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—Espero que no, señor. No estoy acostumbrada a este trato, y no lo encuentro nada divertido.

—Naturalmente que no. —Levantó los ojos y chasqueó los dedos en dirección a una de las muchachas que atendían las mesas—. ¡Eh, tú! ¡Una botella de cinco años, ahora mismo! —Y, volviéndose de nuevo hacia Índigo, añadió—: Es una pequeña compensación, saia, pero es lo mínimo que puedo hacer.

Hacía todo lo posible por resultar conciliador, y aunque a la joven le produjo una inmediata aversión, no podía mantener su hostilidad sin parecer grosera.

—Os lo agradezco, señor. Aprecio de veras vuestra amabilidad. —Vaciló un instante, pero se dio cuenta de que por simple educación no tenía más remedio que añadir—: ¿Me acompañaréis?

—Por unos momentos, tan sólo. —Sonrió—. No tengo el menor deseo de inmiscuirme aún más en vuestra intimidad.

La moza se acercó rápidamente al reservado con una jarra llena hasta el borde; mientras la depositaba sobre la mesa, Índigo advirtió miedo en su expresión. Quinas, quienquiera que fuese, tenía influencia en más de un lugar. Envió a la muchacha a buscar otra copa, y mientras la traía, tomó asiento frente a Índigo.

—Por vuestra continuada salud y prosperidad —dijo cuando la joven le trajo lo que había pedido. Llenó las copas de ambos y bebieron.

Grimya se había tranquilizado —su amiga notaba el cuerpo de la loba, tendida bajo la mesa, apoyado contra sus piernas—, pero su mente seguía inquieta. Índigo se tomó un momento para inspeccionar a su acompañante. Tendría, imaginó, entre treinta y cuarenta años, y poseía la negra cabellera y la piel aceitunada típicas de las gentes nacidas y criadas en la región. Iba demasiado bien vestido y estaba, a todas luces, demasiado bien educado para ser un minero o un marinero, aunque sus manos parecían acostumbradas al trabajo manual y la piel de su rostro estaba curtida por el sol y el viento. Le resultaba un hombre bastante atractivo, a su manera, hasta que, por primera vez, al exponer a la luz de las lámparas su rostro con más claridad, vio sus ojos. Estaban curiosamente cubiertos y, cuando parpadeaba —la primera vez no estuvo segura, pero la segunda lo confirmó—, una película carmesí caía sobre ellos durante un brevísimo instante, como una extraña segunda lente, para cubrirlos.

Otra deformidad... Índigo dominó el deseo de echarse hacia atrás con repugnancia, y bajó la mirada con rapidez hacia su copa. Cuando Quinas le habló tuvo que contener un escalofrío.

—¿Puedo preguntaros vuestro nombre?

Se obligó a levantar los ojos otra vez.

—Mi nombre es Índigo.

—Índigo..., muy poco corriente. No sois, supongo, de esta zona...

—No.

—¿Puedo preguntaros qué os ha traído aquí? —Vio cómo su expresión se volvía recelosa, y sonrió disculpándose—. Por favor, perdonad mi curiosidad. Pregunto simplemente porque tengo el privilegio de ser el capataz de la mina Escarpadura Norte; en el transcurso de mis deberes, a menudo conduzco a comerciantes a inspeccionar nuestras operaciones. Si tenéis algún negocio en las minas, me sentiría muy honrado de poder ofreceros mis servicios.

Índigo se relajó un poco.

—Entiendo. Gracias, Quinas, pero no tengo nada que ver con el comercio de minerales. Vesinum no es más que una parada en mi ruta.

—Una lástima. —Al igual que ocurrió con Cenato, su sonrisa no llegó a sus ojos—. No obstante, vuestra llegada es una casualidad. ¿Os ha hablado alguien de nuestro festival?

—¿Festival?

—En la plaza de la ciudad; debéis de haber visto los preparativos. Esta noche, los seguidores de Charchad lo celebramos, y la ciudad lo celebra con nosotros. Es una ocasión para purificarse, renovarse y reafirmarse. —Una nueva nota hizo su aparición en la voz de Quinas, e Índigo captó un marcado y desagradable eco del fanatismo del celebrante loco y del grupo que la había abordado en la taberna—. Ése es también, creo, uno de los motivos por los que Cenato se mostró tan insistente al abordaros. —Levantó los ojos; su rostro era tan cándido que por un momento la muchacha sintió que su equilibrio mental se deshacía—. La fiesta se iniciará a medianoche. Espero que nos haréis el

honor de asistir, de modo que podamos enmendar la mala impresión que tenéis de nosotros.

Quizá valdría la pena que lo hiciera, pensó Índigo, si ello la ayudaba a averiguar algo más sobre el Charchad. Asintió.

—Gracias. Me encantará asistir.

Quinas vació su copa y se puso en pie.

—Entonces me despido y os permito que terminéis vuestra cena sin que se os interrumpa. —Salió del reservado y le dedicó una inclinación de cabeza—. Me alegro de haberos conocido, Índigo. Y confío en que aún pueda desempeñar algún papel por pequeño que sea que os ayude a alcanzar la comprensión y la iluminación. Buenas noches. —Se dio la vuelta y atravesó la sala en dirección a la puerta.

La joven lo contempló cuando se alejaba, mientras intentaba asimilar la extraordinaria mezcla de sentimientos que él había provocado en su interior. Sorpresa, contrariedad, un elemento de confusión... Pero, pasando por encima de todos ellos, existía una poderosa y casi violenta sensación de aversión. De momento no podía definirla más que así; pero era suficiente para ponerle la carne de gallina y añadir leña a la cólera que ardía lentamente en su interior.

Debajo de la mesa, Grimya se agitó inquieta. Índigo oyó los pensamientos de la loba.

«No me gusta ese hombre.»

—No —respondió Índigo en voz baja—. A mí tampoco.

«Todos los demás le tienen miedo. Eso no es bueno.»

Se dio cuenta de que los sentidos más agudos de Grimya habían captado lo que los de ella no podían: que no eran simplemente Cenato y su secuaz quienes temían la influencia de Quinas. La actitud de la muchacha que los había servido, las expresiones en los rostros de los otros comensales cuando salió de la sala... Para ser el capataz de una mina, ejercía un poder desproporcionado.

Contempló la jarra, que estaba aún medio llena, e hizo el gesto de servirse otra copa de vino. Antes de que llegara a tocar el recipiente la camarera apareció junto a ella.

—Dispensadme, saia. El dueño me encarga que os diga que no se os cobrará nada por la comida y la bebida esta noche. Gracias, saia.

Índigo contempló, anonadada, la espalda de la muchacha que se alejaba. Luego dirigió la mirada más allá de ella, hasta el dueño, quien se dio cuenta y le dedicó una respetuosa inclinación de cabeza. Era cosa de Quinas o se trataba de un intento de complacerla... De repente ya no quiso el vino, deseó incluso no haberse comido la cena.

Todo lo que quería era escapar de la sala y de la influencia insidiosa del autoproclamado campeón.

Se inclinó y deslizó una mano bajo la mesa para acariciar la cabeza de Grimya.

«Marchémonos» —proyectó en silencio.

«¿Ahora? ¡Estupendo! ¿Qué quieres hacer?»

Índigo sonrió con apagado cinismo al darse cuenta de que la auténtica respuesta a la pregunta de la loba era: desaparecer, emborracharme, olvidarme de la existencia de Vesinum.

«Estoy cansada», le transmitió. «Si hemos de asistir a la celebración a medianoche, me gustaría descansar un rato.»

«No creo que yo pudiera descansar. Esta habitación huele a miedo; me altera.» Grimya se agitó. «Me gustaría salir al exterior un rato, al aire libre. Pero no quiero dejarte sola.»

Índigo sonrió al recordar cuánto odiaba su amiga permanecer encerrada. Paseó la mirada por la habitación. El propietario estaba inmerso en una conversación con un, a todas luces, buen cliente. Las camareras corrían por entre las mesas con bandejas bien repletas. Y la influencia de Quinas, que la había favorecido con su compañía, todavía flotaba, como una invisible pero decidida presencia, en el aire.