo que ni siquiera Grimya la oyó:
—Adiós, Jasker. Ojalá encontréis la paz que se os negó mientras vivíais.
Luego se colgó el arpa al hombro y, con la loba andando a su lado, volvió la espalda a aquella tierra asolada y empezó a caminar despacio, fatigada, por el sendero que se elevaba suavemente en dirección al lejano destello de las primeras estrellas que empezaban a aparecer por el este.
La ceniza que seguía cayendo del cielo, sin parar y en silencio, cubrió sus pisadas como los granos que caen implacables en el interior de los relojes de arena. Al cabo de unos minutos, no quedaba la menor señal de que algún ser vivo hubiera pasado por allí, excepto un último rastro que sólo el observador más agudo no hubiera pasado por alto. Y poco a poco, la suave, oscura e implacable lluvia iba enterrando también aquel diminuto objeto, como sí le concediera, por fin, su propia solitaria y eterna sepultura.